Opinión

Elegía a ese cine

Las salas de cine llevan décadas sufriendo una pérdida constante de popularidad, asistencia y beneficios: la pandemia y el imparable auge de las plataformas digitales han exacerbado una muerte que ya era agónica. Su clausura nos deja sin una experiencia audiovisual única.

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02
agosto
2022
Fotograma de ‘Cinema Paradiso’.

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Un cine ha muerto. Da igual cuándo lea esto. Las salas de proyección llevan décadas sufriendo una pérdida constante de popularidad, asistencia y, sobre todo, de beneficios. El imparable auge de las plataformas digitales, sumado a la pandemia, no ha hecho sino exacerbar y acelerar este agónico desangre, dejándonos, día sí y día también, noticias tan desesperanzadoras como el inminente cierre de los icónicos Cines Conde Duque de Madrid, anunciado el pasado 12 de julio. Pese a que las plataformas audiovisuales permiten una mayor democratización de la cultura audiovisual, lo cierto es que la liquidación de un cine no supone solo el fracaso económico de un modelo de negocio, sino la pérdida irrecuperable de los elementos culturales, sociales y sensoriales incorporados en dichos espacios.

Con respecto a su aspecto cultural, cabe retroceder a los albores del cine, a comienzos del siglo XX, donde un joven André Breton quedaba cautivado porque, como bien apunta Georges Sebbag en su estudio Breton et le cinema (Nouvelles éditions Place), «la pantalla, la película, la sala y el público se le antojaban entonces como los elementos constitutivos de una nueva mitología, la mitología moderna del cine». Estos elementos que fascinaban al escritor tuvieron un impacto mayúsculo en el desarrollo de su característica escritura automática y en su fundamental Manifiesto del Surrealismo, y con ellos, en la Historia del Arte y la Historia de la Humanidad. ¿Cómo habrían sido las vanguardias históricas sin la influencia de los cines sobre Breton? Sin duda, el panorama actual y nuestra herencia cultural habrían sido muy diferentes. Y eso que el de Breton es solo uno entre múltiples casos similares.

Las referencias a las bondades de las salas de cine abundan en nuestra cultura. En variopintos filmes como Adiós, muchachos, de Louis Malle; Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges, o Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore. En estos tres ejemplos las salas de cine –ora improvisadas precariamente, ora siendo espacios locales y consolidados– se presentan como una suerte de templos a través de los que se vertebra la sociedad, por reducida que esta sea, y donde las miserias compartidas e individuales se esfuman temporalmente, dejando el embelesamiento colectivo y simultáneo de los espectadores como antídoto a una realidad hostil y amenazadora.

Si el cine, referenciando al arte, es en múltiples ocasiones una representación de la realidad, ¿cuántas veces habrán sido las salas de cine el consuelo de muchos? ¿Cuántos amoríos y tertulias dejarán simplemente de poder ser las anécdotas que bañen las paredes de las salas y los recovecos de nuestra memoria? 

«La liquidación de un cine es la pérdida irrecuperable de los elementos culturales, sociales y sensoriales incorporados en dichos espacios»

Con el cierre de los cines se desligan dos elementos constitutivos de la mitología moderna del cine: la sala como espacio compartido y la el espectador como cómplice o partícipe. Sin estos dos pilares fundamentales, la experiencia queda mutilada y su sustituto –que no es otro sino el visionado individual en nuestras casas– se presenta como un engendro que insiste en poder proveernos, aun siendo esto imposible, con la misma sensación consiguiendo, sin embargo, alimentar un individualismo que se expande impetuosamente por todas las esferas de nuestra sociedad.

Dejando ritos y herencias culturales a un lado, la experiencia de una obra audiovisual en una sala es única: sumado a la total inmersión del espectador, hay ciertos elementos cinematográficos, como el sonido o el color, cuyo impacto sensorial varía objetivamente en función del tamaño de la pantalla y la potencia de los altavoces.  Con respecto al sonido, un ejemplo bastante ilustrativo es Week-end, de Jean-Luc Godard, done el director francés emplea durante más de seis minutos la estridencia de los cláxones para enervar al espectador, sumergiéndole en la irritabilidad y frustración que supone encontrarse en un atasco –ni que decir tiene que el efecto es completamente diferente cuando el sonido surge  tímidamente de nuestros ordenadores o televisores–.

«Al igual que toda religión es inconcebible sin sus templos y comunidades de adeptos, el cine tampoco se puede admitir sin sus salas, sus espectadores y su oscuridad»

Por otra parte, el impacto del color es aún más complejo que el del sonido. Es bien sabido que los colores poseen características propias que nos afectan inconscientemente. Por ejemplo, como exponen Michael Ryan y Melissa Lenos en su An Introduction to Film Analysis: Technique and Meaning in Narrative Film, el rojo, al ocupar un espacio muy expansivo en el espectro cromático y absorber menos proporciones de luz, afecta al ojo humano de una forma más violenta y se tiende a asociar inconscientemente con la zozobra o la intranquilidad.

En cambio, estas mismas propiedades son distintas en el color azul y, por ende, percibimos las imágenes en las que este color predomina como más estables. Así, la transición de un color a otro puede provocar un efecto físico, más o menos agresivo, en el ojo humano y con ello en nuestra percepción del filme. Este se amplifica con el tamaño de la pantalla: a mayor espacio físico ocupado por dicho color, mayor será el efecto causado tanto en nuestros órganos –el ojo como receptor y el cerebro como intérprete– como en la lectura del filme en cuestión por parte del espectador.

La imparable clausura de cines es una tragedia porque nos priva del sustrato social que formará futuras anécdotas e influencias, al igual que nos conduce a un insalvable aislamiento en el que el cine no es más que un bien de consumo, engullido con insaciable gula. Si todo sigue así, las salas repletas de leyendas desaparecerán, las tertulias y reflexiones decaerán y la mayoría de las futuras producciones audiovisuales se caracterizarán por la simpleza, pues, ¿por qué invertir en ingeniosas herramientas audiovisuales cuando el impacto va a ser mínimo?

En definitiva, al igual que toda religión es inconcebible sin sus templos, ritos y comunidades de adeptos, el cine tampoco se puede admitir sin sus salas, sus espectadores y su oscuridad. Si queremos seguir explorando las posibilidades artísticas que nos puede ofrecer, lo primero que hemos de hacer es dejar de destruirlo.

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