Sociedad
La lentitud y el olvido
Como afirmaba el novelista Milan Kundera, la velocidad nos hace olvidar, pero solo cuando creemos que una vivencia no es tan importante como para dedicarle tiempo. Desgraciadamente, tendemos a reaccionar así ante las experiencias positivas. ¿Por qué tenemos prisa por vivir, pero nos demoramos en sobrevivir?
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Como si de una despensa se tratase, hay parcelas de nuestra memoria con fecha de caducidad. Para el novelista checo Milan Kundera, ese tiempo de vencimiento dependía enormemente de nuestro ritmo de vida. «Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido», llego a afirmar. No le faltaba razón: en una sociedad que pretende saborear cada minuto, pero que a la vez no levanta el pie del acelerador, recordar lo importante es casi tan complicado como olvidar lo banal.
Para entender la relación entre la velocidad y el olvido, primero debemos diseccionar nuestro cerebro. Nos topamos con dos teorías psicológicas: la estructuralista, que defiende que la memoria se organiza en compartimentos, y la procesual, que como su propio nombre indica, prima los procesos frente a las estructuras. Si bien enfrentadas, son posturas compatibles.
Según la mayoría de aportaciones estructuralistas, existen tres tipos de memoria. La más resistente al olvido es la memoria semántica, aquella que se relaciona con los conocimientos que poseemos sobre el mundo que nos rodea: cómo se conjugan los verbos, quién escribió El Quijote, cuál es la capital de Francia o cuántas horas tiene un día. Recordamos estos detalles de forma automática, aunque a veces suframos interferencias y seamos presa del fenómeno lo tengo en la punta de la lengua.
La memoria episódica, que hace referencia a todas nuestras vivencias autobiográficas, es el compartimento que más deterioro sufre con el tiempo
Complementaria los conceptos semánticos, nos encontramos a la memoria episódica, que hace referencia a todas nuestras vivencias autobiográficas. Es el compartimento que más deterioro sufre con el tiempo; si bien hay recuerdos que se quedan adheridos a nuestras neuronas, es muy frecuente que otros se conviertan en anécdotas confusas, reminiscencias atenuadas del pasado. Adicionalmente, existe una memoria completamente inconsciente: la procedimental, que nos permite recordar cómo se hacen las cosas sin ningún esfuerzo cognitivo, por ejemplo, montar en bici, freír un huevo o caminar.
Estas tres estructuras construyen nuestros recuerdos, pero dependen del nivel de procesamiento al que sometemos a nuestras experiencias vitales, postulado básico de las teorías procesuales. Encontramos la demostración perfecta de dicha influencia en el poder de las críticas. Veámoslo con un ejemplo.
Durante la adolescencia, el profesor de literatura pide a la clase que lea un fragmento de La Celestina en voz alta. Es el turno de un estudiante tímido. Comienza a leer, pero un compañero se mofa porque su dictado es demasiado lento, torpe, con un leve tartamudeo fruto de los nervios. Al llegar a casa, el joven rememora esa anécdota tan desagradable o, en términos técnicos, reprocesa el trauma una y otra vez. ¿El resultado? A nivel episódico, aquel día de clase se convertirá en un recuerdo imborrable.
Queremos olvidar rápido lo que nos daña o desagrada, pero la memoria no funciona así: cuanto más nos esforzamos por dejar atrás un recuerdo hiriente, más se aferra a nuestro cerebro
Desde un punto de vista semántico, al alumno puede costarle recordar de qué trataba La Celestina porque estaba más centrado en no trabarse al hablar que en entender el texto. Finalmente y adentrándonos en la memoria procedimental, un hábito que debería ser automático y sencillo como es leer en voz alta, se convierte en una tarea dificultosa que se realiza con torpeza.
Si bien lo que se acaba de describir es una situación muy específica, lo cierto es que vivimos experiencias similares prácticamente a diario. «Un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él», narraba Kundera en su libro La lentitud.
La prisa, rasgo central de la vida que llevamos la vasta mayoría de mortales, es incompatible con el placer, pero hermana de la vergüenza: queremos olvidar rápido lo que nos daña o desagrada, sea un tropiezo en mitad de la calle o la ruptura con el amor de nuestra vida, pero la memoria no funciona así. Cuanto más nos esforzamos por dejar atrás un recuerdo hiriente, más se aferra a nuestro cerebro.
Por el contrario, nos obsesiona acumular sensaciones agradables cuando ya forman parte de nuestro pasado, puesto que mientras tienen lugar estábamos presentes en cuerpo, no en mente. Es imposible recordar la felicidad que sentiste en un concierto si te pasaste la mitad de éste con el móvil en la mano o te costará evocar la cara de felicidad de tu hijo en su cumpleaños si estabas discutiendo con tu pareja porque la tarta era de crema en vez de chocolate. Pensamos que los recuerdos se consolidan solos, pero se forjan en función del mimo que dedicamos a nuestras experiencias constructivas y se deshacen mostrando indiferencia hacia las experiencias destructivas.
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