Economía

La taxonomía europea y el futuro de la sostenibilidad

Las medidas impulsadas desde la Unión Europea pretenden redirigir los flujos económicos hacia las inversiones verdes. El principal objetivo no es solo ayudar a crear una sociedad más justa, sino evitar que la responsabilidad ambiental y social deje de ser opcional.

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24
noviembre
2021

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El cambio climático ha acelerado la necesidad de adoptar cambios en la economía para evitar sobrepasar los límites planetarios. En los últimos años, empresas de múltiples sectores anunciaron sus nuevas estrategias, apostando por una producción más responsable y menos dañina. Juzgar el nivel de sostenibilidad de las distintas entidades puede resultar abrumador, especialmente a causa de los problemas de medición: ¿cómo es posible medir el impacto real de cada actividad económica? Y además, ¿qué determina si una actividad es o no sostenible? Para esta tarea, las instituciones internacionales han de homogeneizar los sistemas de medición entre países, guiando a gobiernos, ciudadanos e inversores.

El objetivo de la Taxonomía Europea es guiar a los inversores, garantizando la certeza de que su contribución tiene impacto real

Estos objetivos llevaron a la Comisión Europea a lanzar en 2019 el Pacto Verde Europeo, también conocido como Green Deal. Su elaboración se llevó a cabo con el fin de establecer las estrategias que abogan por una economía europea más sostenible. Así, el plan aborda distintas líneas estratégicas que tratan de convertir los desafíos medioambientales en oportunidades para los distintos actores involucrados en la economía. Una de dichas estrategias se basa en la movilización del capital privado hacia las inversiones sostenibles, razón por la cual surgió la Taxonomía Europea: un sistema –diseñado por un grupo de 35 expertos– que sirve para clasificar las distintas actividades económicas en clave de sostenibilidad. Su principal objetivo, por tanto, es guiar a los inversores, garantizando la certeza de que su contribución tiene impacto real.

A pesar de que la regulación entró en vigor el 12 de julio de 2020, no fue hasta junio de este mismo año cuando se comenzó a especificar la información que las empresas deben revelar sobre cómo –y en qué medida– sus actividades se alinean con la taxonomía europea; en este sentido, las primeras divulgaciones deberán empezar a partir del 1 de enero de 2022. Según la consultora Ramboll, solo se han establecido los criterios de selección para dos objetivos ambientales: la adaptación y la mitigación del cambio climático. Los criterios restantes, relativos al uso de la economía circular, el uso sostenible del agua, la prevención contra la contaminación y el mantenimiento de un ecosistema saludable, se aplicarán a partir del 1 de enero de 2023. La taxonomía identifica varios requisitos para probar una actividad como medioambientalmente sostenible: debe contribuir a una economía neutra en carbono, no dañar otros objetivos medioambientales y garantizar una serie de estándares éticos, sociales y laborales.

A efectos prácticos, la taxonomía ganó importancia al integrarse en los criterios incluidos en la última enmienda de la Directiva 2013/34/EU, conocida de manera más informal como la Directiva de reportes no-financieros. Esta directiva establece la clase de información que debe transmitirse en los informes no-financieros de entidades de distinta índole. En términos prácticos, esto implica que las compañías afectadas deberán informar de qué cuota de su facturación está relacionada con actividades sostenibles en base a los criterios taxonómicos. Es decir, ya no bastará con afirmar que una compañía es «verde» sin más detalle, lo cual puede ser especialmente útil a la hora de evitar el llamado greenwashing: ya no servirá con publicar eslóganes vacíos de significado, a partir de ahora las estrategias de marketing deberán estar basadas en datos objetivos.

Los consumidores gozarán de una mayor transparencia y los reguladores podrán implementar marcos de inversión verde a un coste menor

Estos instrumentos auguran un horizonte esperanzador: un futuro en el que la regulación acelere la adaptación de la economía mediante la re-orientación del capital privado. No obstante, la taxonomía se enfrenta a una serie de retos que podrían dificultar su implementación. En primer lugar, su aplicación requiere de un análisis riguroso por parte de las entidades, lo que puede resultar muy costoso: verificar las garantías sociales y la ausencia de daño no es tarea fácil. Por un lado, las empresas multinacionales abarcan muchos países a través de su cadena de producción, lo cual dificulta extremadamente la verificación de sus prácticas. Al otro lado del espejo, es necesario recordar que las empresas pequeñas no suelen contar con el capital suficiente para poder invertirlo en esta clase de elaboración informativa. A su vez, cabe remarcar que la medición actual no es precisa y la calidad de los datos es limitada, lo cual dificulta la comprobación de criterios. Idealmente, además, la información no-financiera empresarial debería ser estandarizada y verificada por un agente externo.

Pero de llevarse a cabo con eficacia, los inversores no serían los únicos participantes que se beneficien de la taxonomía: los bancos y aseguradoras podrán identificar activos verdes fácilmente, los consumidores gozarán de una mayor transparencia y los reguladores podrán implementar nuevos marcos de inversión verde a un coste menor. Las empresas, además, contarían con un marco científico fiable con el que poder definir de forma eficiente sus líneas de negocio.

Este tipo de medidas suelen evolucionar paulatinamente, estableciendo instrumentos voluntarios primero y volviéndose vinculantes posteriormente. Sin embargo, dada la urgencia de la lucha contra el cambio climático, se prevé que estas disposiciones no tarden mucho en aplicarse, razón por la cual el sector privado parece prepararse ya para ello. El mercado financiero regula la economía no solo nacional, sino global. Cualquier medida que redirija los flujos de capital puede ser determinante.

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