Salud

El ¿poder? del placebo

¿Pueden las expectativas de una persona enferma condicionar el pronóstico de su patología? El efecto placebo ha demostrado que sí, si bien sus limitaciones y malos usos han dado pie a una revolución en las ciencias de la salud.

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Gareth Courage
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31
mayo
2022

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Gareth Courage

Ignacio tenía 38 años cuando fue diagnosticado de un trastorno depresivo. Llevaba varios meses sin apenas salir de casa, y aunque el motivo era que teletrabajaba, su círculo social achacaba su ausencia al miedo pospandemia. Ignacio tampoco cocinaba: pedía a domicilio o se alimentaba a base de comida rápida. Incluso había dejado de lado la lectura y otras aficiones, como pasear por la sierra e ir al cine, actividades que siempre le habían apasionado. De pronto, se encontró inmerso en un círculo vicioso de soledad y tristeza. 

Presa del desconocimiento, Ignacio acudió a un «experto en emociones» que le recomendó una mezcla de hierbas y aceites esenciales. Ambos fijaron una nueva cita para la semana siguiente y, durante esos siete días, llegó a mejorar sin entender muy bien ni cómo ni por qué. «Recuperé la energía y me sentía mejor, pero a la semana estaba peor que antes», confesó un año después. La razón, sin embargo, era sencilla: Ignacio fue presa de un potente –pero pasajero– efecto placebo. 

No se trata de un suceso aislado. Según el estudio El placebo en la práctica y en la investigación clínica, más del 90% de la medicina alternativa se sustenta en las expectativas de la persona, la confiabilidad del profesional o la creencia irracional de que un tratamiento es eficaz. Manifestaciones que se incluyen en su totalidad dentro del llamado efecto placebo, un fenómeno que ha dado pie a un cambio en el paradigma de las ciencias de la salud y, por supuesto, en su eje opuesto, las pseudociencias. 

Más del 90% de la medicina alternativa se sustenta en las expectativas de la persona o la creencia irracional en un tratamiento

Con excepción del coma y de ciertas enfermedades infecciosas, se ha demostrado que hay un sinfín de afecciones físicas y psicológicas –tanto agudas como crónicas– que son sensibles al efecto placebo: la depresión, por ejemplo, mejora en un 67 %, mientras que el dolor neuropático lo hace en un 62%, la fibromialgia en un 40% y la esquizofrenia en un 25%. Estos hallazgos, que se podrían utilizar para potenciar las terapias con estudios de eficacia y seguridad a sus espaldas, han sido utilizados en infinitud de ocasiones por los negocios pseudocientíficos, que se aprovechan del poder del placebo para potenciar las ventas a costa de la salud pública. 

El auge de las pseudociencias, de hecho, ha obligado al Ministerio de Sanidad a elaborar un Plan para la Protección de la Salud frente a las Pseudoterapias, mientras la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ha proporcionado un listado de más de 70 tratamientos que no han demostrado eficacia ni garantía de seguridad alguna y que, aún así, se siguen ofertando en numerosas consultas privadas. Entre ellos se cuentan el reiki, las constelaciones familiares, la numerología, el rebirthing y, por supuesto, la homeopatía, que continúa estando a la venta en un gran número de farmacias de nuestro país. La incógnita es por qué las pseudoterapias tienen tanto éxito sin ser eficaces ni seguras. La respuesta la encontramos en el a-mí-me-ha-funcionado (o, lo que es lo mismo, en el efecto placebo que corre de boca en boca). 

Basándonos en la definición oficial, un placebo es una sustancia que carece de acción farmacológica, como sería el caso de un jarabe a base de glucosa y equinácea que promete potenciar tus defensas. En principio, sus activos no harían efecto alguno, pero si quien lo ingiere cree a pies juntillas que su sistema inmunitario va a mejorar, poco después se sentirá con más vigor, incluso aunque a nivel microbiológico nada haya cambiado en su organismo. Lo mismo ocurre cuando «reequilibran tus energías» eliminando «bloqueos de traumas» a través del reiki. Si consumes homeopatía para un resfriado puede ocurrir algo similar: tras un par de días mejorarás. ¿La razón? Un proceso gripal no dura eternamente. Si te sometes a una sesión de decodificación bioenergética porque sufres ansiedad, quizás nada más salir te encuentre en calma: las emociones no son lineales. El problema llega cuando lo que buscamos aliviar es un trastorno serio y grave.

