Opinión

Los muertos y el periodista

El periodista salvadoreño Óscar Martínez, que pasó trece años cubriendo una de las esquinas más violentas del planeta, describe en ‘Los muertos y el periodista’ (Anagrama) un mundo sobre el que casi nadie quiere oír pero es real y reflexiona sobre los riesgos, la ética y la necesidad del oficio de periodista.

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15
noviembre
2021

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«Según la información oficial, la Policía realizaba un patrullaje cerca de las 6 de la mañana en el cantón Santa Teresa, del municipio de Santiago Nonualco, cuando ubicaron a varios sujetos vistiendo ropas oscuras y portando armas de fuego. Esas personas, al percatarse de los uniformados, ingresaron a la iglesia Santa Teresa de Ávila de la localidad, donde tres de ellos fallecieron en un intercambio de disparos. La Policía Nacional Civil (PNC) perfila la zona como un territorio controlado por la pandilla 18, tendencia revolucionaria».

Esos tres muertos no son los tres muertos a los que dedico este libro. Entonces era 15 de febrero de 2016 y yo almorzaba mientras veía al reportero de un noticiero repetir como loro la versión oficial de la Policía. Lo usual en todos los noticieros del país: los policías cuentan por qué esos cuerpos terminaron cadáveres; los periodistas escogen palabras marchitas (percatarse, fallecer, enfrentamiento, dar parte, localidad, sujetos) y cotorrean lo que les contaron. Lo dan por cierto. Decenas de miles de salvadoreños desayunamos, almorzamos y cenamos mientras escuchamos esas mentiras. Debido a que en los noticieros del país hay asesinatos casi siempre, esos programas están catalogados «para mayores de edad» por el Ministerio de Gobernación. Los sucesos nacionales no son aptos para niños, pues.

Yo tenía aquel día más de cinco años siendo parte de Sala Negra, una unidad de investigación sobre violencia del periódico El Faro. Hacía mucho rato que me dedicaba a la labor de entender en profundidad por qué somos tan violentos en esta región del mundo. Cuando digo región no digo límites difusos como la niebla, digo demarcación: Guatemala, Honduras, El Salvador, lo que comúnmente conocemos como triángulo norte de Centroamérica, porque nos parece que unas similitudes nos igualan más que tantas diferencias. Las similitudes son los asesinatos, pero también la pobreza, la migración, las pandillas, todo así, con etiquetas, en general, grosso modo.

Acatando la categoría, en estos países nos asesinamos mucho, más de lo normal, más de lo anormal aceptable planetariamente, nos matamos como una epidemia. Lo usual en la región en estos últimos diez años es que la tasa de homicidios supere los 40 por cada 100.000 habitantes. ¿Cómo se crea un monstruo humano? ¿Cómo se crean tantos? Es otra forma de hacerse la pregunta que nos convocó en aquel proyecto. ¿Cómo se crea una sociedad monstruosamente violenta? Era la gran pregunta que empecé a contestar desde mi trinchera en 2011.

En el reporte de aquel noticiero hubo una anomalía.

«Algunos residentes confirmaron que los fallecidos pertenecían a la pandilla 18, aunque tienen una versión diferente de lo sucedido», dijo el reportero. Y la voz fina de una campesina sonó queda, susurrante en la pantalla:

–De hecho, ahí estaban durmiendo… Sí, ahí, si es que como el predio es grande, ¿va? Ellos nunca han corrido. Ellos ahí estaban y los policías han llegado ahí a matarlos. Ellos no han corrido. Ellos no se han corrido. Los bichos no estaban armados.

Eso fue todo lo que dijo la mujer en la tele. Luego volvió a decir cosas el reportero: «Solo durante el 2015 se registraron 200 enfrentamientos entre delincuentes y miembros de la corporación. Hasta el pasado viernes, se habían cometido 954 homicidios, un promedio de 23 al día.»

Yo escuché eso y supe que aquello había sido una masacre. Ahora mismo ustedes no entenderán por qué lo supe, pero lo supe. Escogí el verbo: no lo intuí, no lo concluí, no lo sospeché, no lo interpreté. Lo supe. Como digo, ya llevaba años en esto, ya verán. Y comí una cucharada más de arroz. La noticia –o más bien lo que la noticia ocultaba– fue clara para mí, diáfana: unos policías mataron a unos muchachos rendidos, pandilleros o no.

