Cultura

‘Better Call Saul’: el fin del hombre hecho a sí mismo

La sucesión de engaños elaborados en la serie refleja la profunda angustia de una clase media cada vez más degradada que se dejó llevar por el mito de que el triunfo depende únicamente del esfuerzo cuando lo hace, en gran parte, de la posición económica de origen.

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14
junio
2022

No es un abogado que se ciña a los estereotipos habituales. Así lo demuestra su ropa, la capa más superficial de su identidad: zapatos lustrosos, corbatas con patrones desbocados y camisas de estridentes colores conforman la extravagante imagen de Saul Goodman. Su apariencia de feriante no es casual; con ella rompe la imagen formal y monolítica que se suele atribuir a la ley, fracturando así los supuestos más básicos establecidos por los abogados más prestigiosos, tal como hará en adelante a través de las pequeñas trampas elaboradas en cada uno de sus juicios. No es para menos: Goodman pasará de ser un mediocre timador callejero en Chicago a uno de los abogados con más popularidad del estado.

A través de las seis temporadas de la serie Better Call Saul (AMC) observamos cómo el abogado –cuya primera aparición tiene lugar en la serie Breaking Bad– supera cada uno de los obstáculos que van surgiendo en su contra: de conducir un coche descascarillado, abigarrado en una miserable mezcla de colores, pronto pasa a codearse con algunos de los grandes bufetes del estado norteamericano de Nuevo México. Poco a poco se convierte en un hombre hecho a sí mismo (en inglés, self-made man), si bien pronto será arrastrado por un torbellino que le hará naufragar: acostumbrado a realizar timos de poca monta, Goodman terminará enfangándose poco a poco con criminales y, finalmente, sobre el resbaladizo terreno en el que le colocará uno de los numerosos cárteles mexicanos.

«Lo crucial es de dónde proviene el descenso de ese torbellino destructivo, y creo que está bastante claro que este es paralelo al del imperio americano, al igual que ocurre con el subsiguiente efecto en la población de Estados Unidos. Es lo que habitualmente se ha calificado como ‘el final del sueño americano’», defiende Dennis Broe, autor de Birth of the Binge and  Diary of A Digital Plague Year. «La pérdida de nivel de vida es un hecho, y ha resultado ser especialmente dolorosa para el norteamericano medio».

Los ardides ideados por Saul Goodman (siendo uno la pronunciación fonética de su propio nombre: «it’s all good man»; en castellano, «todo está bien») se encaminan en esta misma dirección: si cada vez es más difícil mantenerse en una posición digna o, al menos, adecuada a las propias expectativas propias, ¿por qué no intentarlo todo?

Broe: «La pérdida de nivel de vida es un hecho, y ha resultado ser especialmente dolorosa para el norteamericano medio»

«Better Call Saul y otras series, como La ciudad es nuestra y Ozark, presentan siempre a la clase profesional norteamericana bajo una creciente presión por mantenerse a flote», explica Broe. Así ocurre en cada capítulo del abogado, donde somos testigos de cómo se forja la figura de Saul Goodman bajo la constante tormenta que nunca arrecia: primero es rechazado por su hermano, posteriormente lo será por la élite de la comunidad legal de Nuevo México y, por último, cuando termine siendo buscado por la ley, por el conjunto de la sociedad. Impasible, le vemos atravesar una y otra vez las nubes a cualquier precio, agarrándose al escalón de una sociedad –con una vida cada vez más cara y polarizada– que parece estar deshilachándose.

Goodman también se ve obligado a mantenerse a flote, por lo que no parece importarle continuar realizando toda clase de trampas una vez llegado a su destino, al igual que los protagonistas de Ozark. Al contrario: estas son en su caso, al menos en parte, su venganza contra aquellos que le rechazaron por su turbulento origen. Apenas le importan, y así lo demuestra cuando una postulante a una de las becas de los mejores bufetes de Albuquerque es rechazada por unos leves antecedentes penales: «Te dicen que tienes una oportunidad, pero es mentira: ya sabían la decisión que iban a tomar antes de que entrases por la puerta. Cometiste un error y no lo van a olvidar. Para ellos, tú tan solo eres tu error […], pero no vas a jugar con esas reglas. Vas a hacer trampas y vas a ganar».

