Internacional

Los ‘shams’, una celda y la historia del Estado Islámico

En ‘Dawla, la historia del estado islámico contado por sus desertores’ (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo), Gabriele del Grande viaja a Siria para entrevistar a tres desertores del Estado Islámico, un preso político y hasta sesenta y seis testigos que le ayuden a retratar la revuelta de 2011, la insurrección armada y la instauración del Estado islámico.

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10
mayo
2021

Damasco, Siria, septiembre de 2005. A las cinco de la madrugada las calles de la ciudad todavía estaban desiertas. Tras el recodo asomaron los faros de tres coches. Circulaban a gran velocidad por las calles de Damasco. Llegados al barrio de Dahiyat al-Ásad se metieron en un callejón y frenaron bruscamente, cerrando el paso. Por las puertas salieron a toda prisa una docena de agentes de la Seguridad de paisano empuñando sus armas. La mitad de ellos corrieron a las esquinas del cruce para desviar el tráfico. Los demás entraron en el edificio y subieron las escaleras. La vivienda estaba en el segundo piso. Tras efectuar varios disparos a la cerradura de la puerta, con un par de empujones la abrieron y entraron en la casa.

Ayham Saqr había llegado a Damasco el día anterior para reunirse con Maher Asper y Allam Fajur, dos compañeros del Grupo Shams, Jóvenes por Siria. Los tres, desde hacía varios días, tenían la impresión de que la policía secreta los estaba siguiendo y temían acabar como otros dos fundadores de Shams, Husam Malham y Ali al-Ali, detenidos un mes antes. Esa tarde habían acudido al bufete del abogado Anwaral Bunni y la abogada Razan Zaituneh. Los dos letrados pensaban que después del atentado mortal de febrero contra el primer ministro libanés Rafiq Hariri en Beirut el clima había cambiado. La comunidad internacional acusaba al presidente Bashar al-Ásad de estar detrás del asesinato y el régimen se sentía asediado. «El régimen está en peligro. Van a detener a todos, empezando por los firmantes de la Declaración de Damasco. Todos estamos amenazados. Pero si no os largáis, vosotros seréis los primeros», había dicho el abogado Anwaral-Bunni.

«Sin tiempo para darse cuenta de lo que pasaba, se encontraron tumbados de bruces con los brazos doblados detrás de la espalda y las muñecas esposadas»

Esa noche Ayham había ido con Mahir y Allam a casa de un amigo y se habían ventilado una botella entera de araq preguntándose qué sería de ellos. ¿Los detendrían? ¿Los torturarían? ¿Cuántos años pasarían en la cárcel? A las cinco de la madrugada, cuando oyeron los disparos en el descansillo, todavía estaban levantados. Sin tiempo para darse cuenta de lo que pasaba, se encontraron tumbados de bruces con los brazos doblados detrás de la espalda y las muñecas esposadas. Los agentes cargaron con ellos y los sacaron de allí junto con sus ordenadores y todos los papeles que encontraron en el escritorio. Ya en la calle, los metieron en los maleteros de dos coches. Ayham con Mahir y Allam solo.

Después de cerrar los maleteros, los agentes subieron a los coches y arrancaron derrapando. Era el 22 de septiembre de 2005. Cuando se abrieron los portones de los maleteros estaban en el aparcamiento de lo que parecía una cárcel. Los llevaron dentro y les quitaron las esposas. Les hicieron sacarse los cordones de los zapatos y los cinturones y los dejaron en pantalones y camiseta. Luego los bajaron por las escaleras del sótano. En el pasillo había cuatro puertas blindadas de hierro, dos a cada lado. Por cada puerta se accedía a una pequeña celda, dividida a su vez en lo que parecían cuatro pequeños armarios pero en realidad eran cuatro celdas de aislamiento, munfarida.

Primero empujaron a Ayham. Lo metieron en la munfarida y cerraron con llave la puerta detrás de él. La munfarida estaba oscura y había una peste a mierda insoportable. La letrina era un agujero en el suelo, sin cisterna. No había ventanas, solo un pequeño tragaluz en la puerta de la celda, arriba, por el que entraban un soplo de aire y un rayo de luz. En el suelo no había ni un jergón, ni una manta, nada. Solo las baldosas. Ayham las contó. Dos por seis filas. De treinta por treinta. Contó dos veces. La celda medía un metro ochenta de largo y sesenta centímetros de ancho. Se sentía extrañamente lúcido. Era como si siempre hubiera esperado ese momento.