«Sé cómo se asesina en mi país; no es mérito, es mi trabajo: me pagan por entender, entre otras cosas, por qué nos matamos tanto»

Hay conocimientos que parecen escandalosos y no lo son. Hay escándalos que son vida diaria. Quizá uno de los rasgos más monstruosos de una sociedad como esta es que la vida diaria incluya esas deformaciones. Cuando aquel día yo escuchaba palabras marchitas en un noticiero y sabía con convicción que la Policía había asesinado otra vez, seguí almorzando sin mayores sobresaltos. Sé cómo se asesina en mi país. No es mérito, es mi trabajo. Me pagan por entender, entre otras cosas, por qué nos matamos tanto. Entendí en estos años que muchos policías están hartos de ser autoridad de día y víctimas de las pandillas cuando en las noches vuelven a sus casas en zonas marginales controladas por la Mara Salvatrucha o el Barrio 18. Policías de base y pandilleros pertenecen al mismo estrato social, de la mitad para abajo. Habitan los mismos barrios. Solo en 2015, el año anterior a lo que pasó en la iglesia Santa Teresa de Ávila, 93 policías fueron asesinados por pandilleros. La enorme mayoría, mientras estaba en descanso. Circularon videos grabados por pandilleros de asesinatos de agentes en breñas sin nombre.

Uno de aquellos videos me lo mostraron dos personas: un policía y un pandillero. El policía era inspector de homicidios y me lo mostró a mediados de 2015 tras pronunciar esta frase: «Mire estos hijos de puta sádicos lo que hacen. ¿Cómo quiere que los compañeros no estén emputados y salgan a matarlos?» El pandillero, un veterano venido a menos tras regresar de Estados Unidos, donde hacía sushi, me lo mostró ya en 2016, tras decir: «Después de que la Policía les da verga y les mata a los familiares y los llega a sacar de las casas del pelo en la noche, sin pruebas ni nada, los hommies quedan locos y con ganas de venganza, y así llegamos a estas situaciones.»

«¿Cómo se crea un monstruo humano? ¿Cómo se crean tantos?»

El ojo por ojo se queda corto. Es solo el inicio en composiciones humanas donde matar es un verbo que dice poco y que requiere especificaciones: descuartizar, incinerar, decapitar, estrangular, machetear. Ojo por dos ojos; dos ojos por cabeza; cabeza por… Hay, en estos fondos, incluso metáforas: cuando a alguien le retiran brazos, piernas y cabeza, lo han asesinado haciéndole un «corte de chaleco»; cuando a alguno le impactó un disparo de escopeta en la cabeza, deshaciéndosela, «le destaparon el coco»; si lo lanzaron a un pozo, lo pusieron a «tomar agua»; y si quedó boca arriba en algún monte, quedó «contando estrellas». En el video que me mostraron, cuatro pandilleros destazan el cuerpo de un policía, aparentemente sin vida.

Ocurre en una zona árida, polvosa. El cuerpo está al borde de una tumba que han cavado previamente. Entre tres, le arrancan brazos y piernas. Quien filma no aparece nunca en escena, pero es la voz de mando. Se percata de que el cuarto pandillero filmado no participa y entonces esa voz omnisciente ordena a otro: «Perro, dele el corvo al niño. Niño, vuélele la cabeza.» El video no es de alta calidad, es difícil calcular la edad del cuarto desmembrador, pero es un pandillero escuálido, un cuerpo raquítico. Toma el machete y se afana intentando separar la cabeza del torso. El que filma ríe a carcajadas, el encuadre tiembla con los es- pasmos de la risa. La mutilación no es completa, la cabeza se reclina colgante hacia delante y los pandilleros empujan los pedazos al hoyo. ¿Qué es violencia extrema? Depende de a quién se le pregunte.


Este es un fragmento de ‘Los muertos y el periodista’ (Anagrama), de Óscar Martínez. 

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