Sociedad

«Se puede tener esperanza desde el pesimismo»

Fotografía

Ivan Giménez - Seix Barral
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17
agosto
2022

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Ivan Giménez - Seix Barral

Dos semanas después de que estallara la guerra en Ucrania, justo cuando el ejército ruso tomaba Chernóbil, en las librerías apareció una novela con un hongo nuclear en la portada, expandiéndose ante la irónica mirada de una familia de pícnic. Se trataba de ‘Lugar seguro’ (Seix Barral), obra ganadora del Premio Biblioteca Breve 2022 y la más reciente del escritor sevillano Isaac Rosa. Su historia reflexiona sobre el miedo a la incertidumbre a través de Segismundo García, un vendedor de búnkeres ‘lowcost’ que promete salvar a las clases más humildes del colapso mundial. 


En el momento de máxima inseguridad mundial, se publica una novela que precisamente satiriza sobre ello. Parece casi una premonición literaria.

Realmente empecé a escribir antes de la pandemia, mirando a un futuro «lejano», a unos 15 o 20 años vista. Sin embargo, entre el virus y especialmente tras la guerra en Ucrania, el futuro se ha acercado mucho más de lo esperado. Lo que debía ser un Segismundo García vendiendo búnkeres dentro de muchos años, lo podría ver hoy mismo. Incluso un día me crucé con un titular de El Mundo Today que decía algo así como «Pedro Sánchez cree que en los búnkeres subterráneos en los que viviremos de aquí a unas semanas no será necesario llevar mascarilla». De pronto, el argumento de la novela estaba entrando en el imaginario colectivo actual.

Entonces, ¿su novela se acerca a la realidad más de lo que se había propuesto?

Cuando salió a la venta, recuerdo que varios amigos me pasaron fotos de noticias sobre que la demanda de búnkeres estaba en alza mientras que, cuando yo empecé a escribirla dos años antes, eso de que se vendieran búnkeres era una marcianada. Estaba fuera de nuestras conversaciones, e inesperadamente todo este tema se coló en ellas: de repente, el presente daba un espacio al negocio de Segismundo García, que con sus búnkeres lowcost vende una seguridad muy cuestionable y hace creer a sus clientes que van a obtener lo mismo que los ricos, que pueden pagar cosas mejores.

«Si no somos capaces de imaginar un futuro alternativo al que nos anuncian, estamos perdidos»

¿Por qué un comerciante de búnkeres como protagonista?

Era en clave metafórica. Para mí el búnker simbolizaba el tiempo que vivimos: «sálvese quien pueda» es, en realidad, «sálvese quien pueda pagárselo». La idea era representar ese individualismo de la sociedad en el que cada uno se fabrica o se compra su propio refugio y que los demás que se apañen. La pregunta central no puede estar relacionada con otra cosa que no sea el futuro. ¿Qué futuro nos anuncian? ¿Qué futuro deseamos? ¿Qué futuro estamos dispuestos a pelear?

Fuera de sus páginas, ¿hay quien, como Segismundo, también se beneficia de la mercantilización del miedo?

Sí, hay mercaderes de miedo que venden sucedáneos de seguridad. Lo hacen las empresas y Gobiernos. El uso político del miedo tiene un largo recorrido en la Historia. Un buen ejemplo es la religión, por ejemplo, con el miedo a Dios, al infierno, a las consecuencias de tus actos… En resumen, el miedo se ha usado durante mucho tiempo, y en los últimos años se han sofisticado sus medios de difusión y las formas de generar inseguridad, a la par que el capitalismo en su versión actual ha ido eliminando numerosos de elementos de seguridad a nivel social.

¿Como por ejemplo?

Una estrategia similar a la de Segismundo es la que utilizan, por ejemplo, las empresas de alarmas de hogar: usan el miedo como concepto abstracto porque saben que estamos en un momento histórico de vulnerabilidad. Tenemos miedo y no sabemos exactamente a qué, entonces ponen nombre a nuestro miedo. Desafortunadamente, creo que no hay alarma posible para afrontar lo que realmente está pasando en el mundo: en la sociedad del «sálvese quien pueda pagárselo» tampoco se salva nadie. El neoliberalismo nos ha dejado solos, no hay salvación individual posible; y eso se ha puesto de manifiesto en periodos de crisis como la medioambiental, la pandemia o la guerra de Ucrania.

El trabajo digno en La mano invisible (2011), los obstáculos en las relaciones románticas en Feliz final (2018) o el miedo a lo desconocido en Lugar seguro (2022). La crítica social tiene un gran peso en sus obras. ¿Se considera más comprometido con la política o la literatura?

No puedo separar literatura y política como dos esferas. Tienen zonas de intersección y juegan en el mismo terreno, ya que no dejan de ser ficciones que representan la realidad y proponen imaginarios con los que vivimos (o nos inducen a imaginar alternativas). Tanto en literatura como en política hay discursos con consecuencias sobre nuestras vidas. Pero entiendo que me he ganado la etiqueta de escritor político y no me resisto a ello, lo que pasa es que ponemos esa etiqueta únicamente a quien propone alternativas desde una mirada crítica… Sin embargo, la literatura que no lo hace también está ofreciendo una visión política porque también tiene consecuencias en la forma en que vivimos, en la posibilidad de imaginar determinados futuros.

