Cultura
Mishima, el último samurái
Mishima escribe a propósito de lo que todos callan: la homosexualidad, la seducción por la muerte, la nostalgia del imperio. Padre de doscientas cuarenta y cuatro obras, este escritor furtivo defendió la pureza de la cultura tradicional japonesa hasta tal punto que recurrió al ‘harakiri’ como rúbrica de su compromiso.
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Su actitud vital de corte aristocrático, sus formas distinguidas, una elegancia existencial casi extrema y una biografía que en sí misma resulta una obra de arte hacen de Mishima Yukio –en japonés, el apellido precede al nombre (Tokio, 1925-1970)– no solo un escritor inevitable, sino una personalidad fascinante. De estilo austero, casi hirsuto, contenido como la prosa de Duras, con rastros autobiográficos, Mishima escribe a propósito de lo que todos callan: la homosexualidad, la seducción por la muerte, la nostalgia del imperio. Pese a su juventud, fue candidato varias veces al Nobel. Acaso demasiado irreverente para la Academia, el galardón acabó en manos de su maestro y amigo Kawabata, escritor de honda melancolía, que también se suicidó (aunque de un modo mucho más occidental y prosaico: inhalando gas, como Anne Sexton).
Nacido como Mimitake Hiraoka (se dio a sí mismo el nombre de la gloria en plena adolescencia), primogénito del secretario de pesca nipón y criado por su abuela paterna, Natsuko, Mishima descendía de los Tokugawa, clan guerrero que había regido Japón durante casi tres siglos. Psicótica y megalómana, Natsuko inculcó a Mishima una añoranza enfermiza por el bushido, ese código ético que exige al samurái entrega, lealtad y honor como imperativo absoluto. Le prohibió jugar con otros niños, le reprimió cualquier emoción que asomara en su rostro o en su cuerpo, y le imprimió una férrea disciplina.
A los doce años, el joven regresa con sus padres. El ambiente también está viciado. Su padre, simpatizante del nazismo, detesta que su hijo escriba –escribir le resulta síntoma de debilidad, de raquitismo del ánimo– y decide enviarle a la Escuela Superior Gakushuin, donde estudiaba el príncipe heredero Akihito, y más tarde la Universidad de Tokio, en la que se graduó como abogado. Quiso para su hijo un futuro desaliñado, pero con estabilidad económica y cierto reconocimiento social.
En 1968 funda la Sociedad del Escudo, una organización de extrema derecha con trescientos miembros listos para la lucha
Mishima, sin embargo, tenía otros planes. Seguía escribiendo furtivamente (de madrugada, hasta el alba, costumbre que mantuvo a lo largo de su vida) y se despidió del puesto en el Ministerio de Finanzas que su padre le había conseguido. Con veinticuatro años, publicó Confesiones de una máscara, que se agotó en pocos días y le reportó el reconocimiento suficiente para poder vivir de su escritura. Dueño de una estética moderna que asumía y reconocía la tradición japonesa más canónica, legó más de doscientas obras, entre novelas, relatos, ensayos y teatro. El pabellón de oro, El marino que perdió la gracia del mar, En defensa de la cultura o Una vida en venta son algunos de sus títulos más conocidos.
En el entretanto, siendo requerido como soldado en la II Guerra Mundial, el doctor que lo examinó lo diagnosticó de tuberculosis, frustrando su deseo de convertirse en kamikaze, lo que le causó un profundo malestar próximo a la vergüenza por no haber podido luchar por su país. Pese a su homosexualidad, se casa. Es lo que correspondía. Con Yoko Sugiyama, hija de un reputado pintor. Tuvieron dos hijos. Se separaron poco después.
A lo largo de los años, se dedicó a pulir su cuerpo, perfilando una musculatura propia de titán. Practicó halterofilia y artes marciales, con una disciplina que rayaba el masoquismo. Le entusiasmaba posar. Lo hacía vestido con kimono o mostrando su torneado físico. Hay algo de inquietante y de provocación en esas fotografías suyas. En 1968, funda la Sociedad del Escudo, una organización paramilitar de jóvenes desencantados con la política del país. No era una camarilla de pseudointelectuales forzudos, sino una organización de extrema derecha con cerca de trescientos miembros preparados para la lucha.
Decepcionado por las burlas de sus compatriotas y la posibilidad de un golpe de estado, Mishima se suicida con el ‘harakiri’
El discurso público de Mishima incomodaba a unos y a otros. Nadie sabía qué hacer con él. Interpelaba a cada uno de sus compatriotas, exigiéndoles acción. Y daba ejemplo. Fue invitado por los Zengakuren, estudiantes ultraizquierdistas de la Universidad Todai, donde él había estudiado. Era un grupo violento. Violento de los que se juegan el tipo, no jovencitos jugando a ser rebeldes. Mishima aceptó convencido de que, pese a estar en las antípodas ideológicas, cumplirían con la obligada cortesía para con el invitado. Y, pese a que la tensión durante el acto fue de tal calibre que hubo quien se temió lo peor (el propio Mishima pensó que lo asesinarían), el anfitrión respetó a su huésped. Como mandan los cánones.
Pero aún quedaba su legendaria despedida. Cuentan las crónicas que la mañana del 25 de noviembre de 1970 lucía un sol generoso. Mishima entregó a su editor la última parte de su tetralogía El mar de la fertilidad. Después, acompañado de cuatro de sus hombres, acudió a una reunión en Tokio prevista con un alto mando del cuartel general del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa, al que amordazaron. El propósito era dar un golpe de Estado. Mishima salió al balcón con la intención de dirigirse a los soldados, a los que animó a restituir el poder del emperador. Qué sentiría Mishima al escuchar las burlas de sus compatriotas. La decepción fue tal que allí mismo, en el cuartel, se concedió la única salida honrosa que conocía: el seppuku o harakiri.
Se clavó una daga corta (tantō) en el lado izquierdo del abdomen con el filo hacia la derecha para rasgar hasta el lado contrario y terminar con un corte vertical hasta casi el esternón. Pueden imaginar el dolor. Morita Masakatsu, posiblemente su amante, trató de concluir el ritual decapitándolo (kaishaku) pero su impericia requirió de la ayuda de uno de sus compañeros. Quizás, antes de morir, le vinieran a la cabeza aquellas palabras que escribió en El color prohibido: «Hay días en los que uno tiene la impresión de que los hombres viven como ratas y no siente el menor deseo de parecerse a ellos».
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