«No valgo para nada»: el síndrome del impostor y la fuerza del auto-boicot
Ocho de cada diez personas sufren la sensación de ser un fraude en algún momento de su vida. Es el llamado «síndrome del impostor»: un problema que afecta con más frecuencia a jóvenes, personas con altas capacidades, profesionales del sector tecnológico y mujeres.
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Al igual que si se tratase de un largo viaje, nuestros pensamientos actúan como la brújula que determina nuestra conducta. Esta, no obstante, también se encuentra influenciada por el propio contexto: como el viento, a veces empuja en una dirección, mientras que en otras incluso nos tambalea. De este modo, si te convences de que vas a ganar la lotería, perderás cientos de euros comprando boletos cada semana. Si estás seguro de que tu pareja te es infiel, la desconfianza acabará arruinando la relación independientemente de si estabas en lo cierto o no. La lista de ejemplos es eterna, pero refleja un nexo común: nuestra forma de pensar puede motivarnos a actuar o paralizarnos por completo.
En el año 1978, las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes decidieron estudiar el poder de las creencias tras darse cuenta de que su efecto paralizador era muy habitual entre la población femenina. «En los últimos cinco años hemos trabajado con más de 150 mujeres altamente exitosas. Algunas habían logrado un doctorado en varias especialidades, otras eran profesionales muy respetadas en su campo o estudiantes reconocidas por su excelencia académica. Sin embargo, a pesar de los títulos, los honores académicos, los logros, los elogios y el reconocimiento profesional, estas mujeres no experimentaban una sensación interna de éxito. Se consideraban impostoras», reflexionaban Clance y Imes en una publicación pionera.
Las psicólogas decidieron profundizar más en este fenómeno, al que denominaron «síndrome del impostor»: un problema de autoestima caracterizado por las dudas constantes sobre el propio rendimiento, aptitudes y competencias. Esta constante sensación de no ser lo suficientemente bueno se complementa con un exceso de autocrítica, un fuerte miedo a no estar a la altura de las expectativas que uno mismo está creando y una tendencia a atribuir el éxito a la suerte o a otras personas. El resultado es evidente: un auto-boicot crónico; al no sentirte preparado para el éxito, ni siquiera aspiras a él.
Nuestra forma de pensar puede motivarnos a actuar o paralizarnos por completo
El coste de este síndrome es una ansiedad constante que en ocasiones lleva a la persona a la consulta de un psicólogo, si bien a priori las inseguridades permanecen latentes. «El síndrome del impostor suele salir a relucir tras varias sesiones de psicoterapia individual o grupal. Rara vez se reconoce que es un problema, ya que suele ser un secreto bien guardado. El impostor está tan convencido de que su creencia es correcta que piensa que no puede hacer nada para cambiarla. También cree que si revela sus sentimientos se encontrará con críticas y poca empatía», explicaban Pauline Clance y Suzanne Imes. Entre los hallazgos de las psicólogas destaca el análisis de las heterogéneas manifestaciones del síndrome del impostor, un fenómeno global sujeto a la idiosincrasia de cada persona. Esto les permitió clasificar cuatro tipos de comportamientos.
En primer lugar, la diligencia. «El miedo a que “mi estupidez sea descubierta” está constantemente presente», explicaban entonces las psicólogas. Esto lleva a la persona a trabajar sin descanso –a menudo realizando un sobreesfuerzo– para que nadie se dé cuenta de que es un fraude. Esta dinámica se convierte en una especie de ritual mágico, ya que el esfuerzo desemboca en éxitos y halagos que reducen momentáneamente el síndrome del impostor. No obstante, «las buenas sensaciones duran poco, pues la sensación de falsedad subyacente permanece intacta».