A pesar de su escepticismo respecto al sistema capitalista, su historia se aleja de la distopía común en las ficciones de nuestra época. ¿Es optimista con el futuro?

Más que optimismo, a mí me gusta hablar de esperanza. Admiro particularmente la distinción que Terry Eagleton hizo en su libro Esperanza sin optimismo. Se puede tener esperanza sin ser optimista, desde el pesimismo radical. Y eso es lo urgente: sin esperanza, ya podemos ahorrar para un búnker. Si no somos capaces de imaginar un futuro alternativo al que nos anuncian, estamos perdidos.

«El problema no es que no seamos capaces de imaginar un futuro que no sea distópico, sino que son los niños los que dan el futuro por perdido»

Y su futuro alternativo, ¿qué conlleva?

En mi opinión, tenemos que desprendernos de los tres lemas que caracterizan la época en la que vivimos. El primero: «sálvese quien pueda». El segundo: «nada a largo plazo» que, como decía el sociólogo Richard Sennet, es el principio que corroe la confianza, la lealtad y el compromiso mutuo. Y por último, el lema que lleva operando desde los tiempos de Margaret Thatcher: «no hay alternativa». Sobre estos tres pilares no se puede construir nada, ni individualmente ni como sociedad. Me resisto a aceptar que el futuro sea la distopía que adelantan tantas ficciones, aunque tampoco quiero caer en el pensamiento positivo sistemático. Simplemente, la incertidumbre abre muchas posibilidades en las que hay margen de actuación.

Esta idea la retrata muy bien la escritora Rebecca Solnit, muy presente en Lugar Seguro

Tiene un artículo precioso que escribió cuando comenzó la guerra de Ucrania en el que explica cómo en la incertidumbre sí cabe esperanza: lo que hasta hace nada generaba mucha resistencia al cambio, como la gestión de la crisis climática, ahora un inesperado giro de guion ha forzado la acción. Europa se ha visto obligada a replantear su modelo energético en cuestión de semanas, cuando llevábamos años denunciando –sin éxito– su insostenibilidad.

¿Estamos dejando un lugar seguro a las generaciones venideras?

Cada vez más jóvenes, más jóvenes de cantidad y más jóvenes de edad, coinciden en una visión muy negativa de lo que está por venir. La última vez que estuve dando una charla en una universidad empezamos a manejar el concepto de nativos precarios, como cuando hablamos de nativos digitales. Estos son los que han nacido y crecido en un mundo precario. Las primeras memorias de mi hija, que tiene 18 años, ya son de la crisis de 2008, y toda su generación no ha visto otra cosa que crisis tras crisis. Sin embargo, les seguimos vendiendo los relatos de vida de tiempo pasado. Ya no funciona eso de «si estudias mucho vas a conseguir un buen trabajo, y si trabajas duro podrás tener un proyecto de vida». Ya no se creen la cultura de la meritocracia y el esfuerzo. Se hartan de acumular títulos para no conseguir un trabajo digno. Es normal que rechacen el discurso vital de las generaciones pasadas.

«La incertidumbre abre muchas posibilidades en las que hay margen de actuación»

¿Y sucede lo mismo con los que son aún más jóvenes?

Antes de que empezara la guerra de Ucrania, en ese momento optimista tras las últimas olas de la covid, fui a un instituto de Melilla a dar una charla a chavales de 12 años. Les propuse imaginar el futuro en 2050. Me quedé impresionado con la mirada que tenían, no imaginaba que estuvieran tan contaminados por la futurofobia. Creía que a esa edad pensarían en aquello que pensamos todos cuando somos más pequeños: en robots, coches voladores… Empezaron el juego por ahí, pero enseguida pasaron a hablar de guerras, de la emergencia climática, de la escasez de agua, de desigualdad… El problema no es que los novelistas o cineastas no sean capaces de imaginar un futuro que no sea distópico, sino que son los niños los que dan el futuro por perdido.

¿A qué conclusión llegará el lector tras acabar su libro?

Hay quienes desde el principio va contra el discurso de Segismundo, probablemente porque me conocen de antes y saben cuáles son mis ideas. Otros me han dicho que empiezan creyendo el relato del protagonista, o sea que en efecto los ecomunales son los botijeros, los cuatro hippies de cada generación, pero que en cierto punto algo les hace click y empiezan a dudar. Entonces empiezan a pensar que quizás la realidad que se les está mostrando es una sesgada. Por otra parte, los hay que durante toda la lectura suscriben que los ecomunales son directamente unos perroflautas. Esa influencia diversa es la que quería transmitir: quería presentar una serie de creencias o propuestas con las que yo siento afinidad, pero no quería hacerlo explícitamente. No quería quería hacer un panfleto, sino dárselo a un señor con mirada hostil y que a veces acertara con las limitaciones de los que quieren cambiar el mundo. Quería hacer una novela que diera pie a discusión por la cantidad de interpretaciones posibles.

¿Cuál es su lugar seguro?

En cualquier crisis de nuestro tiempo, la familia ha sido el refugio. Sin la familia, seguramente las crisis habrían golpeado de una forma mucho más salvaje. Mi lugar seguro es mi familia, la de sangre y mi núcleo duro, mis amigos.

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