«No había ventanas, solo un pequeño tragaluz en la puerta de la celda, arriba, por el que entraban un soplo de aire y un rayo de luz»

Habían pasado seis años desde que empezó a meterse en política, en 1999. Por entonces Ayham solo era un estudiante de la Academia de Bellas Artes, con el pelo largo hasta la espalda y pasión por el body-building. Vivía entre el taller artístico y el gimnasio. Con Mahir, Allam y otros estudiantes universitarios de Damasco, Hims y Salamiyah, su ciudad, se enfrentaron a una misión imposible: lanzar una campaña para cerrar la famosa cárcel política de Tadmur, en Palmira. Había sido su aventura. Era su historia. Cerró los ojos un momento y volvió a verlo todo.

Los primeros viajes por la Siria profunda para ver a escondidas a las esposas y madres de cientos de presos políticos ajusticiados en Tadmur durante los años ochenta y noventa. Las noches en blanco delante del ordenador escribiendo los informes para la Comisión Árabe de Derechos Humanos. Una gira por varias universidades para hablar con los estudiantes. Los mítines delante del parlamento para pedir la disolución del Tribunal Militar y los foros en casas de intelectuales de Damasco en el verano del 2000, cuanto todo aún parecía posible. El 10 de junio de aquel año, después de treinta en el poder, murió el presidente Háfez al-Ásad, y la llegada a la presidencia de su hijo Bashar había inaugurado en el país un periodo de efervescencia política y cultural. En los círculos de la oposición la llamaban Primavera de Damasco. De esa inquietud nació el Manifiesto de los 99, que le pedía al nuevo presidente una serie de reformas democráticas y el fin del estado de excepción, vigente desde 1963. El cierre de la cárcel de Tadmur en 2001 fue el primer paso en esa dirección. Pero el optimismo inicial no tardó en chocar con una situación regional muy desfavorable.

Ante todo, la guerra desatada por Estados Unidos contra Iraq en marzo de 2003, que había desestabilizado toda la región; después, las sanciones de la Casa Blanca contra Siria bajo la acusación de apoyar a al-Qaeda en Irak y ocupar ilegalmente Líbano. Luego, en febrero de 2005, el asesinato con coche-bomba del primer ministro libanés Rafiq Hariri en Beirut. Para Estados Unidos, detrás del atentado estaban los servicios secretos sirios, y en abril de 2005, tras fuertes presiones internacionales, Siria se vio obligada a retirar su ejército de Líbano, donde estaba presente desde 1989 en virtud de los Acuerdos de Taif que habían puesto fin a catorce años de guerra civil en el país.

«Ayham gritaba, pero el militar no se detenía, y la sangre escurría empapando los pantalones hasta gotear en el suelo»

Pocos meses después, aprovechando las presiones internacionales sobre al-Ásad y el descontento popular por el elevado desempleo y las desigualdades crecientes ente los trabajadores y las familias alauíes próximas al presidente, fuertemente enriquecidas en esos años, en el verano de 2005 una amplia plataforma de intelectuales, grupos de la sociedad civil y partidos de la oposición habían empezado a trabajar en la Declaración de Damasco, un llamamiento para relanzar las reformas democráticas. Ayham la había firmado unos días antes de su detención. Estaba pensando en todo esto cuando oyó que abrían la puerta de la celda. Habían venido a buscarlo para el interrogatorio.

En el cuarto de los interrogatorios lo esperaban tres militares. Ayham tenía los ojos vendados y las muñecas esposadas. Le dieron la bienvenida con una tanda de palos. Después dos de ellos lo inmovilizaron y lo colgaron de un gancho por las esposas de modo que sus pies no tocaban el suelo. El tercero, con un látigo de cables de acero, empezó a golpearle en la espalda. A cada golpe los cables laceraban la carne; Ayham gritaba, pero el militar no se detenía, y la sangre escurría empapando los pantalones hasta gotear en el suelo. Después de los primeros cien golpes su torturador se detuvo un momento para descansar el brazo y al final le preguntó:

—¿Qué tenéis contra el Estado?

—No tenemos nada contra el Estado –contestó Ayham, asustado–. Solo queremos mejorar el país apoyando las reformas de su excelencia el presidente.

—¿Entonces por qué no os habéis afiliado al partido?

—Somos un grupo de jóvenes. Queremos participar como sociedad civil.

—Entonces, ¿a qué vienen esos informes a la Comisión Árabe para los Derechos Humanos?

