Siglo XXI
La inteligencia artificial y los mercados de la desigualdad
Si bien la riqueza ha aumentado durante estos últimos años más que en cualquier otro periodo de la historia humana, el reparto de los beneficios entre la sociedad parece ser cada vez más dispar, provocando brechas que quizás sean irreparables.
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Una imagen vale más que mil palabras, dicen. Y sin duda esta es una imagen contundente, y por ello una de las gráficas más comentadas de la década: nos muestra un mundo donde la productividad crece a la par de la desigualdad. Un mundo dominado por empresas globales que mediante la automatización y la incorporación de la inteligencia artificial (IA) y el uso extensivo de la nube (o cloud) logran trasladar a código buena parte de sus procesos y sus funciones. Y al hacerlo, además, gozan de los beneficios de costes marginales cercanos a cero y una escalabilidad prácticamente infinita.
Pero esa moneda tiene una segunda cara, que es la desigualdad: los salarios no crecen a la misma velocidad que la productividad de las empresas, muy en particular no a la velocidad que crecen las empresas digitales líderes. Vivimos en el mundo donde existen los hiper-ricos, donde nunca antes tan poca gente había atesorado no sólo enormes riquezas, sino un valor que no para de crecer.
Siempre ha habido desigualdad, pero nunca tan acentuada; ni siquiera las empresas globales son algo nuevo. Los siglos XIX y XX están plagados de grandes empresas con enorme poder. Así lo demuestran, por ejemplo, General Electric, General Motors o IBM, entre otras. De estas, solo IBM continúa, si bien ya no está entre las más grandes (y pujantes). Pero ¿qué hay ahora de diferente? ¿Debemos preocuparnos de esta desigualdad?
Nunca la desigualdad había sido tan acentuada como ahora
Los mercados han sido la piedra angular del funcionamiento de nuestra economía, y los incentivos que allí se generan, así como la competitividad en cuanto mecanismo de crecimiento económico y social, explican nuestro progreso económico como civilización. Pero los mercados han cambiado: se han acelerado, y lo mismo ha hecho nuestro progreso. Si observamos la productividad, veremos que desde la caída del Imperio romano hasta principios del siglo XIX, esta fue prácticamente plana. A partir de 1820, sin embargo, empieza a crecer enormemente debido a la revolución industrial; esta, de hecho, crecerá aún más a partir de la revolución digital.
Los mercados y las instituciones que rigen los mercados, no obstante, no han variado demasiado. Nuestros mercados son instituciones concebidas para que muchos participantes –más o menos paritarios– compitan y capturen valor con un cierto nivel de igualdad. Reflejan una distribución de campana de Gauss –una distribución normal centrada en la media, donde la mayoría está alrededor de esta media y unos pocos (sobresalientes e insuficientes) están en los extremos– a pesar de algunas anomalías, como los monopolios y los oligopolios, que no siguen una distribución normal. En general, sin embargo, si ganas más, vendes más o tienes una productividad mayor que la media, tu compañía está bien.
Estas distribuciones no son producto del azar: los agentes económicos tienen restricciones en su crecimiento, y a partir de un punto los rendimientos se vuelven decrecientes. Hay un límite, por tanto, en la eficiencia de la producción, a partir del cual los incrementos de productividad son progresivamente menores. Así, a partir de ese límite ya no eres tan competitivo, y es que son las restricciones las que aseguran la condición básica de los mercados: que haya muchos competidores en una cierta igualdad de condiciones. Este sistema también asegura que la riqueza termine repartiéndose entre esos muchos competidores. Sin embargo, ¿qué pasaría si los rendimientos no fuesen decrecientes en escala? Es decir, ¿qué pasaría si se pudiese incrementar la productividad sin fin? Podríamos, entonces, capturar valor sin fin; en ese supuesto, en los mercados ya no habría una gran cantidad de participantes, sino tan sólo unos pocos.
Eso es precisamente lo que hace la revolución de la IA y la nube. En un mundo donde los bienes son digitales, donde producir es copiar, los costes marginales son de prácticamente cero y la escalabilidad es, además, infinita en cuanto a las dimensiones del mercado. En ese mundo los rendimientos son crecientes en escala porque los únicos costes que cuentan son los iniciales y estos, además, se reducen a medida que aumentan los participantes.
Los mercados cambian, se transforman en una distribución power law –donde unos pocos capturan la mayor parte del valor y muchos son marginales– en la que estar en la media (o un poco por encima) no funciona, ya que está situada en medio de la larga cola de participantes que capturan un valor marginal.
El mercado como institución ha dejado de funcionar
Las estrategias sociales que hemos aprendido a lo largo de milenios ya no funcionan porque los únicos actores relevantes, aquellos que capturan la mayor parte del valor, están en la cabecera. Es más: el mercado como institución ha dejado de funcionar, ya que los únicos con capacidad real de competir e innovar son los situados en la cabecera de ese tipo de mercado.
La revolución digital (incluida la Ley de Moore), la inteligencia artificial y la nube, es lo que crea estos mercados. No todos son plenamente digitales y aún hay restricciones que los limitan, pero poco a poco muchas de estas restricciones están desapareciendo. La captura de valor y los salarios son el resultado de la competencia inter pares realizada en un mercado donde los participantes siguen algo parecido a una distribución normal; ahora, en cambio, se convierte en una distribución de winner-takes-it-all que acentúa enormemente la desigualdad.
Renunciar al progreso es absurdo, pero intentar acomodar organizaciones sin rendimientos decrecientes en escala –o con muchos menos– al mercado que conocemos no va a funcionar. Tampoco es correcto un progreso que excluya del beneficio a la mayoría de los ciudadanos. Si queremos conservar el progreso y el bienestar socioeconómico debemos reinventar el mercado y hacer que sea de nuevo un mecanismo de competencia inter pares que asegure una captura de valor más igualitaria.
Esteve Almirall es profesor de Operaciones, Innovación y Data Sciences de Esade y Ulises Cortés es catedrático de Inteligencia Artificial en la UPC.
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