Opinión

Biografía de la luz

Pablo d’Ors lleva a cabo en ‘Biografía de la luz’ (Galaxia Gutenberg) una relectura, tan sencilla como profunda, del evangelio como mapa de la conciencia y permanente provocación existencial desde una perspectiva más cultural que confesional.

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12
abril
2021

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Empecé a escribir sobre la luz en una época en que me ahogaba en mis propias tinieblas. Quizá deba ser así: la luz nace en medio de la oscuridad. No deja de sorprenderme, sin embargo, que el caldo de cultivo de lo luminoso sea precisamente lo sombrío (aunque el evangelio –como la vida misma– lo demuestra una y otra vez). «Lo contradictorio es el criterio de lo real», escribió mi admirada Simone Weil. Tal cual. Nosotros, en cambio, tendemos a simplificarlo todo, puesto que no aceptamos el carácter polivalente de la realidad. Los libros cuajan y sellan cambios personales, ésa es la condición para que estén vivos. Esta Biografía de la luz empezó a ver la luz en un momento para mí particularmente tenebroso.

El camino de la vida –‍como el de la escritura–‍ hay que hacerlo de noche; es al final del camino cuando se comprende que era un camino de luz. Luz y noche son una misma cosa: las dos caras de la misma moneda. La luz es la sombra alumbrada. La sombra es la noche en espera de luz. Escribir «noche» es, qué duda cabe, poetizar la experiencia del fracaso.

Porque aquí debo confesar que cuando empecé a escribir sobre la luz la vida me sonreía, sí, pero también que me sentía muy desdichado. Más que eso: experimentaba vergüenza y confusión ante mí mismo. Vivía –como siempre, pero más–‍ en una flagrante contradicción: mis libros se vendían más que nunca y estaban en los escaparates de las mejores librerías; ganaba dinero y firmaba contratos de traducción con prestigiosas editoriales extranjeras; la red de meditadores que había creado se expandía y multiplicaba por todas partes, y cientos de lectores me escribían a diario manifestándome su afecto y admiración. Sin embargo, mientras todo esto sucedía, yo me escondía para llorar en mi habitación.

«El dolor es, en buena medida, una invención, quizá la más lograda de la imaginación humana»

Los dolores de espalda que me afligían eran tan intensos y persistentes que no podía sentarme a escribir ni a meditar. Mi cuerpo dinamitaba mi trabajo con la palabra y con el silencio, obligándome, en el mejor de los casos, a aflojar en mis dos disciplinas –‍la poética y la mística–‍; en el peor, a rendirme y claudicar. Era desesperante, nadie podía ayudarme.

El dolor de la artrosis facetaria –‍ése fue el diagnóstico–‍ solía comenzar en el hueso sacro y en las lumbares y se extendía luego a las caderas, desde donde bajaba hasta las rodillas, llegando en ocasiones hasta los tobillos. O ascendía a las clavículas, para pasar de ahí a las cervicales, ramificándose a veces malignamente hasta los pectorales. Ni decir tiene que me convertí en un especialista en la musculatura humana. Quería conocer el nombre de todo lo que me dolía en la vana esperanza de que, conociéndolo, terminaría por vencerlo. Nada de eso: mis conocimientos técnicos del cuerpo humano sólo sirvieron para incrementar mis dolencias.

El dolor es en buena medida una invención, quizá la más lograda y sofisticada de la imaginación humana. Habitualmente nos lo creemos hasta el punto que morimos por su causa. Como a un polluelo hambriento, al dolor se le ceba una y otra vez, prácticamente siempre, hasta que se convierte en un auténtico monstruo. Y, ¿quién nos librará entonces de ese temible monstruo?, nos preguntamos. Nosotros, sus creadores, nos hemos convertido en sus víctimas. Tu dolor es, en gran medida, el castigo que te infliges porque no sabes ser, esto es lo que hay que entender. Te castigas para justificar tu no saber.

