Queremos decir discriminación cuando hablamos de desigualdad
¿Cuánta desigualdad somos capaces de soportar? Nos hemos acostumbrado a vivir con ella y, aunque intentemos actuar como si no estuviera entre nosotros, la respuesta es desoladora: soportamos más de la que estamos dispuestos a reconocer.
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Por desgracia, la desigualdad lleva conviviendo con el ser humano desde siempre. Es verdad que se ha acentuado con la crisis económica que se inició en 2008, pero existía antes y seguirá existiendo. La desigualdad es pasado, presente y futuro, y genera inestabilidad en diferentes ámbitos como el económico, político, demográfico, de género, territorial, tecnológico, alimentario o medioambiental.
Con el objetivo de buscar juntos posibles «palancas de cambio» y elaborar propuestas de acción, el pasado mes de mayo celebramos la VI edición de Diálogos en La Granja junto a diez expertos multidisciplinares de la empresa, la sociedad civil y el mundo académico. Se ha aceptado que cuando hablamos de desigualdad solo nos referimos a una cuestión económica, pero no podemos quedarnos en esa analogía: la desigualdad es un hecho social que afecta a cada una de las personas que la padecen, que no tienen trabajo, que no pueden pagar su hipoteca, que no vislumbran un futuro mejor para sus hijos o que pasan hambre. No somos seres económicos, sino seres humanos a quienes la desigualdad afecta de manera directa como personas y no como números.
Así, frente a la desigualdad podemos adoptar una postura minimalista -luchar por una mayor justicia y por evitar las discriminaciones- y otra más aspiracional, con la que reducir al máximo la desigualdad en todas sus formas. La única manera de minimizarla es impulsando los derechos y oportunidades para frenar la desigualdad y tratar de contribuir al crecimiento social para combatir estos desequilibrios.
La desigualdad resulta incómoda porque refleja pobreza, carencias, hambre y, en muchas ocasiones, ausencia de esperanza
¿Cómo hacerlo? En primer lugar, desde los gobiernos, con una acción de mediación y redistribución de los recursos a través de políticas fiscales, la regulación laboral, los salarios dignos o el acceso a la educación para impulsar una «sociedad del aprendizaje». En segundo, desde el mundo corporativo, siendo conscientes de que no pueden prosperar en sociedades desiguales que erosionan su base de consumidores, y contribuir a construir y mejorara la sociedad del bienestar (empleo, educación, sanidad y salarios dignos). Por último, desde la sociedad civil, impulsando cambios sociales y con impacto, como actores de cambio.
La desigualdad resulta incómoda porque refleja pobreza, carencias, hambre y, en muchas ocasiones, ausencia de esperanza. Nos devuelve en el espejo una imagen que no queremos ver. Por eso, como sociedad, tenemos que aprender a vivir en la imperfección, pero tenemos que asumir nuestro protagonismo, nuestra parte de culpa y rebelarnos contra ella, porque la desigualdad es una forma de discriminación.
(*) José Illana, fundador de QUIERO e impulsor del ciclo Diálogos en La Granja.
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