Opinión

Dentro del columpio

La historia cultural de algunos de los aparatos que han marcado nuestras vidas, como el columpio o la escalera, oculta algunos de nuestros más profundos deseos y temores.

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16
febrero
2022

Cuando leí el ensayo sobre el asa de George Simmel en Sobre la aventura, ensayos filosóficos, no fui capaz de volver a coger una taza de la misma forma. ¿Cómo es posible que algo tan insignificante implique tantas cosas? Hace unos pocos meses leí dos libros sobre escaleras, El sueño de Jacob. Arquitectura y poética de la escalera y Todas las escaleras del mundo: acabé maravillado, pero también un poco desorientado. Desde entonces, uso más los ascensores y evito hacerme con el descomunal catálogo de elementos arquitectónicos de Koolhaas en Taschen para no enloquecer comparando escaleras. Si uno toma la historia cultural en serio no sabe dónde puede acabar: se empieza bebiendo en una vasija y se termina viéndose envuelto en rituales incomprensibles; se comienza subiendo por una escalera y sin luego poder llegar a bajar.

La monumental Historia del columpio, de Javier Moscoso, es el ensayo más sorprendente del 2021, llevándote de viaje hacia otras épocas y hasta otras culturas. Después de leerlo es difícil volver a columpiarse sin tener presentes todos los vaivenes de este dichoso mundo. Pero el análisis de Moscoso, de calado, no solo descubre cosas que ni habías imaginado: también te remueve la memoria. El columpio es una de las pocas cosas que descubrí antes de verla en el cine. Casi todo lo vi primero allí, a oscuras, y luego busqué sus equivalentes a la luz del día. Pero el columpio no. Uno de los recuerdos que conservo es el del olor del columpio, el de metal, el del tubo de hierro. Los parques nunca han sido un lugar seguro, aunque pueden ser un lugar más seguro que otros, y la verdad es que lo pasábamos muy bien en los columpios, casi siempre acompañados. No vivimos ningún incidente siniestro, solo experimentamos golpes de campeonato; los típicos, pero nada más. Luego fuimos al cine, claro, y empezamos a ver columpios de cine; entonces ya no volvíamos al parque de la misma forma.

«El mal sobrecoge más cuando está rodeado de inocencia»

Gracias a la ficción descubrimos que por los parques rondan secuestradores, maleantes, pederastas y que hay muertes y agresiones. No estoy exagerando: el cine nos ayudó a presentir lo que –ingenuos de nosotros– no éramos capaces de sospechar mientras nos columpiábamos. Las películas con parques de atracciones también nos trastornaron un poco. ¿Por qué los espías, los conspiradores, los mafiosos y los banqueros se reúnen siempre en ellos? Las norias no fueron lo mismo después de ver El tercer hombre. El mal sobrecoge más cuando está rodeado de inocencia.

En Motivos visuales del cine, Alain Bergala contó cosas muy interesantes sobre el columpio en el cine. Para empezar, su relación con la cámara. ¿Cómo se puede filmar la escena? Quizás de lejos. Entonces parece un cuadro, pero ¿y si la acercas? E incluso, ¿y si la montas en el propio columpio? A veces, señala Bergala, la figura se sale del plano; otras se acerca demasiado, sobrevolando la cámara y produciendo un efecto 3D avant la lettre. En su lista de películas, el crítico francés recordaba el Ballet mécanique de Leger, cuyo comienzo arranca con un plano frontal de una dama en un inocente columpio que imprime un balanceo delirante a todo, incluido el vaivén de un péndulo donde se refleja la propia cámara. Pero la mayoría de las películas de Bergala tenían que ver directamente con uno de los temas más interesantes del libro de Moscoso: la relación del columpio con el deseo. Bergala recordaba los columpios que salieron en Un día en el campo, de Renoir; en Carta a una desconocida, de Ophüls; en La Ley del silencio y en Baby Doll, de Kazan; o también en Viridiana, de Buñuel. Tenía presente, claro, el cuadro de Fragonard –que Moscoso ha usado de portada– y sugería «que el erotismo del columpio responde al movimiento pendular del objeto de deseo, que avanza y retrocede, que parece entregarse y que se retira». Incluso sale a relucir el fort y el da freudiano; leyendo la profusa crónica de Moscoso, no obstante, queda claro que el asunto no es tan sencillo de explicar con un poco de psicoanálisis.

El catálogo de Bergala era ampliable, pero hay dos casos que mencionó que no se me olvidan y que me entristecieron mucho cuando los vi, ya que guardan una estrecha relación con el principio y el final de la vida, así como con las ilusiones y la fatalidad. Una es la escena en Al azar Baltasar en la que los críos están abrazados en un columpio, justo antes de separarse y poco antes de la elipsis en la que el burrito ya es mayor y le están tratando a palos; así era Bresson. La otra responde a la escena del funcionario de Vivir, de Kurosawa: el señor con cáncer terminal que acaba congelado en el mismo columpio que había ayudado a instalar en el parque durante sus últimos meses de vida. En algunos viajes en los que visité parques de distintas ciudades –en compañía de sociólogos y urbanistas– surgían conversaciones sobre las calidades de las áreas de juego según las rentas de los barrios: las diferencias entre los antiguos y los nuevos columpios, la moda de los suelos mullidos e indoloros y las ventajas de la arena de toda la vida. Pero había otras dos preguntas que siempre surgían. Primera: por qué ya no se usan los columpios para mecerse mientras se conversa; y segunda: por qué sigue habiendo gente a la que no le importaría pasar al otro mundo desde un columpio.

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