La insensibilidad del poder

El poder es capaz de fascinarnos, atraernos y repelernos a niveles extremos, pero ¿acaso es capaz de llegar a transformarnos también biológica y psicológicamente?

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02
marzo
2022

El poder provoca fascinación y horror, atrae y repele. La desmesurada puesta en escena que de él ha hecho Trump me anima a tratar el tema. Lord Acton escribió una frase que se repite, aunque de manera incorrecta. En una carta al obispo Mandell Creighton, autor de una monumental Historia del papado, le acusó de no haber juzgado con suficiente dureza el comportamiento de alguno de ellos: «No puedo aceptar su doctrina de que no debemos juzgar al Papa o al Rey como al resto de los hombres con la presunción favorable de que no hicieron ningún mal. Si hay alguna presunción es contra los ostentadores del poder, incrementándose a medida que lo hace el poder. La responsabilidad histórica tiene que completarse con la búsqueda de la responsabilidad legal. Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos». Lord Acton, sin duda exageró, pero es cierto que con mucha facilidad se piensa que los grandes hombres se rigen por una moral especial: la que descarnadamente señaló Maquiavelo. El mismo Ortega, también fascinado por el poder, admite esos peligros excepcionalidad en Mirabeau o el político.

Se repite la frase de Acton, pero no se indica como corrompe el poder. El fenómeno del poder tiene dos fases: el acceso a él y su ejercicio. Desde El panóptico se ven las tortuosas y con frecuencia sangrientas luchas por el poder. Los emperadores romanos, por ejemplo, no supieron resolver el problema. Lo demuestra el hecho de que  de los cuarenta y nueve  que gobernaron antes de la división del imperio, 34 murieron asesinados. Una de las ventajas de la democracia es permitir el acceso al poder por medios menos sangrientos. Pero en esa etapa no es el poder sino el deseo de poder lo que corrompe. Pero lo más interesante sucede cuando se alcanza. Entonces, el poder puede corromper porque tiende a expandirse por naturaleza. Bertrand de Jouvenel en su magnífico libro sobre el tema describe esta dinámica.

Hablando del político, escribe que «el hombre, prendado de sí mismo y nacido para la acción, se estima y se exalta en la expansión de su propia personalidad, en el enriquecimiento de sus facultades. Quien conduce a otro grupo humano cualquiera se siente crecido de manera casi física. Raramente percibimos en él esa prudencia y esa avaricia personal que suele caracterizar al egoísmo. Tiene vicios y virtudes «principescos»». Esto mismo lo hubiera podido escribir Ortega.

Una de las ventajas de la democracia es permitir el acceso al poder por medios menos sangrientos

El líder político se convence fácilmente de que lo único que quiere es servir a la colectividad y olvida que su verdadero móvil es el disfrute de la acción y de la expansión. No dudo de que Napoleón fuera sincero cuando dijo a Caulaincourt que «se engaña la gente: yo no soy ambicioso. Siento los males del pueblo, quiero que todos sean felices y los franceses lo serán si vivo diez años». Lo que hay en el verdadero político no es egoísmo, sino el placer de la acción. Creo que Kennedy era sincero y perspicaz cuando dijo: «Me presento como candidato a la presidencia, porque allí es donde está la acción». El que quiere el poder para enriquecerse no entra en la categoría de político. Se queda en la de sinvergüenza que se aprovecha de su puesto. El político no quiere que la situación de los gobernados mejore, quiere ser él quien la mejore, por lo que es un egoísmo descentrado. Dicen que Colbert, el poderoso ministro de Luis XIV, comenzaba a trabajar todas las mañanas frotándose las manos con entusiasmo porque desde su mesa movilizaba la Francia entera. Make it happen, es el lema. Hacer que las cosas sucedan, la pasión de actuar. Recluido en la isla de Elba, un minúsculo estado de opereta, Napoleón se lanzó a organizarlo con la misma energía que si se tratara de un imperio.

Pero tampoco es este aspecto el que me interesa hoy, sino uno que corroboran múltiples investigaciones: el poder bloquea la empatía, la compasión, la generosidad, y produce cambios en el sistema endocrino y en el cerebro. Voy a hacer un repaso bibliográfico para mostrar la pluralidad de investigaciones, sin dar la referencia de cada uno de los trabajos para abreviar. Si algún lector está interesado en alguna referencia concreta puede pedírmela en el foro que sigue a este artículo. Añadiré que la insensibilidad del poderoso puede estar relacionado con su pasión por la acción. El 28 de julio de 1914, en vísperas de la guerra, Winston Churchill escribe a su mujer: «Todo tiende a la catástrofe y al colapso. Me siento interesado, listo para la acción y feliz. ¿No es horrible estar hecho de esta manera? Ruego a Dios que me perdone tan tremenda frivolidad. Sin embargo, haría todo lo posible por la paz, y nada me induciría a cometer el error de descargar el golpe». Desde hace tiempo sabíamos Robert Sapolsky nos lo había dicho: que el cambio de estatus, de poder, produce cambios hormonales, en especial en el metabolismo del cortisol.

