Medio Ambiente

Imagina Estados Unidos sin Los Ángeles

Lucy Jones recoge en ‘Desastres: cómo las grandes catástrofes moldean nuestra historia’ (Capitán Swing) las consecuencias de los grandes desastres que moldean la historia, la cultura, la gobernanza o la fe, y cómo podemos evitar que la brutalidad de estos fenómenos extremos se traduzca en desgracias humanas.

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12
abril
2021

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Los desastres naturales han asolado la humanidad desde que existimos. Trabajamos la tierra junto a ríos y manantiales que se forman a lo largo de las fallas, porque el agua es accesible, o en las pendientes creadas por los volcanes, porque el suelo es fértil; en la costa, por la pesca y el comercio. Estas ubicaciones nos ponen en riesgo frente a las fuerzas disruptivas de la naturaleza. De hecho, la gente está familiarizada con la inundación ocasional, la tormenta tropical, el temblor pasajero. Sabemos cómo construir diques, incluso levantar malecones. Reforzamos nuestros edificios. Después del décimo temblor sin importancia ya no nos da tanto miedo que se mueva la tierra. Comenzamos a creer que podemos controlar la naturaleza. Los riesgos naturales son un resultado inevitable de los procesos físicos de la Tierra. Se convierten en catástrofes naturales solo cuando suceden en un núcleo urbano o cerca de este, cuando los edificios son incapaces de soportar ese cambio súbito que provocan. En 2011 un terremoto de magnitud 6,2 tuvo lugar en Christchurch, Nueva Zelanda, matando a 185 personas y causando unos 20.000 millones en pérdidas. Sin embargo, un terremoto de esa categoría sucede día sí día no en algún lugar del mundo.

Este terremoto relativamente menor se convirtió en catástrofe porque tuvo lugar justo debajo de la ciudad, y los edificios y las infraestructuras no fueron lo bastante sólidos para resistir. Los riesgos naturales son inevitables; los desastres, no.

Me he pasado toda mi carrera profesional estudiando los desastres. Durante un largo periodo fui investigadora en sismología estadística, intentaba buscar patrones y prever cuándo y cómo sucederían los terremotos. Científicamente, mis colegas y yo hemos probado que los terremotos, comparados con la escala humana, son aleatorios. Pero descubrimos que lo aleatorio no era una idea que convenciera al público. Por eso, al darme cuenta de que el deseo de predecir era en realidad un deseo de controlar, cambié de ámbito científico para predecir el impacto de los desastres naturales. Mi meta era empoderar a las personas para que estas tomaran mejores decisiones, para impedir que se produjeran daños.

«Cuando arrecia un desastre natural, la gente se vuelca con la comunidad científica para aplacar su miedo»

El Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS), la agencia gubernamental que estudia los riesgos geológicos, fue mi hogar profesional durante toda mi carrera. En un proyecto piloto en el sur de California, más tarde aplicado a todo el país, estudiamos las inundaciones, los corrimientos de tierra, la erosión costera, los terremotos, los tsunamis, las tormentas ígneas y los volcanes para proporcionar información científica a las comunidades con el fin de hacerlas más seguras, ya fuera para prevenir corrimientos de tierras durante época de lluvias, recomendar mecanismos de control de tormentas ígneas a través de la gestión del ecosistema o juzgar mejor nuestras prioridades cuando se trata de mitigar el riesgo de un gran terremoto.

También era una de las científicas encargadas de informar al público después de los terremotos. Descubrí que la gente está deseosa de ciencia, aunque a menudo por un motivo inesperado. Vi que podía aprovecharse para reducir los daños. Pero cuando arrecia un desastre natural, la gente se vuelca con la comunidad científica no solo para minimizar la destrucción, sino para aplacar su miedo. Cuando clasifico un terremoto por nombre, falla y magnitud, sin querer cumplo la misma función psicológica que los sacerdotes y los chamanes han llevado a cabo durante milenios. Me plantaba ante el poder azaroso y abrumador de la Madre Tierra y aparentaba que podía controlarse.

Los desastres naturales son predecibles a nivel espacial; no ocurren aleatoriamente en cualquier sitio. Las inundaciones suceden en las proximidades de los ríos, los terremotos grandes (por lo general) se dan a lo largo de las grandes fallas, las erupciones volcánicas ocurren donde hay volcanes. Pero el momento en que suceden, sobre todo si se compara con la escala de tiempo humano, es cosa del azar. Quienes nos dedicamos a la ciencia decimos que son aleatorios dentro de un parámetro. Esto significa que sabremos cuántos sucederán a largo plazo. Sabemos lo suficiente sobre una falla para saber que los terremotos se producen —es inevitable— con cierta frecuencia. Podemos estudiar el clima de una región hasta tal punto que las precipitaciones se vuelven predecibles. Pero que un año haya sequía o inundaciones o que el mayor terremoto del año en una determinada falla tenga una magnitud de 4 o de 8 es completamente aleatorio. Y eso no nos gusta. El azar denota que cada momento tiene sus riesgos, algo que nos provoca ansiedad.

«Las limitaciones de nuestra memoria nos impiden creer que nos puede tocar alguna vez el uno entre un millón»

Los psicólogos llaman «sesgo de normalización» a la incapacidad de ver más allá de nosotros mismos, de tal manera que lo que experimentamos ahora o en nuestra memoria reciente se convierte en nuestra definición de lo posible. Creemos que solo tenemos que enfrentarnos a los pequeños eventos cotidianos, de modo que si no se conserva en la memoria uno mayor, este no es real. Pero cuando estamos ante un terremoto que recorre toda la extensión de la falla, un diluvio de proporciones bíblicas o la erupción total de un volcán, estamos ante algo más que un desastre común. Nos enfrentamos a la catástrofe.

