Opinión

Me estoy muriendo (y usted también)

Somos mortales no porque nos vayamos a morir sino porque sabemos que vamos a morirnos. Esa conciencia trágica, esa forma de sabiduría casi maldita, es la que nos da la medida de una vida humana. 

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13
diciembre
2021

La vida es una especie de gerundio que discurre a desigual velocidad. Todos, también usted, también yo, nos estamos muriendo. Es sintomático que una verdad tan simple suela sustraerse de todas las previsiones públicas. Ahora que en las empresas abundan los departamentos de prospectiva y que hay fondos de inversión que nos instan a invertir en futuros, así en plural y sin pudor, hemos decidido ocultar que nuestra humana condición se asienta sobre una innegociable conciencia de muerte.

Que seamos mortales no solo tiene que ver con el hecho de que vayamos a diñarla. Un percebe o una urraca también tienen los días contados pero, para su desgracia, no tienen conciencia de ello y ni siquiera saben lo que se pierden. Cuando los antiguos griegos hablaban de los mortales se referían exclusivamente al animal humano. Somos mortales no porque nos vayamos a morir sino porque sabemos que vamos a morirnos. Esa conciencia trágica, esa forma de sabiduría casi maldita, es la que nos da la medida de una vida humana.

Por eso es tan importante que los niños se aproximen a la muerte ajena, para que tomen conciencia de que a todos, también a ellos, algún día les llegará su hora. Quiero pensar que este fue el motivo por el que, siendo yo un chaval, mis padres me llevaron a ver el cadáver de quien después supe que era el Cardenal Tarancón, una suerte de artífice espiritual de la Movida. Yo no tenía ni idea de quién era aquel señor pero mis padres decidieron, y creo que con buen tino, que ya hora de que el niño viera un muerto. Y qué mejor manera que empezar por un desconocido.

«Como a todas las grandes certezas, a la muerte le han salido enemigos que insisten en ocultar aquello que se antoja impúdicamente verdadero»

La exposición a la muerte ajena es un gesto de amorosa prudencia y de responsabilidad civil. Todas las culturas han honrado a sus muertos y en todos los contextos se ha temido a la muerte. Pero para que esta lucidez moral pueda abrirse paso se hace imprescindible hacer visible esa muerte. Esta paradójica certidumbre debería servirnos como metro patrón de la experiencia, como la barra de iridio desde la que deberíamos enjuiciar cada una de nuestras vivencias.

Como a todas las grandes certezas, a la muerte le han salido enemigos que insisten en velar y ocultar aquello que se antoja impúdicamente verdadero. En este mundo de felpa y virtualidades, disimulamos el paso del tiempo, maquillamos la corrupción de nuestros cuerpos y cercenamos cualquier pulsión de trascendencia que pudiera derivarse de nuestra conciencia mortal. La muerte nos aguarda como una sorpresa aunque nos hemos esforzado en destruir su caritativo anuncio en los ojos de los otros. También a nosotros nos llegará la hora aunque corramos el riesgo de morir como imbéciles. Al paso que vamos conseguirán convencernos de que nuestra muerte será, como todas las demás cosas, por causalidad. Y no.  Si la muerte es algo es una necesidad, y la única manera de protegernos de ella es saber que llegará.

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