Opinión

¿Es la cuestión la libertad?

La victoria de Isabel Díaz Ayuso en las últimas elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid se construyó alrededor del concepto de «libertad». Pero ¿cómo se conjuga el pleno ejercicio de la libertad con la igualdad de oportunidades en democracia?

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01
junio
2021
Isabel Díaz Ayuso en el debate de Telemadrid.

En las recientes elecciones a la Comunidad de Madrid, el lema sobre el que giró la campaña de la candidata del Partido Popular, Isabel Díaz Ayuso, fue el de la «Libertad». Contrapuesta en un primer momento al «Comunismo», finalmente se optó porque esa única palabra fuera el lema de campaña. Así, la candidata describió la libertad en una entrevista con el periodista Carlos Alsina como «la posibilidad de que todos los ciudadanos elijan el tipo de vida que quieren, el modelo sanitario o el modelo educativo de sus hijos, o el no tener que soportar un cierre masivo de negocios», añadiendo que ese concepto de libertad estaría «amenazado según las políticas que entren en el Gobierno».

En contra de la regulación del precio de los alquileres y la subida de impuestos planteada por los partidos de la izquierda, Ayuso propuso de manera clara y contundente una rebaja de impuestos, ligando la misma, de nuevo, al concepto de libertad porque «el exceso de burocracia y de impuestos acaba con la libertad y con el incentivo de emprendimiento». La izquierda puso en solfa este discurso, e intentó ridiculizarlo. De hecho, el PSOE fue cambiando de argumentario varias veces a lo largo de la campaña hasta el punto de llegar a asumir el discurso de Ayuso en temas capitales, propugnando la no subida de los impuestos autonómicos en esta legislatura, cuando desde el Gobierno central se hablaba de armonización fiscal para defender justamente lo contrario: que tampoco cerraría la hostelería y que el –antes denostado– hospital Isabel Cendal, seguiría abierto.

El electorado –un porcentaje a tener en cuenta pues en las últimas elecciones a la comunidad habían dado la victoria a Angel Gabilondo– otorgó su confianza a la ridiculizada Isabel Díaz Ayuso, que duplicó los escaños que antes tenía el PP en la Asamblea regional, mientras el PSOE sufría un descalabro importante, hasta tal punto que Más Madrid –un partido creado apenas hacía dos años– le arrebató el liderazgo de la oposición con los mismos escaños pero un puñado más de votos.

No obstante, la victoria de Ayuso se construyó sobre algo más que el haber sabido identificar «que vivimos en una fatiga pandémica y mental respecto a las restricciones», como declaró Toni Aira, profesor de comunicación política de la UPF-Barcelona School of Management y autor del libro La política de las emociones. No se deberían identificar erróneamente las causas de la victoria obtenida por la candidata popular, y tampoco las causas de la derrota sin paliativos del partido socialista. No pretendo hacer un análisis político sino, a partir de la narración de los hechos acaecidos, invitar a la reflexión sobre una serie de ideas en torno a la libertad.

«Los mensajes de Ayuso no giraron sobre las libertades políticas, sino sobre la libertad individual como atributo para autodeterminarse»

Ninguno de los candidatos –o, al menos, los instrumentos de comunicación de los partidos– analizaron con un mínimo de rigor, sin descalificaciones de trazo grueso que venían a identificar al Partido Popular con el fascismo (o con la taberna), el concepto de libertad, su significado y sus límites. A Ángel Gabilondo, que por su formación filosófica, tenía sobrada capacidad y talante para haberlo hecho, posiblemente no le dejaran. Es obvio que sus mensajes los hacían otros, que fueron quienes marcaron los tiempos y las ideas sobre las que vertebrar la campaña en cada momento, sin dejarle manifestar sus convicciones más profundas.

Si analizamos los mensajes de la hoy presidenta de la Comunidad de Madrid, veremos que estos no giraron sobre las libertades políticas, sino sobre la libertad individual como atributo del hombre individual para autodeterminarse y decidir si «ir a tomar unas cañas», ejercer la libertad de empresa o escoger el centro sanitario o educativo para sus hijos. Nadie entró a profundizar en el significado de la «libertad» –sobre la que tanto se ha filosofado desde que el hombre desarrollase su capacidad analítica–, un atributo exclusivo del ser humano que solo es capaz de desarrollar en sociedad ya que, si viviéramos en medio del mundo aislados de los demás, todos nuestros esfuerzos se centrarían y agotarían en la lucha por sobrevivir, buscar alimento, abrigo, protección.

No habría mucho más tiempo ni capacidad para elegir otra vida. Solo en sociedad, cuidados y enseñados por nuestros semejantes y protegidos por otros como en un enjambre, se abre ante el ser humano la posibilidad de elegir entre múltiples alternativas, hasta el punto de que, cuanto más perfecta y desarrollada es una sociedad, más son las alternativas que tienen sus miembros de desarrollar ese atributo que nos hace únicos.