Parece derrumbarse, entonces, la idea del hombre hecho a sí mismo: ¿puede uno alzarse por sí mismo si la competición está amañada o, por el contrario, debe de amañarse la competición? Y si es así, ¿qué precio hay que pagar para alcanzar lo que uno quiere? «La noción del hombre hecho a sí mismo implica una carrera sin fin abierta a todos, pero no todos parten de la misma posición», escribe la profesora Heike Paul en su libro The Myths That Made America. Es decir que, en gran medida, nuestras vidas están condicionadas no tanto por nuestro esfuerzo sino por la posición desde la que partimos. No es casual la postura que mantenía el sociólogo Daniel Bell cuando afirmaba que «el crimen organizado se parece al tipo de empresa implacable que los norteamericanos exitosos siempre han llevado a cabo».

El ‘self-made man’ ya no es el hombre capaz de superar los obstáculos, sino que se convierte en un mito que ofrece un buen rostro

El self-made man deja entonces de ser un hombre capaz de superar los obstáculos y de competir libremente para pasar a convertirse en un engranaje lubricado por unas trampas cada vez más necesarias para sobrevivir; en otras palabras, se convierte en un mito capaz de ofrecer un buen rostro. Esta idea es parte de uno de los mitos esenciales del capitalismo: la meritocracia, la idea de que el sistema premia a aquel que más se esfuerza. No es algo propio únicamente de Estados Unidos. Así lo explica un estudio de ESADE al remarcar que «[en España] el ingreso de los padres influye en gran medida en el ingreso que sus hijos tendrán en el futuro, especialmente entre los niveles más altos de la distribución de la renta».

Otros apuntan que el 44% de las desigualdades de renta en nuestro país son explicables directamente por desigualdades de origen. En los propios fallos sistémicos reside su atractivo: «El self-made man adquiere a los ojos de sus semejantes un estatus de superioridad no tanto por las implicaciones económicas, sino por la ejemplaridad moral que conlleva su preeminencia en un marco social centrado en la competitividad y la supervivencia según la ley del más fuerte», sostiene Virginia Luzón, vicerrectora de Comunicación y Cultura en la Universidad Autónoma de Barcelona.

El 44% de las desigualdades de renta en España son explicables directamente por las desigualdades de origen

El valor del triunfo «ya no tiene lugar desde la perspectiva tradicional», sostiene Luzón. En Better Call Saul, a Goodman no le basta con situarse en la planta más alta de un edificio de oficinas: su éxito es una forma de venganza contra el mismo sistema que le perjudicó; ya no siente la necesidad de ser aceptado ni de jugar con las mismas reglas. «Vemos cómo muchos personajes evolucionan como el propio Goodman: traspasan los límites éticos y morales por una causa justificada desde su punto de vista moral como parte de ese sueño americano que se les ha prometido siempre y que cuesta tanto lograr», añade. La disminución de las expectativas de una clase media que languidece, así, se expresa a través de todo tipo –a veces, sin límite alguno– de artimañas. El propio abogado confiesa sus intenciones frente a nosotros, con sutileza, cuando canta  The Winner Takes It All en un karaoke, junto a su hermano.

Más allá del dinero, el triunfo consiste aquí en un reclamo de lo que es suyo y, por tanto, un reclamo acerca del lugar al que pertenecen; es decir, se trata de un ansia del estatus correspondiente: tanto Saul Goodman como Walter White, el protagonista –que pasa de ser un profesor de secundaria enfermo y mal pagado a levantar su propio imperio de metanfetaminas– de Breaking Bad, son hombres talentosos en sus respectivos campos que, al ser rechazados por las instituciones y el mercado, se ven haciendo equilibrismos desde una clase media cada vez más cercana a los márgenes de la sociedad.

En el caso de Better Call Saul, todo se vuelve evidente a través de un detalle: su nombre original y su viejo yo, Jimmy McGill, deja paso a una nueva identidad, Saul Goodman, cuando toma la decisión de no transitar los caminos socialmente marcados por defecto; lo mismo ocurre en Mad Men: el protagonista aprovecha un infortunio para cambiar su nombre, convirtiéndose de facto en un nuevo hombre. Como si, de pronto, ambos surgiesen realmente desde cero, sin mácula alguna. Algo que ya resumió Francis Scott Fitzgerald en El gran Gatsby: «No quería que pensaras que soy un don nadie».

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