¿Puede superarse un cáncer con aromaterapia o una depresión con la programación neurolingüística? Y por supuesto, ¿puede la ingestión de hipoclorito de sodio curar el autismo? La respuesta es no: el alcance del efecto placebo puede ser grande, pero tiene sus limitaciones. Para entenderlas solo cabe recurrir a la psicobiología oculta tras la sugestión.

Esquivando ilusiones

En 1965, Ronald Melzack y Patrick Wall propusieron la teoría de la compuerta, un modelo innovador sobre la percepción del dolor. Según esta, cuando nos golpeamos el meñique con la esquina de la cama y sentimos una molestia, no solo influyen los nociceptores de nuestra piel y las vías que conectan los nervios periféricos, la médula espinal y el cerebro, sino que también participan las áreas responsables de cómo nos sentimos y cómo pensamos respecto al dolor, pudiendo ambas agravarlo o amortiguarlo. 

Esta teoría puso de manifiesto que nuestras creencias previas, nuestras expectativas y nuestras estrategias de afrontamiento son capaces no solo de hacer el sufrimiento más llevadero, sino incluso de mejorar el pronóstico de enfermedades crónicas. 

Casi cinco décadas más tarde, el Instituto Nacional de Salud (NIH) de Estados Unidos publicó un metaanálisis más riguroso de los mecanismos cerebrales que subyacen al efecto placebo. En él encuentran una explicación similar –pero más completa– a la que Melzack y Wall planteaban: la activación de la corteza cerebral, la ínsula, el tálamo y la amígdala predicen la magnitud del efecto placebo. Detrás de todos estos cambios biológicos nos encontramos el arma más poderosa: nuestra forma de pensar. 

Las neuronas responsables del dolor pueden permanecer latentes con el placebo durante un tiempo, pero volverán a activarse

Desgraciadamente, estos cambios se topan con una barrera, que es la de la biología y que, por supuesto, es inherente al problema inicial que intentábamos aliviar. Como se anticipaba líneas más arriba, 4 de cada 10 personas con fibromialgia experimentan una mejoría gracias al efecto placebo, pero en su cuerpo se produce a pesar de todo una lucha con un claro vencedor: mientras el poder del placebo nace de cambios cerebrales transitorios, las neuronas responsables del dolor siguen trabajando incansablemente porque así están programadas genéticamente. Pueden permanecer latentes durante un tiempo, pero volverán a activarse con lo que es un trastorno crónico.

Lo mismo ocurre con esas 6 de cada 10 personas con depresión que encuentran una mejoría en la pseudociencia: de poco sirve que tras una sesión de decodificación energética sientan alivio si al volver a casa no cuentan con ningún apoyo social, su situación socioeconómica es precaria y no tienen acceso a una terapia psicológica de calidad. El efecto placebo es, como señala el refrán popular, pan para hoy y hambre para mañana. 

Las limitaciones del placebo pueden suponer una jarra de agua fría para los defensores del vacío «querer es poder», pero lo cierto es que nos ofrecen un horizonte esperanzador en lo que a las ciencias de la salud se refiere. Parémonos a imaginar cuánto mejoraría el pronóstico del cáncer o de la esquizofrenia si a una terapia eficaz le añadiésemos el poder de las expectativas. No es cuestión de inducir una falsa esperanza en quienes sufren, sino de convencer a cada persona de que tiene más voz de la que cree en lo que respecta a su salud. Una voz que, además, nos hace dejar atrás el término de «pacientes» para empezar a hablar de agentes activos de cambio, aunque este venga dado por un efecto placebo con fecha de caducidad.

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