Desde este reconocimiento de la influencia positiva que la sociedad y la cultura transmitida de generación en generación tienen en el ejercicio de la libertad, se torna razonable exigir del hombre en sociedad –del ciudadano– que el ejercicio de su libertad no lo utilice contra la sociedad o contra alguno de sus miembros; y por eso también el ejercicio de su libertad solo adquiere pleno sentido cuando se proyecta en beneficio de la sociedad y de los demás. Desde esta perspectiva parece necesario reconocer que el ejercicio de la libertad individual no puede prevalecer cuando choca con los derechos de otros individuos libres, o con el interés común.

«La sociedad puede limitar, a través de la ley, la libertad individual para garantizar la de los demás miembros»

John Stuart Mill, político, parlamentario y filósofo británico, expresó una idea bastante acertada de hasta dónde debía llegar la libertad del individuo y hasta dónde la autoridad que la sociedad podía ejercer sobre él en Sobre la Libertad, ese libro extraordinario que Fernando Savater recomendaba al que no se había iniciado en lecturas filosóficas para saber «qué deben de dejarte hacer y qué debes permitir que hagan los otros».

Escribe Mill: «En la parte que concierne meramente a uno, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiera a los demás». Para él, el único fin por el cual sería justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entrometiera en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros sería la propia protección, y la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de la comunidad contra su voluntad es evitar que perjudique a los demás.

Las ideas de Mill, que no dejaron de escandalizar a la sociedad anglosajona del siglo XIX, un siglo después, tuvieron reflejo normativo en el artículo 4 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: «La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el disfrute de los mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley».

La atenta lectura del precepto nos sugiere un escalón superior en el entendimiento del concepto de libertad. No es suficiente –en un estado superior de las cosas– con evitar causar perjuicio a los demás, porque la libertad solo tiene sentido en sociedad si lo es para el conjunto de los miembros que la conforman. Es decir, si está acrisolada con los valores de la igualdad y de la justicia. Por eso, y con esa finalidad, la sociedad, a través de sus legítimos representantes (en los que delega en una democracia su poder soberano) puede limitar, a través de la ley, la libertad individual para garantizar la de los demás miembros.

«Los poderes públicos deben promover las condiciones para que la libertad sea real y efectiva»

Precisamente, libertad, igualdad y justicia son proclamados, conjunta y armónicamente, en el artículo 1 de la Constitución Española de 1978 como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico. Basta ser nada más que observador para percatarse de que el pleno ejercicio de la libertad está intrínsecamente ligado a la igualdad de oportunidades. La libertad de elegir centro educativo o sanitario (público o privado), la libertad de emprendimiento o de ocio depende de manera directa de las condiciones socioeconómicas de cada ciudadano. La libertad es sólo una cara de la moneda, con otra cara que es la igualdad, pues sin igualdad real y efectiva la libertad deja de ser real para los más desfavorecidos.

El significado que esos valores superiores interrelacionados tienen en el orden social al que aspira nuestra Constitución lo explica quien fuera catedrático y vicepresidente del Tribunal Constitucional, Francisco Rubio, al considerar que a la vez que «en lo que toca a la libertad, la Constitución no es el simple encabezamiento de una hoja en blanco en la que el legislador pueda, a su arbitrio, escribir indistintamente la afirmación o la negación, porque no depende de él su existencia. Es por ello que le está vedado al legislador dictar normas reguladoras de una actividad como si tal derecho no existiera, lo que vendría a suponer la anulación de su contenido esencial». Por otra parte, junto a la libertad, los poderes públicos deben promover las condiciones para que no solo la libertad, sino también la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud.

Por eso, la invocación de la libertad como enfrentada a la igualdad supone dar a la misma un sentido contrario al que le otorga el constituyente del 78, para el cual la libertad, como valor de referencia para el orden social pretendido por la Constitución, solo alcanza pleno sentido si se conjuga conjuntamente con la igualdad y la justicia, entendida esta no solo en sentido formal, como interdicción de la arbitrariedad, sino también en sentido material, como «constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo», en palabras ya empleadas por El Digesto.

Y junto a la libertad, la igualdad y la justicia, el respeto a la dignidad de la persona (y a los derechos inviolables que le son inherentes) conceptuado por el Tribunal Constitucional como «valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión al respeto por parte de los demás».

En definitiva, el ejercicio de la libre determinación en perjuicio de los demás, o en menoscabo de sus derechos o de su dignidad, no se amolda (lo que no deberían olvidar otros actores políticos) al orden democrático y social que proclama nuestra Carta Magna, donde el respeto a la dignidad y a los derechos de los demás (de acuerdo con la ley) se configura como fundamento del orden político y de la paz social.

Libertad sí, sin hacer daño a nadie, y además, en el orden social pretendido por nuestra Constitución, dando a cada uno lo suyo y  viviendo honestamente (dignamente, con respeto a la propia dignidad y a la ajena) como ya proclamara el jurisconsulto Ulpiano en el siglo III de nuestra era. O, como con otras palabras formulara el imperativo categórico kantiano, «obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio».

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