Medio Ambiente

Cultivar el optimismo de la esperanza

La tecnología ha hecho posible que cada persona saque constantemente el reportero que lleva dentro. Si fuéramos capaces de abrir espacios de encuentro en los que debatir de forma civilizada, impulsaríamos una comunicación capaz de movilizar a la acción consciente, de educar el espíritu crítico y de generar un clima de opinión constructivo.

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Eugenia Loli
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Aunque, para el placer de todos, estaba casado con la novela, García Márquez siempre volvía a los brazos de la prensa. Quizá por eso decía que el periodismo era el oficio más bonito del mundo –también sostenía, de forma más terrenal y menos poética, que era algo incomprensible y voraz cuya obra se acaba después de cada noticia–, un mantra que ha quedado impregnado en el imaginario colectivo como queda la tinta en una página de papel.

Quizá los plumillas que pelean sus temas cada día en una redacción tengan una opinión diferente sobre el oficio y sus intrigas pero, durante décadas, la ficción se ha encargado de hacerlo sexy y épico. A fin de cuentas, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con ser uno de los reporteros que destapan el Watergate en Todos los hombres del presidente? ¿O quién no ha deseado estar, aunque sea un momento, en la piel de esa corresponsal de guerra que ha presenciado historias suficientes para cubrir cien vidas?

La tecnología ha hecho posible –o, al menos, ha acercado la posibilidad– que cada persona saque constantemente el reportero que lleva dentro. Los grandes medios que manejaban los hilos del poder y que nos fascinaban cuando sus historias se llevaban a la gran pantalla siguen presentes, pero ya no son los únicos actores de la película. Como se aborda en ¿Quién y cómo nos informan?, el noveno episodio del podcast Ser B o no ser, ahora todo individuo con acceso a una cuenta en redes sociales se convierte, de facto, en el editor de su propio micromedio. Con ese micromedio –o con una sola publicación potencialmente viral– puede tener alcance e impacto global.

Detrás de cada pantalla se ejerce hoy el cuarto poder de manera polarizada, sin veracidad: el ruido es tan potente que las cámaras de eco se han transformado en cavernas digitales

La red está llena de proconsumidores, individuos que consumen y producen información al mismo tiempo en un ecosistema donde la calidad y el rigor no siempre triunfan: aunque el contenido sea excelente, interesante y veraz, no logra influir si no tiene de su lado al señor algoritmo. Este código todopoderoso e invisible puede ser viento a favor, pero también tempestad devastadora cuando arrastra discursos de odio, bulos y mentiras cada día más comunes en la era de la posverdad.

En un momento en el que el uso de las redes sociales ha empoderado a la ciudadanía como nunca antes en la historia, paradójicamente, temblamos ante la posibilidad del colapso de la democracia. Así, un logro tan positivo como que las personas tengan una mayor soberanía y libertad para expresarse se transforma, con frecuencia, en la mera conquista de un altavoz con el que amplificar un relato que es efímero, pero que también puede ser muy dañino. A menudo, detrás de cada pantalla se ejerce hoy ese cuarto poder de manera fraccionada, polarizada, mayoritariamente desinformada o con falta de criterio científico, sin veracidad y radicalizada en sus propias emociones o las de su grupo de iguales: el ruido es tan potente que las cámaras de eco se han transformado en cavernas digitales.

En ese contexto en el que cohabitan los profesionales de la información y los avatares de millones de usuarios anónimos, el matrimonio de conveniencia entre anunciantes y medios tradicionales hace aguas. En estos últimos, las inversiones publicitarias han caído en picado porque, quienes antes financiaban el periodismo a cambio de tener un legítimo espacio para llegar a sus audiencias, han sido seducidos por las plataformas de moda y sus dinámicas de impacto rápido. Entre unos y otros han proliferado relaciones cada vez más tóxicas: el retorno inmediato del clicbait impulsivo y fugaz reduce el tiempo para la reflexión, el rigor y la objetividad. Sin embargo, hoy es cuando necesitamos más que nunca de todas esas cualidades, que son la esencia del buen periodismo.

Sentir el colapso como ya lo estamos haciendo debería despertar nuestra innata capacidad de reacción

Si fuéramos capaces de pausar y abrir espacios de encuentro en los que debatir de forma civilizada, impulsaríamos una comunicación capaz de movilizar a la acción consciente, de educar el espíritu crítico y de generar un clima de opinión constructivo en el que poder tomar decisiones más justas y transformadoras. Y, para entendernos, no necesitamos grandes y nuevos inventos: las palabras son un vehículo con miles de años de rodaje. 

Los desafíos medioambientales y sociales a los que nos enfrentamos requieren acelerar un profundo cambio de hábitos que nos reconecten con la naturaleza y reequilibren los injustos desajustes económicos y sociales que padecemos: sentir el colapso como ya lo estamos haciendo debería despertar nuestra innata capacidad de reacción. Las narrativas inspiradoras ya han demostrado ser capaces de movilizar a comunidades enteras, y quienes nos dedicamos a la comunicación debemos asumir nuestra parte de liderazgo para crearlas y compartirlas.

Hoy tenemos la oportunidad de contar nuevas historias en positivo, con relatos que nos ayuden a encontrar soluciones dentro de los problemas que nos acechan y nos inviten a creer en mejores futuros. En los primeros minutos del episodio, el politólogo Pablo Simón cita a Gramsci cuando dice que, contra el pesimismo de la razón, debemos cultivar el optimismo de la voluntad: y no hay un poder mayor ni más ilusionante que esa esperanza.


Marta González-Moro es CEO de 21gramos y editora de Igluu.

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