Internacional

¿Por qué China no se rebela?

Los vetos a internet sobre la población, la limitación de derechos humanos y civiles, y el oscurantismo general sobre el modo de vida real en el país son algunas de las razones que subyacen tras la pregunta.

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02
marzo
2022

«Me parece un singular designio de los hados que la mayor cultura y refinamiento humanos se hayan recogido en los dos extremos de nuestro continente, Europa y China […]. Quizá la suprema providencia los haya hecho así para que pueblos tan cultos y distantes se tiendan los brazos hasta alcanzar poco a poco el modo de vida más racional y perfecto», escribía el filósofo alemán Gottfried Leibniz en el prólogo de Novissima Sinica. Leibniz no tenía reparos en remarcar el carácter civilizado de los chinos, al que consideraba en igualdad de condiciones que el de los europeos.

Entonces, en pleno siglo XVIII, Europa parecía redescubrir el gran Estado asiático: una nación que ya entonces fascinaba por el exotismo de su lenguaje y de sus costumbres, pero también por el desarrollo de su civilización y su refinamiento científico, político, técnico y cultural; poco o nada tenían que envidiar a los occidentales. Aquellos halagos elaborados desde Europa trajeron tanta luz como oscuridad al desarrollo del país oriental: por un lado, el comercio floreció de un modo espectacular; por otro lado, en cambio, la influencia de occidente –unas veces cultural, como en el caso de los misioneros jesuitas, y otras militar– propiciarían dos movimientos, uno afín a los extranjeros y su diálogo ilustrado, y otro tradicionalista y hermético. Ambos derivaron en diversas revueltas y revoluciones, pero todo terminaría en una sola desembocadura: el definitivo triunfo del Partido Comunista China y su República Popular.

¿Y qué es China hoy sino un proyecto a dos aguas, con un pie puesto en las ideas y los desarrollos europeos –con ideas originarias del marxismo y la Unión Soviética– y otro en un afán imperial todavía impreso en la población? El país no carece de polémicas: sus limitaciones en materia de derechos humanos y libertad de expresión, su ausencia de pluralismo político, su cuestionable política exterior –afilando sus colmillos con Taiwán– y el ostracismo selectivo que impone a su población siguen agitando la mirada democrática de occidente. Una pregunta, de hecho, se repite una y otra vez: ¿por qué los chinos no se rebelan?

China, un mundo aparte

Para intentar comprender la idiosincrasia de China hay que olvidarse de nuestra visión occidental: el país asiático ha mantenido durante cientos de años un carácter imperial que ha ido fluctuando a lo largo de la historia. En 1949, cuando el Partido Comunista Chino obtuvo la victoria en la contienda civil, la organización hereda un país subdesarrollado –devastado por las guerras mantenidas desde principios del siglo XX– y una población diezmada; el país es, entonces, una nación eminentemente rural. El partido único impuso en aquella década una política vertical que aún sigue vigente, con Mao Zedong como el primer líder de una sucesión que deriva en el actual secretario general, Xi Jinping. Poco a poco, la inicial política comunista se iría transformando según la evolución de un país que se estabilizaría desde el expansionismo militar, la purga y la reeducación social hacia un aperturismo económico capitalista. Desde hace cuatro décadas, China es ejemplo de un desarrollismo acelerado en ciencia, industria –de la mano de una intensa inversión europea y norteamericana– y calidad de vida.

Sus avances han llevado a que en 2018 se contaran al menos 400 millones de habitantes en el rango de clase media, una de las más destacadas proporcionalmente del mundo. Precisamente aquí es donde la propaganda china se enquista: la China actual muestra su pulso militar y económico como ejemplo no solo de estar al nivel de Occidente, sino de sugerir superarlo, pero la eficiencia productiva de la industria china, como señalan desde The Conference Board, descendió un 8,7% de promedio entre 2007 y 2013 a pesar de su incremento global en algo más de un 3%; esto, evidentemente, implica una tendencia de descenso.

