Siglo XXI

Clics contra la humanidad

El problema de internet no es la gran cantidad de información que genera, sino la gran cantidad de atención que absorbe. En ‘Clics contra la humanidad’ (Gatopardo), James Williams se adentra en nuestra pérdida de control e interés y los problemas sociales que conlleva.

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27
mayo
2022

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Cuando le dije a mi madre que me mudaba al otro lado del mundo para estudiar ética de la tecnología en una facultad casi tres veces más antigua que mi país, me preguntó: «¿Por qué te vas a un lugar tan viejo para estudiar algo tan nuevo?». En cierto modo, la pregunta llevaba implícita su respuesta. Trabajar en la industria de la tecnología era como escalar una montaña, que es solo una forma posible –muy próxima, muy práctica– de conocer la montaña. Pero si uno quiere ver la forma que tiene, dibujar su silueta o entender la relación que guarda con su emplazamiento geográfico, es preciso alejarse de la montaña unos kilómetros y volver la vista atrás. Para seguir indagando en los GPS averiados de mi vida, me parecía el paso adecuado. Si quería estudiar los tormentosos riscos de la industria tecnológica, necesitaba distancia, no solo distancia física sino también temporal. Distancia crítica, en definitiva. «Entre las rocas no puede uno pararse y pensar». A veces, el afán de ver lo que uno tiene delante de las narices es la pugna por alejarse de ello, para poder apreciarlo en su totalidad.

No tardé en descubrir que el propósito de distanciarme de la montaña de la industria tecnológica corría paralelo –y en muchos sentidos, contribuía– al propósito más general de distanciarme de todas las premisas de la era de la información. Supongo que nadie que haya vivido en una edad con nombre propio, se trate de la Edad del Bronce o la del Hierro, la conocería entonces por el nombre que lleva en la actualidad. Sin duda empleaban otros nombres, basados en premisas que el tiempo acabaría por invalidar. Por eso me irrita y desconcierta que hayamos bautizado triunfal y alegremente nuestra época como la «era de la información». La información es el agua en la que nadamos, la materia prima de la experiencia humana. Por eso la metáfora dominante del ser humano es el ordenador, y los grandes desafíos a los que nos enfrentamos se analizan siempre en términos de gestión de la información.

Así es como la gente suele hablar de las tecnologías digitales, en todo caso. Se supone que eso que las tecnologías gestionan, manipulan y trajinan es básicamente información. Por ejemplo: diez segundos antes de empezar a escribir esta frase, mi mujer ha entrado en el cuarto para decirme que «en la radio acaban de describir internet como “una cinta sin fin de información fraudulenta”». Cada día oímos multitud de comentarios similares en la radio, en los periódicos, en boca de amigos. Todos los temas relacionados con las tecnologías digitales se formulan instintivamente en términos de información; es natural que los problemas políticos y éticos que nos quitan el sueño tengan que ver también con la gestión de la información: la privacidad, la seguridad, la vigilancia, etcétera.

Los grandes desafíos a los que nos enfrentamos se analizan siempre en términos de gestión de la información

Tiene su lógica. Durante la mayor parte de la historia hemos vivido en entornos de escasez informativa. El objetivo implícito de las tecnologías informáticas fue, desde el principio, el de echar abajo las barreras que nos separaban de la información. Como la información escaseaba, cualquier nuevo dato era una incorporación muy bienvenida. Uno era capaz de asimilarlo e integrarlo en su concepción general del mundo. Hace 100 años, por ejemplo, si uno se plantaba en cualquier esquina de su ciudad y comenzaba a predicar, era muy probable que los transeúntes se parasen a escuchar. Tenían tiempo y atención de sobra. Y como la información ha sido siempre un recurso escaso, la opinión general es que el aumento de información es positivo por principio. Pero la llegada de la computación digital ha abierto un boquete de dimensiones extraordinarias en las barreras que nos separaban de la información.

Como anticipaba en la década de 1970 el economista Herbert Simon, cuando la información abunda, el bien escaso pasa a ser la atención: «En un mundo rico en información, el superávit informativo deriva en una carencia de otro tipo, en una escasez de aquello que la información consume. Y lo que la información consume es bastante obvio: consume la atención de sus receptores. Así pues, la riqueza informativa provoca una carestía atencional y obliga a repartir eficientemente esa atención finita entre la infinidad de recursos informativos capaces de consumirla».

Desde entonces hasta nuestros días, los miniordenadores de uso general y conexión permanente se han convertido en bienes de consumo corrientes, y esa inversión cuantitativa de la información y la atención ha alcanzado una escala global. Hoy día es posible acceder a la mayor parte de la información existente o ponerse en contacto con casi cualquier persona del mundo mediante un aparato que uno lleva en el bolsillo, no mucho más grande que un paquete de tabaco. Esta disponibilidad instantánea de información y comunicación se ha convertido en el contexto habitual de nuestra experiencia con asombrosa rapidez. Lo que equivale a decir que nuestras viejas herramientas informáticas se han transformado de la noche a la mañana en un entorno informático. Por si eso no bastara, los medios anteriores a la revolución digital, como la televisión o la radio, en su mayor parte se han digitalizado, haciendo de este entorno informático interconectado una presencia constante en la vida del ser humano. En el hogar norteamericano medio pueden encontrarse hoy en día hasta trece aparatos con conexión a internet.