—Solo queremos mejorar las condiciones de los presos.

—¡Mentiras! –dijo el militar y empezó a golpearlo de nuevo, esta vez en el pecho.

Ayham creyó que iba a morir de dolor. Al fuego en la espalda se añadía el del pecho. Gritaba como un condenado. Cada latigazo le hacía ver las estrellas. Si la muerte hubiera tenido un precio, lo habría pagado. Cuando el torturador se detuvo, Ayham ya no tenía aliento para contestar a sus preguntas.

—¿A quién conoces en la oposición?

—A los que conocía los habéis detenido conmigo. El militar le agarró un mechón de pelo y le tiró con tanta fuerza que por un momento Ayham pensó que se lo iba a arrancar.

—¿Quieres tomarnos el pelo? ¿Qué hacías en casa de Michel Kilo y Fayez Sara, de la Declaración de Damasco? ¿Y el escritor Ali Abdallah? ¿Y el abogado Anwaral-Bunni? ¿Y la abogada Razan Zaituneh?

—No tengo nada que ocultar –contestó Ayham con voz cada vez más débil–. Somos un grupo de jóvenes, queremos mejorar el país para todos, también para vosotros.

—Bajadlo —ordenó el torturador soltándole el pelo. Lo descolgaron del techo y lo tiraron de bruces. Uno de ellos le aplastó la cabeza contra el suelo con la bota mientras los otros dos, por detrás, le levantaban los tobillos y se los ataban a un caballete de madera, de modo que las plantas de los pies quedaran hacia arriba. Su torturador cogió una porra y empezó a golpearle en la planta de los pies con todas sus fuerzas. Ayham nunca habría imaginado que se podía sentir un dolor tan fuerte. Al cabo de un rato ya no sabía si le quedaban pies, de hinchados que los tenía. Y el hombre seguía pegando. Pegaba y gritaba:

—¿Quién os apoya? —y seguía pegando.

—¿Está Arabia Saudí detrás? —y seguía pegando.

—¿Os pagaba Rafiq Hariri antes de morir? —y seguía pegando.

—¿Os pagaban los americanos? —y seguía pegando.

Pero Ayham ya no era capaz de responder. Cuando estaba a punto de perder el sentido lo desataron, lo tiraron al suelo y lo llevaron a rastras hasta la celda, donde lo dejaron medio desmayado. Por la noche volvieron a cogerlo para otro interrogatorio. Siguieron así durante dos semanas. Dos sesiones de tortura diarias. Mañana y noche. Primero una buena tanda de porrazos, patadas y puñetazos en la cara. Luego lo colgaban de las manos, le tiraban del pelo, lo golpeaban con el látigo de acero, le pegaban en las plantas de los pies. Y al final las mismas preguntas inútiles.

Entre cada interrogatorio, mientras lo dejaban solo y aislado en la munfarida de sesenta centímetros, dormía. En cuanto cerraban la puerta de la celda detrás de él y caía en el suelo, se quedaba profundamente dormido. Solo se despertaba para comer cuando llamaban con el rancho. No sabría decir si había dormido una hora o veinticuatro. La comida era escasa. Una vez un huevo duro, otra arroz, otra sopa. Pero no pensaba en eso. Solo se preguntaba dónde estaba y qué sería de él. Todavía no le habían dicho de qué lo acusarían. Nadie le había dicho que estaba en el cuartel general de la Seguridad de la Aérea, al-Amn al-Yawi, de Harasta, un suburbio de Damasco.

No lo descubrió hasta el día que lo sacaron de allí. Vinieron a por él a la munfarida por la mañana temprano y lo acompañaron al depósito. Allí le entregaron los cordones de los zapatos, el cinturón, los documentos y la cartera. Luego le sacaron fotos para la ficha y lo llevaron a una sala de espera donde, para su sorpresa, se encontró no solo con Allam y Mahir, detenidos con él, sino también con otros cuatro fundadores del Grupo Shams: Husam Malham, Ali al-Ali, Umar al-Abdallah y Tariq al-Ghurani. Cruzaron sonrisas de complicidad, a pesar de que los siete tenían los ojos morados por los golpes. La sala estaba llena de guardias, y no lograron cruzar una sola palabra. Pero por sus miradas se adivinaba lo que todos pensaban: que los iban a liberar.


Este es un fragmento de ‘Dawla, la historia del estado islámico contado por sus desertores‘ (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo), por Gabriele del Grande.

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