Opinión

La adolescencia eterna

Hay una generación que encadena precariedades, que comparte piso a los cuarenta, que posterga la paternidad o reniega de ella, que no entiende las estructuras de poder porque vive excluida de ellas. La adolescencia perpetua no es un deseo, sino una maldición de la que muchos no pueden escapar y acaba entronizando como profecías chorradas manifiestas como ‘No mires arriba’.

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03
enero
2022
Fotograma de la película ‘No mires arriba’. Fuente: Netflix y Youtube

No mires arriba es una bobada que se vuelve más boba cuanto más la pienso, y la pienso porque me la encuentro cada vez que cotilleo mis redes y porque tuve la mala idea de decir en mi Facebook que era una bobada nada más terminar de verla. A los cinco minutos de colgar mi chorradica en internet, ya tuve que bloquear a dos tipejos que casi mentan a mi madre por burlarme de una cosa tan seria y profunda. Quién me había creído yo para hablar con esa ligereza y ese desprecio.

Cada cual hace casus belli de lo que quiere, solo faltaría. Aún no hemos reconciliado a los concebollistas y los sincebollistas de la tortilla de patata, porque hay conflictos que son eternos por naturaleza. Esta vez, sin embargo, la corriente no es a favor o en contra de una película. El debate (por llamar de alguna forma a este barullo digital) se expresa en términos mucho más dramáticos. En el bando de los partidarios, hay una facción que, sencillamente, ha disfrutado con la peli. Se ha reído, le ha parecido una buena sátira y ha echado un rato divertido con una comedia. Nada que objetarles. Sin embargo, hay otro sector de partidarios que va mucho más allá y la ha leído como un alegato demoledor contra la sociedad actual, contra el capitalismo y contra la política.

«Se comprende que un quinceañero lo flipe con una parodia apocalíptica, pero que lo hagan adultos que saben algo de la vida es más preocupante»

De malentendidos está llena la historia de la cultura popular. Una leyenda historiográfica atribuye parte de la fiereza de la Comuna de París al poder de un novelista, hoy sin lectores, pero popularísimo en su tiempo, Eugène Sue (en España, Eugenio, por la costumbre de traducir los nombres). En la década de 1840, publicó Los misterios de París, unos folletines que narran la efervescencia de las revueltas parisinas, con sus barricadas y sus motines eternos. Sin el romanticismo de esos textos, el fervor revolucionario que siguió a la derrota ante Prusia en 1871 habría sido mucho más tibio. Así lo creía hasta Jorge Semprún, que en su novela La algarabía hace que el narrador especule con la influencia de los folletines de Sue en el joven Marx, devoto lector de estos. De ahí, a El capital, y de El capital, a la Comuna.

Semprún juega con las causas y los efectos, haciendo guiños a los clichés históricos. Nada que ver con la simpleza de quienes creen que No mires arriba es el nuevo manifiesto comunista, como antes creyeron verlo en Black Mirror, chorrada análoga a esta película. Algunos exégetas insistieron tanto en el carácter revelador y revolucionario de esa serie, que su creador, Charlie Brooker, acabó creyéndoselo. Se autoproclamó discípulo de Aldous Huxley y George Orwell, y llegó a decir abiertamente que a través de su obra pretendía forzar un cambio social, una suerte de toma de conciencia, un despertar lúcido contra las sombras de la caverna. Y todo en cómodos episodios de cincuenta minutos que se pueden parar para ir a hacer pis. Nunca la revolución fue tan asequible.

A algunos les hace falta muy poquito para bajar de la montaña con la barba por los pies y dos piedras con mandamientos. Una buena nota en Rotten Tomatoes los convierte en mesías y predicadores de desiertos. No parece que sea el caso de Adam McKay, autor de la peli aludida, pero si sus feligreses insisten en tomar esta gansada como la palabra revelada, acabará vestido de profeta, como sus propios personajes.

Se comprende bien que un quinceañero lo flipe con una parodia apocalíptica y la tome por una llamada a unirse a las huestes de Greta Thunberg para dispararle blablablás a los amos del mundo. A mí me encendían los ánimos las letras de La Polla Records, porque los ánimos adolescentes se inflaman con cualquier cosica que chispee. Que lo flipen adultos que saben algo de la vida y sus miserias, ya es más preocupante. Que entusiasme a militantes, líderes de opinión, dirigentes políticos e incluso a cargos públicos electos, ya da escalofríos. A poco que hayas vivido, por mínima que sea tu relación con el poder, con los medios y con la sociedad en general, esta especie de sátira tiene que caérsete de las manos.

«Hay quienes creen es el nuevo manifiesto comunista, como antes creyeron verlo en Black Mirror»

No me tengo por institucionista ni por ingenuo. En general, comparto la idea de que el mundo va a la deriva y está en manos de una banda de lerdos que aprietan botones al azar, por si alguno es el bueno. Los lerdos que mandan tienen la suerte de que la deriva es funcional y casi todo marcha en modo automático. Lo vimos durante el coronavirus y lo hemos sufrido en los períodos de interinidad de los gobiernos: las organizaciones y los estados que no son fallidos funcionan solos. A veces, la falta de liderazgo los hace incluso más eficientes, pues los cargos políticos tienden a entorpecer el trabajo de los profesionales, que son eficaces cuando nadie les incordia. Pero no puedo tragarme el pasote cínico tan caricaturesco de la película. Para que la sátira y el humor hagan efecto tienen que decir verdades. Ese es el poder de los grandes humoristas, su capacidad para contar la realidad con crudeza y hondura, dejando al emperador en pelota.

No sucede eso con No mires arriba, que comete un error peor que el de no tomarse en serio la historia que cuenta: no tomarse en serio al espectador. Cree que puede contentarlo con dos trazos gruesos, compartiendo un repertorio de cuñadeces sobre la política, el periodismo y el poder. Es terrible que le funcione. Es terrible que una parte de esos espectadores compren la mercancía, porque quiere decir que su noción de la política, el periodismo y el poder es tan simple como la de un adolescente enfurruñado.

Y a lo mejor esa es la revelación más interesante y pasmosa de todo este lío, pero tendría que dejar su desarrollo para otros artículos: hay una generación en España –y seguramente en otros países– que preserva una bisoñez adolescente en su forma de ver el mundo porque se le ha privado de la experiencia adulta que matiza, profundiza y diluye las soflamas propias del acné. Es esa generación que ha encadenado precariedades sin cuento, que comparte piso a los cuarenta, que nunca se va de casa de sus padres, que posterga la paternidad o reniega de ella, que no entiende las estructuras de poder porque vive excluida de ellas. La adolescencia perpetua no es un deseo, sino una maldición de la que muchos no pueden escapar y acaba entronizando como profecías chorradas manifiestas como No mires arriba. Eugène Sue, el que galvanizó al pueblo de París y al joven Marx, al menos, era un buen escritor. Ojalá pudiéramos decir lo mismo de McKay.

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