Cuando la información abunda, el bien escaso pasa a ser la atención

Este intercambio de roles entre la información y la atención impregna nuestras vidas hasta tal punto que, paradójicamente, nos resulta más difícil percatarnos de sus efectos. Parece ser que hubo un momento, cuando el campo de la cibernética y la ciencia de los sistemas de control comenzaban a despuntar, en que nos era más fácil reconocer la naturaleza de este viraje. Fue entonces cuando Simon escribió aquel artículo y cuando el teórico canadiense de los medios Marshall McLuhan y otros especialistas comenzaron a introducir el concepto de «ecología mediática» en la cultura popular. A estas alturas, no obstante, apenas disponemos de puntos de referencia perceptivos para poder juzgar hasta qué punto las tecnologías de la información envuelven nuestras vidas. Alguna que otra vez nos llega un atisbo fugaz y fragmentario de aquel viejo mundo: cuando salimos de acampada o tomamos un vuelo largo sin conexión a internet, cuando el teléfono se nos avería unos días o nos proponemos conscientemente una «cura de desintoxicación» digital. Pero son casos cada vez más raros, excepciones que confirman la regla. A menos que sobrevenga alguna catástrofe mundial impensable, todo indica que aquel pasado de carestía informativa se fue para no volver.

Pero ¿qué significa exactamente afirmar que la abundancia de información produce escasez de atención? Como la abundancia solo puede ser tal respecto a algún umbral, cabría preguntarse: «¿Con respecto a qué es tan abundante hoy en día la información?». Una respuesta posible sería: «Con respecto a la información disponible a lo largo de la historia». Si bien es cierto, no parece que sea ese el umbral relevante que andamos buscando. Para el estudio que nos ocupa, el relato histórico tiene una importancia menor: el mero incremento de información entre dos momentos determinados no constituye un problema en sí. El umbral relevante debería ser más bien de carácter funcional: lo que realmente importa es si la cantidad de información se sitúa por encima o por debajo del umbral que el ser humano es capaz de procesar adecuadamente, dadas sus actuales limitaciones.

Para ilustrar lo que trato de decir recurriré al videojuego Tetris. Como es sabido, el objetivo de este videojuego consiste en rotar, apilar y eliminar bloques de distintos tamaños a medida que descienden por la pantalla, uno a uno, a un ritmo que aumenta progresivamente. El número de ladrillos que esperan a ser apilados fuera de la pantalla es infinito, con lo que el juego puede alargarse tanto como uno quiera o pueda. Pero la infinitud potencial de ladrillos, su abundancia, es lo de menos. El desafío que plantea el juego y que tarde o temprano te elimina es la velocidad creciente a la que descienden los bloques. Del mismo modo, la cantidad de información solo es relevante aquí en cuanto que implica cierta velocidad de información. Cuando su velocidad de emisión es excesiva, la información no se puede procesar.

En el hogar norteamericano medio pueden encontrarse hoy en día hasta trece aparatos con conexión a internet

Así pues, el mayor riesgo que entraña esta abundancia informativa no es la simple absorción o polarización de la atención, como cuando la información era un recurso finito y cuantificable, sino la pérdida de control que genera en los procesos de la atención. En el Tetris, por volver a nuestro ejemplo, los verdaderos problemas no comienzan cuando uno sitúa un bloque en particular donde no le corresponde (aunque eso a la larga contribuya a agravar los problemas), sino cuando pierde el control o la capacidad de dirigir, rotar y apilar los bloques.

Es precisamente aquí –en el mantenimiento o la pérdida de control– donde surgen los problemas personales y políticos derivados del superávit de información y la escasez de atención. Decir que la abundancia de información produce escasez de atención equivale a afirmar que los problemas a los que nos enfrentamos no se solucionarán echando abajo nuevas barreras informativas, sino construyéndolas. Significa también que la censura que debería preocuparnos no atañe tanto a la gestión de la información como a la gestión de la atención.

El problema es el siguiente: muchos de los sistemas que hemos desarrollado para ayudarnos a gobernar nuestra vida –la prensa, la educación, el derecho, la publicidad, etcétera– surgieron en un contexto de escasez informativa que aún damos por sentado. De hecho, en este nuevo contexto de abundancia informativa, apenas hemos comenzado a explorar lo que todos estos sistemas podrían hacer por nosotros, y cómo deberían modificarse. La época que nos ha tocado vivir se ha bautizado como la era de la información, pero creo que sería más propio hablar de la «era de la atención».


Este es un fragmento de ‘Clics contra la humanidad‘ (Gatopardo), por James Williams.

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