En esa catástrofe, nos descubrimos. Surgen héroes y heroínas. Ensalzamos la rapidez mental, el insaciable deseo de sobrevivir. Observamos actos de valentía extraordinarios que son obra de gente ordinaria a la que elogiamos por ello. Los bomberos que entran corriendo en un edificio en llamas cuando todo el mundo corre en dirección contraria ocupan un lugar de honor en nuestra sociedad. Las películas sobre desastres siempre tienen a su heroico rescatador, desde Charlton Heston en Terremoto (1974) a Tommy Lee Jones en Volcano (1997) o Dwayne la Roca Johnson en San Andrés (2015). Suele haber siempre un villano, normalmente un funcionario que no alerta del riesgo o una víctima egoísta que reclama para sí el último salvavidas.

Mostramos compasión por las víctimas, a sabiendas de que nos podría haber pasado a nosotros. De hecho, que cualquiera pueda ser víctima es lo que provoca nuestra respuesta emocional, la que promueve las donaciones generosas. Para muchas personas, la ayuda a las víctimas actúa como una especie de amuleto inconsciente porque las protege de una suerte similar. Rezamos para que Dios nos libre del peligro.

Cuando las oraciones fallan y la catástrofe se cierne sobre nosotros, parecemos incapaces de aceptar que es inexorable y desquiciadamente aleatoria. Optamos por culpar. Durante la mayor parte de su historia, la humanidad ha visto en los grandes desastres una señal del descontento de los dioses. Desde Sodoma y Gomorra en la Biblia al devastador terremoto de Lisboa de 1755, supervivientes y testigos afirmaban que las víctimas estaban siendo castigadas por sus pecados. Esto nos permitía fingir que estaríamos a salvo si no incurríamos en los mismos errores, que no teníamos motivos para temer la ira divina.

«Podemos tomar decisiones con fundamento solo si estudiamos a fondo nuestro pasado»

Puede que la ciencia moderna haya cambiado muchas de nuestras creencias, pero no ha modificado nuestros impulsos subconscientes. Cuando el gran terremoto del sur de California se produzca, sé que sucederán dos cosas. La primera: circularán rumores de que los científicos sabían que se avecinaba otro terremoto, pero que habían callado para evitar atemorizar a la población. Es una reacción perfectamente humana ante el azar, un intento de encontrar patrones. La segunda será la culpa. Habrá quienes culpen a FEMA, la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias, acusándola de falta de respuesta. Habrá quienes culpen al Gobierno por permitir que se construyeran malos edificios (quizá la misma gente que se opuso a las mejoras obligatorias en esos edificios más frágiles). Habrá quien culpe a la comunidad científica por desoír los indicadores de terremotos esa semana. Y habrá quien culpe a los pecadores de la hedonista ciudad de Los Ángeles, en un patrón repetido durante siglos. Lo último que queremos es aceptar que, a veces, se producen cambios.

La mayoría de las ciudades tiene probabilidades de sufrir en el futuro uno de los grandes desastres, una catástrofe natural de grandes proporciones. Esos puertos, llanuras fértiles y ríos que hacen la vida viable están ahí a causa de procesos naturales que pueden provocar desastres. Y ese gran desastre será cualitativamente distinto a los de menor escala en nuestro pasado reciente. Si tu casa resulta destruida, es un desastre. Pero será una catástrofe si además se derrumban todas las casas del vecindario y gran parte de la infraestructura de tu comunidad, porque se viene abajo el funcionamiento de una sociedad. Podemos tomar decisiones, aquí y ahora, que hagan nuestras ciudades mucho más proclives a sobrevivir y a recuperarse cuando ocurran estos grandes desastres naturales. Podemos tomar decisiones con fundamento solo si tenemos en cuenta nuestras probabilidades futuras y si estudiamos a fondo nuestro pasado.

En este libro narro algunas de las grandes catástrofes que han asolado la Tierra y lo que estas revelan sobre la condición humana. Cada una fue el gran desastre de su zona y cambió el funcionamiento de su sociedad. En conjunto nos muestran cómo el miedo nos hace reaccionar ante las catástrofes aleatorias: los razonamientos que empleamos, la fe que manifestamos. Veremos las limitaciones de nuestra memoria, que nos impiden creer que nos puede tocar alguna vez el uno entre un millón e incluso el uno entre mil. Y nos enfrentaremos ante la evidencia de que el riesgo es cada vez mayor. Debido a la mayor densidad y complejidad de nuestras ciudades, hay más gente que nunca en riesgo de perder las infraestructuras que hacen posible la vida.

Llegará el momento en que caigan todas nuestras defensas, en que estemos obligados a vérnoslas con un sufrimiento sin sentido que podría doblegar cualquier espíritu. Porque, en el fondo, nos enfrentamos a los desastres igual que nos enfrentamos al resto de los episodios vitales: buscamos un significado. ¿Qué nos queda cuando se nos niega un chivo expiatorio o el castigo de la mano divina? Nuestros gritos de «¿Por qué ahora?» o «¿Por qué nosotros?» quizá nunca obtengan una respuesta satisfactoria. Pero si miramos más allá del significado, descubriremos una pregunta que tiene profundas implicaciones morales: ¿cómo, ante la catástrofe, podemos ayudarnos y podemos ayudar a quienes nos rodean a sobrevivir y a vivir mejor?


Este es un fragmento de ‘Desastres: cómo las grandes catástrofes moldean nuestra historia’ (Capitán Swing), por Lucy Jones.

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