Opinión

Ética cordial: Compasión por los seres vulnerables

El ser humano se enfrenta a retos universales que debe responder desde las relaciones entre iguales. A través de esta idea, la filósofa Adela Cortina propone en ‘La ética cosmopolita’ (Paidós) un conjunto de normas morales «a macronivel» basadas en la justicia, pero sobre todo en la compasión.

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28
mayo
2021

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Desde hace algunos años vengo diseñando una ética de la razón cordial, que hunde sus raíces en la ética del diálogo que en los años setenta del siglo XX propusieron Apel y Habermas, pero trata de ir más allá de ella, sacando a la luz y desarrollando la dimensión cordial que el diálogo lleva entrañada. Argumentación y emoción andan entreveradas, es posible distinguirlas, pero no separarlas con un bisturí. Para percatarse de ello, es aconsejable ir con Apel y Habermas, pero más allá de ellos.

En efecto, en alguno de sus trabajos recuerda Habermas cómo los trazos esenciales de su filosofía tienen unas raíces biográficas, unas experiencia difíciles de olvidar, entre ellas, una operación en el paladar sufrida de niño. Según su relato, la intervención quirúrgica le condenó a un aislamiento que le llevó a experimentar la necesidad imperiosa de comunicación. Frente a lo que defiende cualquier individualismo miope, típico hoy del neoliberalismo, las personas no somos individuos aislados, sino en vínculo con otras, en una relación básica de reconocimiento recíproco, de intersubjetividad e interdependencia.

Ésta es la clave de la teoría de la acción comunicativa, que permitió a Habermas aportar a la teoría crítica de la escuela de Fráncfort el camino que buscaban Horkheimer y Adorno desde la década de 1960 para poner fin al imperio de la razón instrumental. La única racionalidad humana no es la de individuos que se instrumentalizan recíprocamente para maximizar sus beneficios mediante estrategias, sino que existe también esa racionalidad comunicativa que insta a construir la vida desde el diálogo y el entendimiento mutuo de quienes se reconocen como interlocutores válidos.

«Las exigencias de justicia son morales cuando entrañan razones sobre las que cabe deliberar»

Pero también la experiencia del rechazo en la infancia apunta a una ética vigorosa, tejida de sentimiento y razón, que a mi juicio Habermas no ha desarrollado suficientemente. En la vivencia del rechazo afloran la conciencia de vulnerabilidad y de injusticia, dos emociones que abren el mundo moral, porque la humillación es inaceptable cuando yo la sufro y cuando a la vez tengo razones para defender que nadie debería padecerla. Las virtudes de la ética comunicativa son, entonces, la justicia que se debe a los seres que son autónomos, capaces de hacer su propia vida, y la solidaridad, sin la que no podrían llevarla adelante como seres vulnerables.

En tiempos en que el emotivismo domina el espacio público desde los bulos, la posverdad, los populismos esquemáticos, las propuestas demagógicas, las apelaciones a emociones corrosivas, urge recordar que las exigencias de justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamente. Y, sobre todo, que el criterio para discernir cuándo una exigencia es justa no es la intensidad del griterío en la calle o en las redes, sino que consiste en comprobar que satisface intereses universalizables, no solo los de un grupo, ni siquiera solo los de una mayoría. Ése es el mejor argumento, el corazón de la justicia.

Como bien apuntaba Apel, cualquiera que argumenta en serio sobre qué normas son justas ya ha reconocido que sus interlocutores son personas y que sus intereses tienen que ser tenidos en cuenta dialógicamente. La comunidad de hablantes, actuales o virtuales, forma una comunidad real de comunicación que cualquiera de ellos se compromete a conservar en cuanto realiza una acción comunicativa; por ello tiene la corresponsabilidad solidaria de ayudar a mantener la comunidad real de comunicación. No se trata solo de preservar a la humanidad, sino de hacerlo respetando la dignidad de cada uno de los seres humanos, porque entre ellos existe un vínculo de reconocimiento recíproco. Por eso es necesario a la vez poner las bases para que pueda realizarse en el futuro esa comunidad ideal de comunicación, que es una idea regulativa entrañada en la trama misma del lenguaje.

«La compasión lleva a preocuparse por la justicia, siempre desde la capacidad de compadecer la alegría de quienes se reconocen vulnerables»

Pero, yendo más allá de Apel, el vínculo entre quienes se reconocen como interlocutores válidos puede entenderse en dos sentidos: 1) como vínculo lógico entre los participantes en una argumentación; 2) como vínculo entre los participantes en un diálogo, que no solo ponen en juego su capacidad de argumentar, sino también otras capacidades, como la de estimar valores, apreciar lo que vale por sí mismo, el sentido de la justicia y la capacidad de compadecer reconociendo a aquellos que son carne de la misma carne y hueso del mismo hueso.

Estas dos formas de vínculo se unen de tal modo que sin la segunda es difícil, si no imposible, que las personas quieran entrar en diálogo en serio; es difícil que se interesen en serio por descubrir si son válidas las normas que afectan a las personas; es difícil que se decidan por intereses universalizables, que siempre favorecen a los peor situados, porque los bien situados se aprovechan de los privilegios, los desfavorecidos apuestan por lo universalizable, que es lo más básico.

Atender a esa dimensión experiencial del reconocimiento recíproco es ineludible para querer dialogar en serio sobre la justicia de las normas. A ese tipo de reconocimiento podemos llamar reconocimiento cordial o reconocimiento compasivo, porque es la compasión la que nos lleva a preocuparnos por la justicia. Pero no entendida como condescendencia, sino como la capacidad de compadecer la alegría y el sufrimiento de los que se reconocen como autónomos y a la vez vulnerables. El descubrimiento de ese vínculo, de esa ligatio, lleva a una obligatio, que es más originaria que el deber, lleva a la compasión en la alegría y en el sufrimiento.

El vínculo comunicativo no descubre solo una dimensión argumentativa, sino también una dimensión cordial y compasiva. Argumentar en serio sobre lo justo carece de sentido si esa exigencia no brota de una razón cordial, de una razón no menguada, sino íntegra, porque conocemos la verdad y la justicia no solo por la argumentación, sino también por el corazón.Por eso, la virtud humana por excelencia es la cordura, en la que se dan cita la prudencia, la justicia y la kardía, la virtud del corazón lúcido.


Este es un fragmento de ‘La ética cosmopolita’ (Paidós), por Adela Crotina.

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