Opinión

La ciudad de cristal

Me es imposible no pasar junto a una zona de contenedores y mirar hacia las ventanas de los pisos más cercanos con mirada lastimera pensando en el ruido que tienen que soportar cada vez que pasa el camión o se tira una botella al contenedor verde: ahora que hay vehículos eléctricos más silenciosos, cabe preguntarse sobre la tolerancia al ruido del reciclaje.

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16
febrero
2022

Soy incapaz de imaginar una tortura contemporánea peor a que te instalen una isla de contenedores bajo tu ventana. La llegada del camión por las noches, con su ronco y apresurado acercamiento, el sonido de brazos mecánicos desplegándose, la descarga de la basura, el regreso arrastrado de los contenedores a su sitio… Todo a altas horas incluso para un país que se va tarde a la cama como es España.

Cada pocos días, y en horarios más razonables, acudirá otro camión que extenderá un mecanismo que izará el contenedor de vidrio y, en cierto momento, lo abrirá para que caigan cientos de botellas en un estruendo de cristales rotos que, incluso en hora punta, resulta insoportable. Me es imposible no pasar junto a una zona de contenedores y mirar hacia las ventanas de los pisos más cercanos con mirada lastimera, compadeciéndome de los vecinos que tienen que soportar un peaje tan incómodo. De la misma forma que, cuando he tenido que buscar piso para alquilar, lo primero que he hecho es comprobar que no había cerca ninguna zona de recogidas de basura.

En algún sitio habrá que tirarla, se me dirá –y yo mismo me digo–, pero cabe preguntarse sobre la racionalidad de los horarios, e incluso sobre la tolerancia al ruido en el diseño de las contratas, ahora que hay vehículos eléctricos más silenciosos. Especialmente llamativo en cuanto al ruido es el uso habitual –y no solo la recogida– del contenedor del vidrio, donde las botellas vacías de vino o aceite retumban sin piedad si está vacío, o donde se estrellan con un sonido agudo si está parcialmente lleno.

«Confieso que siempre, sin importar el día y la hora, introduzco las botellas tímidamente, con culpa, sin lanzarlas»

Molesta, en cualquier caso a los vecinos, especialmente si tiene la mala suerte de tener un bar cerca que, antes del cierre o el cambio de turno, encarga a uno de sus empleados descargar una a una todas las botellas de vidrio que no recicla su proveedor. ¿No se podría abrir ese agujero solo unas horas al día en el tramo que menos molestaran a los sufridos vecinos? Confieso que siempre, sin importar el día y la hora, introduzco las botellas tímidamente, con culpa, sin lanzarlas, introduciendo imprudentemente el brazo para dejarlas caer delicadamente por la pared lateral, con la esperanza de que así amortigüen el golpe y el sonido fatal. Aun así, siempre salgo de allí convencido de que alguien está pensando o exclamando: «Otro. Ya no puedo más, no sé qué hacer».

Todo tendría un aire anecdótico si el motivo por el que reciclamos el vidrio no fuera tan loable. La anécdota se convierte en la categoría de otros efectos más generalizados de las buenas acciones a las que nos llevan un mínimo de conciencia social y medioambiental, o cualquier transición económica. Sé que hago lo correcto, pero entendería que cualquier día saliera uno de los vecinos –un perdedor de las transformaciones globales– a decirme: «Niño, la próxima vez tíralo al Támesis o al Ródano, pero aquí no, por favor».

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