Medio Ambiente

Las taxonomías verde y social, o la importancia de hablar claro

En el plan de acción europeo para una economía más limpia, la medida que ha acaparado más miradas ha sido la de establecer un lenguaje común para las finanzas sostenibles. Pero ¿qué queremos decir cuando decimos que un producto está orientado a un fin verde o social?

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26
noviembre
2021

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En marzo de 2018, la Comisión Europea presentó un plan de acción para dotar a Europa de una economía más verde y limpia. Basado en las recomendaciones del denominado Grupo de Expertos de Alto Nivel sobre Finanzas Sostenibles, en el momento de su presentación, Frans Timmermans, vicepresidente primero de la Comisión, afirmó que permitiría «tomar decisiones positivas a inversores y ciudadanos para que su dinero se utilice de forma más responsable y apoye la sostenibilidad». De sus seis principales líneas estratégicas, una de las más esperadas y que desde entonces ha acaparado una mayor atención fue establecer un lenguaje común para las finanzas sostenibles mediante una taxonomía unificada a nivel europeo con la que determinar de qué hablamos cuando decimos que algo es sostenible e identificar las áreas en que la inversión sostenible puede tener un mayor impacto.

En palabras de la actual consejera de la CNMV, Helena Viñes, cuando en 2019 todavía ocupaba el rol de Deputy Global Head of Sustainability de BNP Paribas, esa taxonomía verde iba a ser «una lista ‘viva’ de todas las actividades económicas que realmente pueden considerarse ambientalmente sostenibles» y definir y proporcionarnos «un entendimiento común de lo que es verde». Recogía de forma igualmente elocuente por qué era necesaria esa estandarización, que equiparó a la adopción del sistema métrico en Europa en el siglo XVII: entre otros motivos, porque la ausencia de la misma constituía un freno y fomentaba el escepticismo hacia los productos financieros ‘verdes’.

En los últimos tres años, la Comisión ha intentado definir qué es sostenible en cuanto a la mitigación y adaptación al cambio climático

La idea detrás de la taxonomía es sencilla. Para que una actividad pueda ser considerada verde, debe demostrar que realiza una contribución sustancial a uno de los seis objetivos ambientales de la Unión Europea –la mitigación del cambio climático, la adaptación al mismo, la preservación de los recursos hídricos y marinos, el fomento de la economía circular, evitar los residuos o reciclarlos, y limitar la contaminación– y que no impacta perjudicialmente en ninguno de los otros cinco. Y su elegibilidad final depende de que alcance o no determinados umbrales en métricas como, por ejemplo, la intensidad de carbono.

En los más de tres años transcurridos desde el anuncio de la taxonomía, la Comisión se ha centrado en definir qué es ambientalmente sostenible en relación a dos de esos seis objetivos a escala europea: los relativos a la mitigación y a la adaptación al cambio climático. De la mano de un grupo de expertos externos a la institución, se han mapeado las actividades económicas responsables del 93% de los gases de efecto invernadero o que se verán más afectadas por el cambio climático y se han establecido criterios técnicos con los que poder determinar de forma estandarizada si las actividades de esos sectores pueden ser consideradas o no sostenibles.

De modo que hasta ahora, y de forma muy resumida, se ha establecido que para que una actividad pueda ser considerada ‘verde’ en Europa debe realizar una contribución sustancial a –por lo menos– uno de los objetivos sin causar un prejuicio a los restantes. Para dos de esos objetivos, ya se han fijado además criterios técnicos en mayor detalle y profundidad.

La Unión Europea ya mira también hacia una taxonomía aplicada a iniciativas en beneficio de la sociedad

Pero queda naturalmente mucho trabajo por hacer… Para empezar, el desarrollo de pautas para los otros cuatro objetivos ambientales. Sin embargo, y a medida que el debate y la observancia de la sostenibilidad se intensifica en la Europa y en el mundo poscovid, la Unión Europea ya mira más allá. Por ejemplo, en la dirección de una taxonomía social, que consiga una estandarización parecida a la que se persigue en materia medioambiental pero aplicada a iniciativas en beneficio de la sociedad, sobre las que en el fondo recaen dos preguntas parecidas. ¿Qué queremos decir cuando decimos que un producto o servicio financiero está orientado a un fin social? ¿Cómo medimos su desempeño?

Esa taxonomía social, pese a encontrarse en una instancia muy preliminar, ya ha suscitado debates y conclusiones interesantes a nivel europeo. Por ejemplo, la toma de conciencia sobre que la taxonomía verde puede basarse en la ciencia, pero que la social deberá orientarse necesariamente por normas internacionales, y, por lo tanto, va a ser difícil basarla en criterios cuantitativos. O la necesidad de centrar esa taxonomía social no tanto en la medición de factores inherentes a la actividad económica, como la creación de empleo, sino de beneficios sociales añadidos, como podría ser garantizar unas condiciones de trabajo dignas.

Celebramos los avances que se han producido hasta ahora en esa taxonomía verde y social porque arrojan luz y objetividad a la definición de productos sostenibles. Un paso fundamental en el camino hacia la Transición Verde a la que aspira Europa, y de la que nuestro país está siendo pionero.


Elisa Ricón es directora general de INVERCO e integrante del Comité Ejecutivo del Centro de Finanzas Responsables y Sostenibles de España (Finresp).

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