poder

Hay un hecho que no encaja en este modelo. Los líderes saben manejar las emociones de sus subordinados. Es lo que Goleman estudió en El líder resonante crea más. Es posible que en ese caso nos enfrentemos a una «empatía utilitaria», que se centra más en el modo de manipular las emociones que en el interés por las emociones ajenas en sí. Es probable que lo que disminuya más no sea la empatía, sino la compasión.

Es posible que los poderosos se enfrenten a una suerte de «empatía utilitaria»

Me interesa dejar claro que esto no significa que los poderosos estén condenados a ser malas personas. Los cambios que he mencionado no son voluntarios, son mecanismos no conscientes. Los estudios sobre el «inconsciente cognitivo» (no tiene que ver con el psicoanalítico), es decir, sobre aquellas operaciones mentales que nuestro cerebro realiza sin que seamos conscientes de ellas, se han ocupado también del poder. La persona que lo ejerce con frecuencia no es consciente de cómo el poder altera sus emociones, su pensamiento y su conducta. La lista de investigadores es amplia: Galinski, Gruenfeld, Magee, Chen, Lee Chai y, en especial John Bargh, uno de los pioneros en el estudio del nuevo inconsciente, han estudiado este tema.

Este es el punto importante. La educación del político debería incluir el conocimiento de estos automatismos no conscientes que están funcionando en él, para poder controlarlos. Es a lo que apuntan investigadores como Schmer, Mast, Jonas y Hall. El poderoso no tiene forzosamente que dejarse llevar en su actuación por esa insensibilidad, aunque esté fomentada inevitablemente por su posición. Debe ser consciente de que el poder, el estatus, tiende a separar, como señala Nicholas Stephens, de Stanford. La desigualdad amortigua la compasión, señala Stephan Côté de la Universidad de Toronto. Es esa distancia, ese alejamiento, aunque sea de estatus, el que produce la insensibilidad. Se ha estudiado en el comportamiento de los Estados Mayores durante la batalla. Enviar a la muerte a personas concretas es terrible. Enviar a divisiones enteras es mucho más fácil. Atribuyen a Stalin –que debía saberlo por experiencia– la frase: «La muerte de un hombre es una tragedia; la muerte de cien mil es una estadística».

Lord David Owen, político y médico que ha estudiado a los gobernantes del siglo pasado, habla de la hybris del poderoso, como de una intoxicación producida por el entorno. En la antigua Grecia, hybris era la locura del soberbio. Owen señala que el líder político tiene un sentimiento de omnipotencia que suele estar fomentado por quienes lo rodean. Por eso, suelen aprender poco de la experiencia. Según Henry Kissinger, que sin duda lo pensaba con el suficiente conocimiento y lo escribía con la suficiente mala uva, los políticos, al llegar al gobierno, no son capaces de aprender nada que vaya en contra de sus convicciones. «Estas son el capital intelectual que consumirán durante su mandato», escribía en The White House Years. Es ese alejamiento y cerrazón lo que puede dar lugar a un fenómeno estudiado en un libro que les recomiendo: La marcha de la locura. Su autora, la historiadora Barbara Tuchman, analiza ejemplos de decisiones políticas tomadas contra toda evidencia, a sabiendas de que eran malas soluciones, movidas por la enajenación del poder.

La finalidad de El panóptico es aprender de la historia. Necesitamos tener buenos políticos porque su profesión influye decisivamente en nuestras vidas. Por ello, este artículo no es destructivo. «La libertad es la necesidad conocida», decía Spinoza. Que los políticos sean conscientes de los automatismos inconscientes a que están sometidos es la condición indispensable para que se liberen de ellos.

Para evitar que lo olvidaran, los antiguos romanos hacían acompañar al general que entraba triunfante en la ciudad, de un esclavo que le repetía: «No olvides que eres mortal». Para ayudar a los líderes a que reconozcan y se protejan de esos automatismos destructivos se ha creado incluso una profesión de «entrenadores personales», de coaches, como muy bien explica mi buen amigo Juan Carlos Cubeiro, que pueden ayudar a iluminar esos mecanismos no conscientes y desactivarlos. La ética política exige hacerlo.


Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’.

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