Cultura

«Irse del pueblo a Madrid está idealizado»

Fotografía

Felipe Hernández
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27
junio
2022

Fotografía

Felipe Hernández

La «facendera» es un tipo de trabajo comunitario que moviliza a todo un pueblo con el mismo fin, pero ‘Facendera’ (Anagrama) también es la palabra que da nombre a la primera obra de Óscar García Sierra (Llanos de Alba, 1994). La historia, ambientada en un pueblo de León cuyo nombre no se menciona, funciona de modo similar a una colección de cuentos que discurren como piezas de un puzzle infinito, reconstruyendo la vida de jóvenes marcados por la precariedad laboral, el fracaso escolar, el éxodo a las grandes ciudades y la cruda realidad de las zonas desindustrializadas de la España vacía. La narración se estructura entorno a la demolición de la Central Térmica de La Robla, que durante medio siglo dio de comer a la comarca. García Sierra, licenciado en filología hispánica, da el salto de la poesía a la novela narrando los duros derroteros del desempleo, los ansiolíticos y el sexo, pero también del cierre de las minas leonesas, de los coches ‘tuneados’, de las drogas y del hastío vital que rodea a cada uno de los personajes principales.


Facendera recuerda el cierre de la Central Térmica de La Robla en 2020, cinco décadas después de su apertura. ¿Escribes de un mundo que se está muriendo? 

Nunca pensé que la demolición de la central [acontecida en mayo de este mismo año] ocurriría tan pronto. Ha coincidido con la publicación del libro de casualidad. Cuando vi el derrumbe de las chimeneas sentí un nudo en el estómago, como cuando se separan tus padres y sientes que está pasando el tiempo y las cosas cambian sin darte cuenta. No me afectó tanto como para no salir esa noche, pero sí pensé que se moría una época. Me acordé de cuando era pequeño y volvíamos a casa en coche con mi familia: asociaba el hecho de ver las chimeneas a saber que estábamos llegando a casa; lo mismo que cuando le decías a alguien que eras de la Robla y enseguida lo relacionaba con la central. Una cosa es saber que cierran las fábricas y que llega el fin de las minas, pero ver esa desaparición de una forma física me impactó. Quería reflejar esa sensación de agobio, de sentir que algo está muriendo y que aún repercute en la gente.

«Como si bastase una explosión para que un lugar deje de encontrarse donde lo dicen los recuerdos», escribes en el libro. ¿Hay cierta voluntad por homenajear tus orígenes leoneses o incluso la España vacía?

Me interesa el colapso de los pueblos, pero no es el tema central. Escribo de León porque he vivido allí hasta los 18 años y me sale de forma natural, pero podría haberlo ambientado en un pueblo de Galicia; si no conoces las cosas de las que hablas, el resultado puede ser un desastre. 

«Si no conoces las cosas de las que hablas, el resultado puede ser un desastre»

Los personajes principales de Facendera recurren al sexo y a las juergas, entre otros, para sobrellevar el hastío vital. ¿Crees que existe una tristeza común y asimilada entre los jóvenes?

Puede que la gente de mi edad se sienta identificada con esa tristeza, pero la idea general es que ese hartazgo vital es general y no depende de la edad. Yo tengo ansiedad por vivir ciertas cosas, pero seguro que mi abuelo también la sufría hace 50 años por otros motivos. En el libro hablo de los padres que no saben cuándo se les va a acabar el curro, por ejemplo. Todos hemos asimilado la obligación de trabajar al máximo y ser siempre productivos, y eso agota. Es como cuando te vas de after varios días seguidos para huir hacia delante y compensar la frustración que tienes en el curro o los estudios. Si el fin de semana aguantas varios días de farra sin parar, no piensas en lo que te espera el lunes por la mañana. Quizá la tristeza destaca porque la narración está muy cargada de frases depresivas, y ese es mi estilo: algunos fragmentos son versos de poemas que tenía pendientes.