«La batalla contra el monstruo no la vencemos normalmente hasta que está a punto de devorarnos»

Para salir de aquel infierno, me agarré a la oración y a la escritura, como siempre he hecho. La idea de que pudiera volver a publicar algo más o menos decente me resultaba cada vez más lejana. Había perdido fuelle, como escritor estaba acabado. El reconocimiento del público me había sentado mal, muy mal. Había muerto de éxito y, por ello, había sonado la hora de hacer las maletas y largarse. Puse en cuestionamiento treinta años de intensa dedicación a la literatura y, como consecuencia, empecé a pasar las noches en blanco, sin dormir.

Yo había tenido problemas con el sueño desde los veinte años; esos problemas se agravaron a los cuarenta, cuando durante una década fui capellán hospitalario y tuve que pasar noches enteras velando a moribundos o acompañando a familiares de difuntos. Ahora bien, aquellos insomnios del pasado eran un juego de niños en comparación con los que tuve que afrontar después. No conciliaba el sueño, era demasiado desdichado como para abandonarme y dormir. Nadie puede dormir si no tiene la conciencia tranquila. Sólo duermen bien los que se han reconciliado consigo mismos o quienes no tienen conciencia alguna.

Lo peor era esa lluvia fina y plomiza que lo recubría todo de tristeza: ese manojo de huesos que tenía que poner en movimiento cada mañana, esa pesadumbre continua que me dejaba sin fuerzas, y ese color gris del que de repente se había teñido la vida. Dejé de reír, ya no hacía bromas, me convertí en un tipo taciturno.

«Tener éxito es perseverar en el fracaso. Hay que permanecer en la noche, confiar y continuar trabajando»

Mientras todo esto sucedía (así es la vida), impartía conferencias en las más diversas instituciones civiles y eclesiásticas sobre las virtudes de la meditación en silencio y sobre sus frutos y beneficios. Tuve que publicar un libro titulado Entusiasmo para hundirme en una depresión. Tuve que estar en la noche más negra para escribir Biografía de la luz. La batalla contra el monstruo no la vencemos normalmente hasta que está a punto de devorarnos. Hemos de llegar a ese extremo, o al menos muy cerca de ese extremo. Es penoso tener que sufrir tan larga e intensamente, pero a la paz del corazón suele llegarse en medio de un gran pánico, cuando parece que ya no lo soportarás más.

De pronto, en medio de esas tinieblas, te das cuenta de que has dado el salto. Hablar de salto, como del resto de todo lo demás, es, desde luego, una metáfora. Quiero decir que perseveré y continué sentándome a meditar cada mañana, aunque no hubiera pegado ojo. Y que continué escribiendo, aunque todas mis palabras me parecieran absurdas e infantiles. Yo estuve ahí, me mantuve aguantando mi propia estupidez. Aprendiendo a poner la espalda recta. La espalda es, por supuesto, una metáfora. Quizá haya sido para mí –‍y lo siga siendo–‍ la gran metáfora en la que leer la historia de mi cuerpo y de mi alma, que son la misma. Hay que permanecer en la noche, confiar y continuar trabajando. Sólo así se abre el día.

El trabajo no es otro que el de mantenerse en la confianza. Tener éxito –‍hoy lo sé–‍ es perseverar en el fracaso. De dónde se sacan fuerzas para ello es un misterio. Algo –‍Alguien–‍ me sostuvo. Me abandoné. Bajé los brazos y me rendí. Todo estaba a punto de comenzar, pero yo no lo sabía…

Ninguno de mis esfuerzos por la luz se ha malogrado, todos ellos han contribuido a que de pronto, milagrosamente, se desatara el nudo que me apretaba en mi interior. De pronto, estaba en la luz; en un instante había descubierto que el monstruo es una ficción y que lo único real es la luz. Es de esto de lo que, en última instancia, he querido hablar en este libro.


Este es un fragmento de ‘Biografía de la luz’ (Galaxia Gutenberg), de Pablo d’Ors. 

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