Sociedad

Cómo sostener el Estado del bienestar

Varias preguntas acosan la estabilidad de los sistemas de apoyo social: ¿es siempre proporcional la correspondencia entre desarrollo económico y desarrollo social? Y más importante aún, ¿cómo podemos definir de forma precisa y amplia el propio bienestar?

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11
marzo
2022

La turbulenta llegada del siglo XX supuso una transformación en muchos sentidos: progresos científicos e innovaciones tecnológicas, cambios en el modo de existencia, avances en la esperanza de vida; incluso, desgraciadamente, dos guerras mundiales de las que no parece que hayamos aprendido demasiado.

El crecimiento demográfico es, sin duda, una de las señas de identidad del siglo pasado. Si en 1950 la población del planeta se situaba en 2.500 millones de personas, actualmente ronda los 7.900 millones. Unas condiciones sanitarias e higiénicas mejoradas –y el consiguiente aumento de la esperanza de vida y el descenso de la mortalidad– han posibilitado este boom. Aludimos a los distintos pasos efectuados a lo largo de la historia con la palabra «progreso»: la RAE la define como la «acción de ir hacia delante; avance, adelanto, perfeccionamiento». Algo similar ocurre en la Enciclopedia de las Ciencias Sociales donde se habla de un «avance de la sociedad humana hacia una situación mejor de orden técnico, científico, material y también espiritual».

El concepto de «Estado del bienestar» procede del inglés Welfare State, ideado en 1945 por parte del entonces obispo de Canterbury, William Temple. Previamente, no obstante, ya se habían utilizado términos para nombrar una idea similar. De hecho, a mediados del siglo XIX, los movimientos sociales y obreros propiciaron en buena parte de Europa un debate –y un impulso– de las legislaciones gubernamentales en pro de los derechos sociales. En esta construcción, el bienestar se traduce en una mayor redistribución de los recursos de la que se pueda beneficiar toda la población y, por tanto, en una mejoría de las condiciones materiales de la misma: ello conlleva, por ejemplo, que el Estado intervenga en la economía y asuma la prestación de servicios fundamentales como educación o sanidad.

Aunque este modelo tuvo su expansión durante buena parte del siglo XX, su recorrido no ha sido ni mucho menos uniforme. La crisis del petróleo de 1973 provocó que en la década de los setenta los derechos se vieran recortados y en 1990, en cambio, surgieron ideas nuevas sobre la inversión social. La crisis de 2008, sin embargo, volvió a impulsar programas de austeridad que, aunque más mitigados, se mantienen hasta el día de hoy. ¿Qué sucederá, entonces, en un futuro a medio o largo plazo, especialmente teniendo en cuenta el contexto geopolítico internacional que, sin duda, tendrá –y tiene– múltiples implicaciones sociales?

La crisis de 2008 volvió a impulsar programas de austeridad que, aunque más mitigados, se mantienen hasta el día de hoy

No obstante, puede que sea precisamente este momento histórico tan complicado el punto de inflexión necesario para hacernos ciertas preguntas: ¿existen o pueden generarse otros medios que aseguren el bienestar de la población? Y además, ¿es siempre proporcional la correspondencia entre desarrollo económico y desarrollo social? Si las épocas de recesión que vienen repitiéndose desde 1970 implican un recorte de los servicios públicos, la reformulación del modelo se vuelve, más que una opción, una necesidad. Sin embargo, ¿hacia dónde se deberían aumentar los impuestos y a qué colectivos convendría recortar el gasto para garantizar estos derechos? El mantenimiento de unas prestaciones sociales universales y gratuitas parece un consenso común, pero encontrar la fórmula para ese sostenimiento es tan esencial como compleja; parecen necesitarse nuevas pautas para armonizar superficie, población, economía y recursos naturales.

Ni siquiera los índices de referencia son completamente fiables; es probable que se necesiten mejores indicativos para poder cuantificar las cotas de bienestar. El producto interior bruto (PIB) es el indicador más extendido a la hora de cuantificar la evolución de la actividad económica de un país, y se deduce que cuanto más alta sea esa cifra las personas que habitan ese país «vivirán mejor»; esta afirmación, sin embargo, resulta demasiado reduccionista: ¿es la explotación de recursos naturales necesaria para el desarrollo económico es bienestar? En el momento actual quizá sí, pero su agotamiento –y la contaminación del entorno que conlleva– no puede calificarse como tal. Las Naciones Unidas lleva años trabajando para complementar el PIB con dimensiones de carácter social y medioambiental, como la vivienda, la educación, la comunidad, el empleo, la satisfacción, el compromiso cívico o el propio equilibrio entre la vida y el trabajo.

Pese a que el siglo XX llegó provisto de numerosas mejoras con respecto al siglo anterior, todo organismo vivo se modifica. Puede que este momento, con una globalización en auge, y nuevos –o viejos– conflictos en el horizonte, constituya un buen punto de partida para plantearnos la renovación de ciertos valores y estructuras; unos principios que nos orienten hacia el tipo de sociedad y planeta que queremos, necesitamos y, aún más importante, nos disponemos a construir.

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