Hay muchas frases metafóricas, como «las últimas tardes de verano en el pueblo parecen un plato de cocido medio vacío». ¿El bagaje de la poesía ayuda o contamina a la hora de escribir una novela?

Creo que contamina más que ayuda. Siempre he escrito poemas, pero estaba un poco aburrido porque empezaba a repetirme. Al principio tenía muchas frases que me gustaban mucho e intentaba meterlas como fuera, pero el problema es que es difícil estructurar el estilo de un poema en una novela, y muchas veces no es necesario. Lo que más he trabajado realmente han sido las imágenes. Siempre les he dado mucha importancia. Las escenas de la primera parte, por ejemplo, me las imaginaba como una película. Claro que quería representar la parte industrial, del pueblo y de la montaña, pero me obsesionaba sobre todo el tema de la imagen.

El narrador cuenta historias para engatusar a la chica que le gusta como sea. ¿El amor nocivo es un factor estructural de la historia? ¿Hasta qué punto es autobiográfico? 

No entiendo el amor como sale en la novela, pero precisamente lo he intentado estructurar así porque son los pensamientos de un adolescente. Cuando eres más joven se pueden aprovechar de ti con más facilidad porque no tienes experiencia, y entonces surge la idea de hacer daño antes de que te lo hagan a ti. Hago un retrato de lo que da vergüenza o no es demasiado sano, pero lo hago desde la ficción y, en particular, desde la adolescencia. Ahora mismo tengo relaciones sanas y creo que el amor puede ser un refugio en el que olvidarse de los problemas ya que, aunque las cosas vayan mal, está la persona que quieres a tu lado. Hablamos mucho del amor que surge con una pareja para toda la vida, pero también vale una relación efímera que no dura mucho, así como el amor por los amigos. 

«El amor puede ser un refugio en el que olvidarse de los problemas»

Mencionas el abandono de las zonas rurales cuando dices que hay más «carteles de se vende» que ventanas. ¿Hay cierta nostalgia en el relato de un país que prioriza las grandes ciudades?  

No lo creo, y no me gusta idealizar el pasado. Madrid es un pueblo grande, La Robla es como una villa; no son tan diferentes. En el fondo, Madrid y La Robla son muy parecidas: me gusta pensar que si esta última hubiera estado en el centro de España seguramente hubiera sido la capital. Trato algunos temas comunes de la España vacía, como ocurre con el tema de las misas o las casas de apuestas, pero sobre todo hay temas específicos de la relación entre León y Valladolid, como por ejemplo la anexión de León a Castilla, que impidió que esta fuera una comunidad única con su propia importancia. Cada semana leo noticias que hablan de fábricas que iban a abrir en León y que finalmente se abren en Valladolid, y eso da rabia. 

El protagonista le cuenta a Aguedita historias del pueblo desde un after en Madrid. ¿Hay cierta idealización en el cambio del pueblo a la ciudad? 

Irse del pueblo a Madrid está idealizado, pero como muchas otras cosas. Esa idea de que la universidad te asegurará un buen futuro también es un mito que hemos interiorizado. Creo que lo que está idealizado no es tanto la ciudad en sí como las posibilidades de futuro que a veces se cree que pueden surgir tan solo por vivir aquí. Cuando yo me fui del pueblo hace nueve años terminé en Valladolid de rebote, pero lo que quería era venir a Madrid: tenía muchas expectativas de los planes que se podrían hacer y, aunque tuve una época en la que no era capaz de disfrutar los planes y adaptarme a ellos, Madrid ha sido tal como me lo había imaginado. Depende mucho del carácter de la persona, pero cuando paso dos semanas en el pueblo ya me estoy agobiando por lo que me pierdo en la ciudad.

Destacas el tema del fracaso escolar y el paro. ¿La brecha generacional condiciona la concepción del empleo y los estudios?  

