La globalización del conflicto
En los últimos años, se ha visto una tendencia globalizadora de conflictos que, hasta hace relativamente poco, eran principalmente regionales.
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En enero de este año, dos observadores expertos de la política exterior norcoreana afirmaron en un artículo lo siguiente: «Creemos que Kim Jong-un ha tomado la decisión estratégica de ir a la guerra». Por aquel entonces parecía simplemente una afirmación exagerada de dos personas que habían sucumbido a la propaganda belicista norcoreana, que se había ido incrementando considerablemente. Ahora, casi un año más tarde, unos 12.000 soldados norcoreanos participan con uniformes rusos en la guerra de Ucrania, en la que es la primera gran intervención militar del país asiático desde la guerra de Corea, setenta años atrás.
Volodímir Zelenski, que como presidente ucraniano trata de vender la victoria de Ucrania como un triunfo para la seguridad de toda Europa, afirmó que la intervención norcoreana es «el primer paso para una guerra mundial». Sus palabras, intencionadamente exageradas, encierran algo de verdad. La era de la globalización económica se debilita para dar paso a otra donde los conflictos regionales tienen facilidad para globalizarse. Todo Occidente, así como Irán, China y Corea del Norte participan de alguna manera en la guerra de Ucrania iniciada por Rusia; tras los ataques terroristas del 7 de octubre de 2023, la guerra entre Israel, Hamás y Hezbolá ha llevado a una guerra regional de baja intensidad entre Irán y el Estado judío, con participación occidental y con capacidad para intensificarse y afectar a más países.
La globalización de conflictos que deberían permanecer aislados es fruto de la colaboración cada vez más estrecha de las autocracias del mundo para lidiar con sus disputas regionales, hasta tal punto que el think tank Consejo Atlántico ha hablado del surgimiento de un incipiente mercado común de autocracias. El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, ha sido más directo al mencionar recientemente que vamos hacia un mundo «cada vez más transaccional donde el interés es más importante que los valores». Sus declaraciones explican, por ejemplo, los escasos escrúpulos entre los gobiernos norcoreano y ruso, donde el primero ofrece soldados como trueque a cambio de alimentos o transferencias de tecnología militar rusa.
¿Pero qué intereses pueden tener en común una república teocrática como Irán, dos dictaduras asiáticas de partido único (China y Corea del Norte) y la autocracia oligárquica rusa? Al contrario que durante la Guerra Fría, donde la colaboración y las alianzas se explicaban principalmente mediante una división ideológica más bien clara, en el mundo actual este argumento no es posible. Pero donde una ideología común no nos sirve para entender estas alianzas tan particulares, tal vez la geografía pueda hacerlo en parte.
Para las potencias continentales, la defensa de las fronteras y el expansionismo son de gran importancia para su supervivencia
Para la historiadora estadounidense Sara C. Paine, las potencias pueden dividirse en dos grandes categorías, las marítimas y las continentales, y ambas ven su posición y papel en el mundo de maneras radicalmente distintas. Para las potencias continentales (y todas las autocracias antes mencionadas lo son) la defensa de las fronteras y el expansionismo a costa de otros países son de gran importancia para su supervivencia. Es un sistema basado en la creación de esferas de influencia y en la destrucción de riqueza mediante la socavación de terceros países. En las causas argumentadas por el Kremlin para invadir Ucrania, así como en su destructivo modo de ejecutarla, se puede ver un claro ejemplo de esto.
Por su parte, las potencias marítimas (Estados Unidos, parte del resto de Occidente, Japón después de 1945…) son fácilmente defendibles por mar y basan su razón de ser en el comercio y en la creación de todo tipo de instituciones y leyes para promover la riqueza que se genera, minimizando los costes de las transacciones comerciales. Aunque debilitado, este es el orden global en el que todavía nos encontramos y que tanto los políticos aislacionistas en Occidente como las acciones de las autocracias continentales tratan de subvertir en su totalidad.
En estas dos últimas décadas, los partidarios de un orden global marítimo que creían firmemente asentado minimizaron o vieron con condescendencia las acciones de aquellos interesados en destruirlo. En Occidente, tal vez la principal negligencia fue pensar que todos los países, independientemente de su trasfondo histórico, su mentalidad, su cultura y su situación geográfica, querían sinceramente participar del sistema económico global con las reglas de un mismo juego.
De ahí que históricamente se haya pensado en los líderes de las principales autocracias como actores racionales incapaces de perjudicarse a ellos mismos y al resto del mundo con sus acciones. Pueden ser racionales, pero dentro de su propia visión del mundo. Al percibir así a los autócratas se hace el camino para llegar al fin de la historia, pero lamentablemente no en alusión al ensayo de mismo título de Francis Fukuyama, cuando hace más de 30 años parecía decir con autocomplacencia que el orden global liberal duraría para siempre.
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