Opinión

La necesidad de celebrar y estar (y ser) presentes

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23
diciembre
2021

A pesar de todo, celebren. Celebren juntos en sus burbujas –con cuidado, con todas las precauciones debidas–, pero celebren, aunque sean pocos. Háganlo en la calle, con distancia de seguridad, al aire libre, en el balcón, en casa, con las ventanas abiertas: respiren aire fresco y celebren. Estos dos años nos han empujado a recuperar el sentido de la solemnidad que implica celebrar. Hemos redimido la ontología original de lo solemne, cuya raíz parece apuntar al indoeuropeo «sol-», relacionado con lo entero, con lo sólido. Cuando los seres queridos nos juntamos, configuramos una unidad entendida como un entero. No es posible la solemnidad desde lo privado, desde la falta de complicidad del otro.

Celebren estando presentes –siendo presentes– pero, sobre todo, celebren ocupando espacios. Si algo caracteriza a la especie humana es, entre otras cosas, la ocupación vivencial del espacio. Poco a poco hemos ido arrinconando una de nuestras esencias: el volumen, en pos de una impostada ligereza. Lo ligero, tal y como apunta Lipovetsky, se ha convertido en un valor, en un ideal que nutre nuestro mundo, tanto el material como el cultural. La digitalización del yo en forma de avatar y la consiguiente interacción mediada con las pantallas ha ido prescindiendo de nuestros volúmenes. La potenciación de las ciberconexiones se ha desarrollado de forma inversamente proporcional a la generación de vivencias porque la vivencia –en vivo, al fin y al cabo– se consolida en la presencia. Estar presentes es ser un presente.

«Las ciberconexiones se han desarrollado de forma inversamente proporcional a la vivencia porque esta se consolida en la presencia»

A pesar de todo, y a pesar de algunos, somos seres cordiales. De una cordialidad que, en el núcleo de su etimología –«cord-», «cordis»–, deja bien marcada nuestra esencia: lo cercano, lo relativo al corazón. En la presencia de la celebración toma forma una de las acepciones de lo cordial más luminosas: la de un tónico para el corazón. Úsenla como receta salvífica contra esos agoreros que describen al género humano como huraño y hosco. Contra sombríos como Maquiavelo, que nos retrata de «ingratos, volubles, que simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro y están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todos tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida y los hijos cuando la necesidad está lejos; pero cuando ésta se te viene encima vuelven la cara. Los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio». No hay cordialidad en estas palabras.

Lo cercano al corazón es un espacio ilimitado organizado por la voluntad de cada uno. Rutger Bregman, en su libro Dignos de ser humanos, señala una idea categórica: la distancia es uno de los cómplices del mal, de ahí la importancia de ampliar ese espacio de cordialidad. Quizá por eso, en algunas ocasiones, no puedo evitar sospechar de las ciberrelaciones –ya sean personales o laborales– donde se simula cercanía desde la distancia.

Y ahora, haters, tristes, intelectuales, doctores: ataquen con todo el arsenal de ejemplos, casuísticas, y elaboradas teorías sobre la maldad humana, sobre el egoísmo o la insolidaridad. Naif, ingenuo, cínico, simplón: elijan el adjetivo, apunten y disparen si acaso eso les hace sentir mejor. Pero aquí me hallo junto a Bregman: la cooperación nos ha traído hasta aquí, la confianza en el otro nos ha dotado de tranquilidad y hacer el bien nos sienta bien.

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