Hay muchas referencias en la cultura popular a esa idea de que, si alguien no quiere estudiar, debe ponerse a trabajar. Cuando estaba en el instituto, mi padre dijo que no quería estudiar y mi abuelo le respondió que se pusiera con el camión sin cuestionar nada más. Cuando yo nací, la situación se invirtió: si decía que quería ponerme a trabajar, mi madre me mandaba a estudiar. En mi pueblo se puede ver muy bien esta brecha con los mayores. Como no pudieron ir a la universidad, te insisten para que aproveches esa oportunidad que ellos no pudieron tener. Creen que por ir a la universidad todos los problemas se van a solucionar, que tendremos la vida resuelta, y quizás antes fuera así, pero ya no. 

En la novela te refieres a los ansiolíticos como ladrillos que todo el mundo consume para aplacar la ansiedad. ¿Esa diferencia cultural entre jóvenes y mayores se ve también en el modo de consumir drogas?  

Sí, noté muchísimo el cambio de mentalidad a este respecto con el paso del tiempo, incluso entre gente de mi edad. Hace diez años muchos amigos míos no sabían lo que era un ansiolítico. Recuerdo tomarme unos en una casa rural cuando tenía 19 años: estaba mal visto. Ahora casi todos lo consumen con cierta regularidad, los de mi generación ya lo tenemos muy normalizado. Cuando no necesitas hacer una terapia psiquiátrica de meses y basta con ir al médico de familia para que te receten ese tipo de medicamentos, es normal que aumente el uso de esas drogas. En este sentido, en el libro también hablo de los cotilleos y los rumores: en un pueblo todo el mundo se entera de lo que tomas. Escribo sobre esa vergüenza que da reconocer que los necesitas y el miedo a que te tomen por un loco, que es precisamente por lo que algunos personajes prefieren recurrir al camello para conseguir los ladrillos.

«Hace diez años muchos amigos míos no sabían lo que era un ansiolítico; ahora casi todos lo consumen con cierta regularidad»

Está muy presente esa cultura del cotilleo de pueblo y la rumorología. ¿Has jugado narrativamente con esa herramienta de la exageración dramática de las historias?  

En algunos momentos las historias pueden resultar violentas o patéticas justamente por esa manía típica de los pueblos de exagerar todo. El narrador cae en eso: no tiene experiencia suficiente, vive fuera y puede contar las batallitas que quiera como si fuesen suyas, porque nadie va a saber que está mintiendo. Sucede mucho en los pueblos: la gente sabe que hay muchas anécdotas que son mentira, pero se siguen contando y, al final, todo el mundo adopta esa versión. No hablo tanto del cuchicheo como de las historias que se distorsionan por fanfarronería y que con el paso de los años se van exagerando poco a poco. Esta idea surgió de una de mis ideas de adolescente, cuando pensaba que las relaciones funcionaban como un curro donde te evalúan y en el que si conocías a una chavala tenías que tener cierta experiencia para no quedar mal. 

La masculinidad tóxica también está presente en Facendera. ¿Es algo propio de una época concreta? 

Todos la hemos protagonizado en algún momento. Aunque ahora no lo recuerde, seguro que yo he fardado en alguna ocasión para ligar cuando era más joven. En el libro, el protagonista quiere captar la atención de la chica y hace lo que sea para lograrlo. Creo que hay que diferenciar la actitud que un adolescente puede tener en el pueblo cuando es un crío de la actitud que tiene más tarde, cuando ha madurado en una gran ciudad. Me parece injusto comparar la actualidad con el pasado, son contextos distintos. Quizás me hubiera gustado tener más referencias para ver las cosas en perspectiva cuando era adolescente, porque hasta que no me fui a Madrid no me di cuenta de muchas cosas, pero tampoco me arrepiento. Al margen de lo que pueda ser cuestionable o más o menos ético, agradezco haber vivido la adolescencia en Llanos de Alba y haber podido cuestionar y aprender de las experiencias allí; sin eso, esta novela no sería la misma.  

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