La siguiente conducta es la inautenticidad intelectual. Las personas con síndrome del impostor tienen tanto miedo al juicio ajeno que camuflan sus opiniones, gustos e ideas. «Dan a los demás lo que quieren oír. Por ejemplo, una estudiante puede observar los prejuicios de un profesor y asegurarse de citar numerosos estudios que los apoyen en una pregunta de examen o en un trabajo, aunque ella personalmente tenga opiniones diferentes», ejemplificaban. La pauta conductual más habitual y sutil, sin embargo, consiste en guardar silencio ante un punto de vista contrario, provocando frustración al darte cuenta de que la gente que te rodea no sabe quién eres: solo conoce una versión artificial que se protege con el mismo cuidado que un papel de una obra de teatro.
Clance y Imes también analizan la necesidad de aprobación: «El objetivo es caer bien y que te reconozcan como intelectualmente especial». La constante sensación de que no eres suficiente se potencia por la creencia de que, si la persona adecuada se fija en ti, puedes ser brillante, carismático e ingenioso. Esto deriva en una tendencia a la idealización y a la adulación constante de pseudofiguras de autoridad: expertos en el campo de trabajo, jefes, compañeros, amigos, familiares o parejas. Sin embargo, el proceso de búsqueda de aprobación no produce una sensación real de bienestar o seguridad personal: el individuo se da cuenta de que si fuese realmente brillante, inteligente o especial, no necesitaría la validación de nadie más, sino que tendría una confianza interna. «Los esfuerzos por obtener aprobación se convierten en una prueba de que es intelectualmente falso», señalan las psicólogas. El ciclo se repite: el individuo busca a otro mentor y vuelve a participar en el mismo círculo vicioso autodestructivo.
Clance y Imes: «El objetivo es caer bien y que te reconozcan como intelectualmente especial»
En último lugar, las psicólogas analizaron las consecuencias negativas de la autoconfianza, una problemática habitual en la sociedad sexista de los años setenta, donde la seguridad en una mismo era castigada. «Muchas mujeres tienen motivos para evitar el éxito por miedo a ser rechazadas o consideradas menos femeninas si lo consiguen», puntualizan Pauline Clance y Suzanne Imes. Y añadían: «La chica que mantiene las cualidades de independencia, esfuerzo activo y orientación al logro necesarias para el dominio intelectual desafía la convención del comportamiento apropiado para el sexo y debe pagar un precio en ansiedad». La crítica de Clance e Imes reflejaba con precisión una sociedad en la que el papel de la mujer era el cuidado del hogar y de los hijos, asumiendo un rol sumiso y delegando las responsabilidades, el éxito y la asertividad en los hombres.
La sociedad ha cambiado, pero el síndrome del impostor continúa siendo hoy una problemática que afecta a 8 de cada 10 personas en algún momento de su vida, especialmente a la población joven. Tras luchar durante años contra un mercado laboral precario que exige una experiencia y formación difícilmente alcanzable, los jóvenes sienten que no merecen su puesto de trabajo. Esta inseguridad aumenta el riesgo de ser víctima de prácticas laborales ilegales –horas extra sin remunerar, contratos de prácticas eternos o salarios basura–, ya que el trabajo es visto como una oportunidad única que no se debe desaprovechar, aunque conlleve desastrosas consecuencias para la salud mental. También se ha encontrado una alta prevalencia del síndrome del impostor en personas con altas capacidades, que progresivamente ocultan sus habilidades y aptitudes; en profesionales del sector tecnológico, que ven su carrera profesional afectada; y en mujeres, las cuales siguen siendo las grandes perjudicadas por estas creencias derrotistas y culpabilizadoras.
Pauline Clance y Suzanne Imes se preguntaban si acaso había solución. Lo cierto es que sí: la terapia psicológica individual y grupal pueden hacernos conscientes de las falsas creencias que nacen del síndrome del impostor. Sin embargo, las medidas individualistas solo logran cambios pasajeros. Para erradicar el síndrome del impostor es necesario un compromiso social, fomentando la seguridad en uno mismo no solo en el hogar, sino también en los entornos educativos y laborales. Conseguir el éxito no debe ser una búsqueda del tesoro ligada intrínsecamente a la aprobación ajena, sino un trabajo guiado por nuestra propia brújula cognitiva y los pensamientos de autoeficacia.
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