Aparte de la economía, además, están los factores sociales. Como advierten desde oenegés como Amnistía Internacional, la legislación china no ampara los derechos humanos ni la libertad de expresión. China, de hecho, no permite que observadores extranjeros puedan verificar el funcionamiento del sistema judicial, del que sí se sabe su dependencia rigurosa del partido único. Según los testimonios de supervivientes y familiares de presos que han huido del país, mostrarse contrario al gobierno puede acarrear largas penas de cárcel (o, en los casos considerados más graves, la ejecución del reo, como apuntan desde Amnistía Internacional).

El aislamiento en comunicaciones y redes sociales mantiene una permanente oscuridad sobre la vida real en el país

Su influencia en política exterior sí parece crecer año tras año. Conocida es la pugna entre los habitantes de Hong Kong y el gobierno de Pekín por los privilegios de la antigua colonia británica, así como la represión contra las minorías étnicas y la religión, como sucede con el budismo y el Tíbet o el islam y el pueblo uigur en las regiones del oeste del país. En la zona del Pacífico, Taiwán, que desde el triunfo comunista en la guerra civil sigue revelándose como un Estado resistente al modelo continental, sufre su particular guerra fría con sus compatriotas culturales. Tras la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, las violaciones del espacio aéreo de la isla multiplican el riesgo de confrontación entre la pequeña nación y sus aliados, como Corea del Sur, Australia, Japón y Estados Unidos. Más agresiva resulta, quizá, la denunciada injerencia en la industria occidental: con el auge en el libre comercio de los productos chinos, son bastantes las multinacionales europeas y americanas que han recibido amenazas de boicots a la producción, así como vetos de no atenerse a los intereses del país oriental. Naciones como Lituania ya han tomado cartas en el asunto y mantienen su particular pulso con Pekín tras permitir la apertura de la embajada de Taiwán en su territorio, acción que el país comunista considera inaceptable. Mientras tanto, el aislamiento en comunicaciones, redes sociales y acceso a las mismas, así como el celo en la vigilancia y el sistema de crédito social instaurado en 2014 –que otorga o retira derechos como poder salir del país o acceder a ciertos beneficios del sistema en función del mayor o menos cumplimiento de las leyes y buenas maneras–, mantienen una permanente oscuridad sobre la vida real en el país

¿Revolución? Sea la vida

Las razones de una ausencia revolucionaria no son distintas, en esencia, a las que podrían aplicarse a cualquier otro país, y son tres: el deseo del mejor modo de vida posible para la mentalidad de nuestro tiempo y en la idiosincrasia de la nación; el grado de represión gubernamental y social; y el sentimiento nacional en cuanto identificación con el individuo. Esta es, al menos, la línea que apoyan expertos como Theda Skocpol, Steven Levitsky o Lucan A. Way, quienes han teorizado acerca de las revoluciones y sus consecuencias en la población. Según estos últimos autores, la reducción en la posibilidad de revueltas sociales tras una revolución exitosa previa se debe, en síntesis, a la mayor violencia y autoridad ejercidas sobre la población.

Una postura que renueva, no obstante, las demostraciones que León Tolstói expone abiertamente en el ensayo El reino de Dios está en vosotros: para el pensador ruso, la revolución es un camino equivocado en cuanto a que multiplica la violencia. Argumenta, como si desde finales del siglo XIX quisiera invocarnos en nuestro presente, que un gobierno que se sostiene en una tradición podrá ser más o menos violento, pero ejercerá una violencia: él contra todos sus opositores; el gobierno emanado de la revolución tendrá, en cambio, dos enemigos: el tradicionalista que ha derrotado y los nuevos disidentes. El aumento de la paranoia política conllevará también el del control. Solo el tiempo, sugieren los expertos, determina el devenir de las circunstancias. O lo que es lo mismo: lo que ocurre en China ha de quedarse en China.

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