Espía a ritmo de jazz: vida y muerte de Josephine Baker
La intensa y sorprendente vida de la artista afroamericana logró aglutinar y sintetizar las complejas evoluciones surgidas a lo largo del siglo XX.
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Icono mundial del escándalo, esta muchacha flaca, negra, magnética y espigada, cuyos bailes sincopaban el asombro, el deseo y la decencia, gustaba de pasear su ropa de guepardo por los Campos Elíseos. Josephine Baker era bailarina, cantante y actriz, pero también ejerció de espía para los aliados, llegándose incluso a vestirse con el uniforme militar francés y combatir en Marruecos; no fueron sus únicos hitos: también colaboró con la Cruz Roja, luchó por los derechos civiles, se casó cuatro veces y adoptó a 12 niños. Conoció la gloria y la miseria y su voz, sobre todo, inauguró la modernidad.
La espía nació en 1906 en el estado norteamericano de Misuri –uno de los lugares más hostiles posible para un afroamericano– como Freda Josephine McDonald. Lo hizo con su apellido materno; su padre, un músico callejero de origen español, se desentendió de la pequeña al poco tiempo. A los ocho años ya compaginaba sus escasos estudios con el trabajo doméstico en las casas de la gente blanca pudiente y, a los trece, abandonará la escuela. Baker se alimenta de lo que encuentra en la basura, deambulando por las calles y duerme sobre sus aceras. Finalmente, logra entrar a trabajar como camarera en un club donde conoce al que –con trece años— será su primer marido, Willie Wells.
Tras ganar un concurso de baile, Baker encuentra en los escenarios la posibilidad de una vida digna y hasta cierto punto luminosa, uniéndose al trío callejero Jones Family Band. En uno de sus conciertos, de hecho, conocerá al que será su segundo marido, el guitarrista de blues Willie Baker, de quien tomará el apellido por el que es conocida. Comienza entonces a ganar diez dólares semanales, y pronto se permite soñar: ¿por qué no triunfar en Broadway? El sueño crece y la empuja de tal modo que abandona todo y, con 16 años, se marcha a Nueva York con una voluntad y un talento que, en efecto, le permiten integrarse en el elenco del Music Hall. Tras dos años de gira, conoce en una de las actuaciones al agregado comercial de la embajada de Estados Unidos en París, Caroline Dudley Reagan, quien le ofrece 250 dólares semanales. Acepta y debuta en la capital francesa al ritmo de una orquesta de jazz: sus voluptuosos y desenfadados movimientos, su encantador descaro y su cuerpo asomando por prendas mínimas e insuficientes para contener el decoro provocan primero el escándalo, luego el furor y, por último, un entusiasmo unánime.
Picasso la describió con «una sonrisa que liquida todas las demás sonrisas»
Josephine luce una sonrisa única –de esas que son capaces de absolver de cualquier falta– mientras baila el charlestón, y lo baila como nadie: se disloca temerariamente, anda a gatas, se agita furiosa, bizquea, llega al paroxismo; Baker estalla las formas mientras el público convulsiona, atónito en medio del espectáculo. Danse sauvage [danza salvaje] lo llamaron sin atisbo de duda.
Es una estrella rutilante, y pronto comienza a acumula «títulos» en la prensa. La llaman Venus de Bronce, Diosa Criolla, Perla Negra, Sirena de los Trópicos, la nueva Nefertiti, Venus de Ébano… Picasso la define como «alta, piel de café, ojos de ébano, piernas del paraíso y una sonrisa que liquida todas las demás sonrisas»; Hemingway lo hace como «la mujer más sensacional que nadie haya visto»; Sartre y Beauvoir la soñaban, Colette fue su amante y Georges Simenon, eterno aspirante al Nobel, hizo labores de secretario para ella. Desplazó a Gloria Swanson en el título de mujer más fotografiada del mundo, recibió 40.000 cartas de amor y 2.000 proposiciones de matrimonio. Jazz, dadá, arte negro y picardía: esa era la fórmula con la que lograba embelesar a los demás.
Pronto abrió su propio club, el llamado Chez Josephine, y se convirtió en la primera mujer en protagonizar una película, Zouzou; no sería la única: La sirena de los Trópicos, Princesa Tam-tam, Moulin Rouge. Al mismo tiempo, posaba como modelo y ejercía de pin-up.
Siendo una estrella regresó a Estados Unidos, donde aún se le negaba la entrada a locales, hoteles y restaurantes por el mero hecho de ser negra; a ello se sumaba que, según los sensibles límites de la época, Baker era «promiscua». Adquirió entonces la nacionalidad francesa y volvió a casarse una vez más, en esta ocasión con el magnate del azúcar Jean Lion.
Al estallar la II Guerra Mundial, Baker se unió a la resistencia francesa, llegando a ser subteniente auxiliar en la Fuerzas Aéreas
No obstante, Baker era de todo menos frívola, y así lo demostró en los acontecimientos posteriores: al estallar la II Guerra Mundial se unió a la resistencia francesa, fue subteniente auxiliar en la Fuerzas Aéreas, levantó con su voz la moral de las tropas y actuó como espía, ocultando mensajes cifrados entre sus partituras. Viajé por España y Portugal, entonces terreno abonado para nazis, de quien recabó valiosa información. También colaboró con la Cruz Roja, tal como se mencionó antes: hizo de enfermera, repartió alimentos, promovió la solidaridad entre los ciudadanos y visitó numerosos hospicios. En Marruecos, por ejemplo, ayudó a numerosos judíos a escapar hacia Latinoamérica. Cuando acabó el conflicto, todos sus méritos fueron reconocidos: obtuvo la Legión de Honor de manos del general De Gaulle.
Con su cuarto –y definitivo– marido, el director de orquesta Joe Bouillon, compró una mansión en Dordoña, donde se instaló con sus 12 hijos adoptados, a los que llamó «la tribu del arcoíris»: una histerectomía, practicada tras alumbrar un niño muerto, la dejó estéril.
Mientras tanto, en Estados Unidos continuaba la sistémica discriminación racial. La ola de indignación surgida tras el impune asesinato del joven afroamericano Emmett Till, en Misisipi, se hacía cada vez más incontenible. Por supuesto, hasta allí viajó Josephine Baker para participar en la Marcha de Washington, junto a Martin Luther King, vestida de militar. Fue la única mujer que habló a los asistentes en un día que quedaría marcado en la historia: el 28 de agosto de 1963.
Para entonces, sin embargo, su ruina económica ya era un hecho: mantener su mansión y su extensa familia no permitía cuadrar ninguna clase de números. Brigitte Bardot se involucró personalmente pagando sus facturas, y la princesa de Mónaco, Grace Kelly, le proporcionó un castillo en Milandes, la Costa Azul, donde se instaló el resto de su vida, apenas 10 años: en abril de 1975, un derrame cerebral acabó con ella a la edad de 68 años. Incluso muerta, Baker siguió marcando los pasos hacia un mundo más equitativo. Su última distinción fue ser la primera mujer negra enterrada en el Panteón Nacional de París, donde reposan los restos de Víctor Hugo, Rousseau, Marie Curie o Voltaire. En su ataúd se echaron cuatro puñados de tierra, como si se tratasen de los puntos cardinales de su vida: uno de Misuri, otro de París, otro de Châteao de Milandes, donde estaba emplazada su mansión, y otro de Mónaco.
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