Opinión

La sociedad de la intolerancia

Entre las consecuencias de la crisis de la democracia liberal hay una particularmente aguda: la creciente falta de respeto por la opinión de quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia. En este texto adaptado para Ethic, el politólogo Fernando Vallespín desgrana alguna de las claves de su libro ‘La sociedad de la intolerancia’ (Galaxia Gutenberg), en el que reflexiona sobre el debilitamiento de una virtud –la tolerancia– esencial para el progreso.

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12
agosto
2022

Los múltiples y omnipresentes análisis de la actual crisis de la democracia suelen enfocarse en la propensión populista a disolver la división de poderes y tratar de controlar los medios de comunicación. Mi tesis es que este giro, ratificado por un considerable aumento del voto a este tipo de partidos, presupone algo previo: la erosión de la cultura política liberal y, en particular, de la tolerancia.

Explicar exactamente cómo se ha llegado a esta situación es demasiado complejo, pero no cabe duda de que uno de los factores tiene que ver con la nueva conformación del espacio público; con las nuevas condiciones de la comunicación introducidas por la incorporación del medio digital, donde se percibe una preocupante incapacidad para ofrecer una descripción del mundo mínimamente objetiva y compartida a partir de la que negociar nuestras muchas discrepancias.

En las redes sociales predominan los posicionamientos tajantes ante cualquier cosa: mucho rasgado de vestiduras, indignación, victimización, excitación, descalificaciones o desprecios mutuos. Además, la mayoría de las opiniones aparecen envueltas casi siempre en rígidas categorías morales o se cargan de emocionalidad. Y esto es la fuente de muchos problemas. Entre otras razones porque casi siempre se hacen desde alguna posición particularizada, encapsulada en alguna tribu, ya sea esta identitaria, ideológica o sujeta a cualquier otro criterio de adscripción. El espíritu que las informa no es la búsqueda del entendimiento, sino la confrontación.

«Cuando pasamos del pluralismo al tribalismo, las opiniones se endurecen y moralizan»

El resultado es que, sin apenas darnos cuenta, hemos pasado del pluralismo al tribalismo. Las opiniones se endurecen y moralizan, se hacen inmunes a la crítica o dan pie a una encarnizada polarización entre bloques. Y el individualismo se disuelve en identitarismo. Es como si prefiriéramos elegir no elegir para incorporamos a alguna de las identidades fuertes en concurrencia. Sin embargo, esto resulta en una suerte de cesión de nuestra autonomía individual a favor de la de las identidades adscritas a las que no nos vinculamos por convicción racional o por afinidad de intereses –como solía ocurrir con nuestras opciones ideológicas–, sino por una sintonía puramente emocional.

¿Qué tiene que ver esto con la tolerancia? Que la tolerancia presupone siempre un componente de rechazo hacia determinadas ideas, actitudes, creencias, prácticas, personas o grupos. Solo merece ser tolerado lo que nos desagrada o lo que desafía nuestros principios, cosmovisiones o formas de vida. Si algo nos deja indiferentes o lo aceptamos sin más, nuestro concepto sobra, carece de sentido.

Pero hoy nos encontramos con lo contrario: con el rechazo frontal al discrepante, al que no encaja en lo que pensamos y que, en algunos casos, como en la famosa «cultura de la cancelación», se ve incluso como merecedor de alguna sanción y se considera que debe ser apartado del espacio público. Así, el perímetro de lo intolerable, reducido convencionalmente a lo que no se ajusta a nuestros principios fundamentales, se amplía.

«Las sociedades plurales y diversas precisan de algún cemento normativo, algunos principios que permitan la convivencia de tanta diversidad»

Las consecuencias de esto son importantes, porque parece que cada una de las principales concepciones del bien pretende erigirse como la única con la capacidad para definir cómo hemos de vivir o pensar todos, por romper la neutralidad del Estado respecto del conjunto de concepciones del bien, del pluralismo de valores. El debilitamiento de estas prácticas apunta hacia una grave puesta en cuestión de nuestros fundamentos normativos –los propios de la filosofía política liberal–, que parecen haber perdido su anterior solidez y eficacia.

No en vano, ellos se encargaban de definir los límites de lo tolerable e intolerable. Quizá es excesivo decir que las otrora sólidas distinciones que dotaban de armazón a nuestros sistemas liberal-democráticos están siendo deslegitimadas, pero es innegable que gran parte de la actual contenciosidad política gira en torno a su redefinición y contestación, en todo o en parte.

Y esto nos lleva a una consideración final. Si se nos resquebraja ese consenso normativo, ¿qué es lo que nos unifica? ¿Qué nos cohesiona? Porque las sociedades plurales y diversas precisan de algún cemento normativo, algún terreno común, algunos principios que permitan la convivencia de tanta diversidad y consigan sumar voluntades para hacer frente a los formidables desafíos del futuro.

La actual crisis de Ucrania parece habernos hecho más conscientes de que son precisamente esos principios o valores los que permiten entender a la cultura occidental como un nosotros. No deberíamos temer al choque de sus posibles interpretaciones. Lo llevamos haciendo desde hace un par de siglos para ir adaptándolos al cambio social y poder acoger así el nuevo pluralismo y diversidad de nuestras sociedades. Pero precisamente por esto mismo hemos de estar alerta ante el riesgo de que esas instituciones y prácticas que son su condición de posibilidad puedan acabar desvaneciéndose.

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