Opinión

Manual de instrucciones para construir el relato de la violencia sexual

Las teorías más recientes que apuntan a la violencia como algo aprendido han contribuido no solo a racionalizar, sino incluso, en ocasiones, a facilitar actitudes de empatía hacia los agresores. La filósofa Natalia Fernández Díaz-Cabal lo analiza desde una perspectiva histórica en ‘Perséfone se encuentra a La Manada: el trasluz de la violación’ (Akal Pensamiento Crítico).

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26
junio
2019

Los medios de comunicación han sido en gran medida responsables de la imagen que se fue moldeando sobre la violación durante varios años. Decían S. Walby y K. Soothill que, en la prensa inglesa, a finales de los 70 y comienzos de los 80 era obvio que los discursos noticiales estaban impregnados de formatos en evidente proceso de pujanza, como la pornografía; en nuestros tiempos lo estarían más por el reality show. Las noticias, influidas por los contenidos pornográficos, ponían el foco informativo del mismo modo que la cámara se centraba en la reiteración genital: las mujeres eran sus vulvas y sus pechos. Quedaban suprimidas como sujetos. Así, las noticias se llenaron de «pechos quemados», «vaginas desgarradas» y «vulvas erosionadas». La parte por el todo, como mandan los cánones de la metonimia en estado puro. En España, como en Inglaterra, en las noticias sobre agresiones sexuales a comienzos y mediados de los años 80 se aprecia ese gusto por el detalle de vocación sicalíptica. No interesa la mujer como individuo, como persona o como sujeto –ni siquiera había comenzado la industrialización de la victimización–, sino esas zonas de su cuerpo que aseguran la suculencia informativa.

El reality show, en cambio, tiende más a apropiarse de las almas que de los cuerpos. Le interesa la intimidad, esa parte de uno mismo a la que no llega ni siquiera el psicoanálisis. Por ello si los sucedáneos de la pornografía enfatizan los rasgos del placer, el reality show pone al descubierto el dolor y las heridas.

«Extinguidas las noticias de sucesos y tribunales, son los espacios televisivos de gran audiencia los que dan voz a los implicados en una violación»

Digamos que existen tres puntos en los que centrar la atención social, y mediática, de una historia de violación. Son tres puntos focales: la agresión misma, el agresor y la agredida. Durante años la agresión fue el elemento narrativo fundamental; tanto, que parecía suceder por generación espontánea: «se ha producido una agresión» (a veces todavía ocurre cuando los medios insisten en que una mujer fue «víctima de la violencia de género», como si la violencia per se, descabezada de sujetos y de agentes, pudiera perpetrar nada que no sea un titular…). En las noticias cuando aún se hablaba del crimen pasional y los medios se prodigaban con descripciones de las violaciones muy cercanas a la pornografía –hablo sobre todo de los años 80–, el acto en sí era lo que tenía valor. La puesta en marcha de la ley de la violencia de género desplazó el foco hacia la víctima. De ahí que ahora los titulares, y por lo tanto el acento de la relevancia, recaiga en el número de víctimas: «se ha producido la víctima número 21», «ya llevamos 40 víctimas, cuatro más que el año pasado en estas mismas fechas»… un lenguaje que emana de la retransmisión de eventos deportivos, de los tantos que se pueden marcar durante un partido, en un contexto de competitividad y ánimo de superar el hito anterior. En el caso de las violaciones suelen prevalecer las estadísticas: «van tantas mujeres violadas en lo que va de año» o al menos el número de denuncias que se conoce. Sin embargo, si acaso el foco recae sobre el agresor, es de una manera diferente –jamás hemos visto un titular en el que se diga «ya van 40 hombres que han asesinado a su mujer», por volver al ejemplo de la violencia doméstica–. Este año 2018 termina con algunos titulares que tratan de remover conciencias: «Nos faltan 47 mujeres» (muertas a manos de sus parejas o exparejas). ¿Qué tal substituirlo por «Nos sobran 47 hombres» (agresores, asesinos)?

Los medios de comunicación no solo no son ajenos a otros formatos, mediáticos o no, sino que exhiben un altísimo nivel de contaminación intertextual. Un ejemplo evidente de ello es que a comienzos de los años 90, cuando el ya mencionado reality show empieza a desbaratar algunas de las convicciones sociales cuyo corsé marcaba nuestras vidas de entonces (por ejemplo, que lo privado era sagrado, y que nadie podía interferir en las cosas que pasaban entre los miembros de una pareja; o que el dolor era algo personal que merecía un cierto respeto), se abre la veda de lo privado, que se confirma como un filón para los rankings de audiencia. Una especie de impudor generalizado que permite a cualquiera asomarse al alma humana y sus detritus. Y el dolor se revela como auténtico oro en polvo para la pantalla, sobre todo a partir del momento en que queda manifiestamente claro que los dueños de la información son también los dueños de la publicidad; y viceversa. El morbo se entrona como valor. Caen las barreras de la intimidad. El fondo de los contenidos se ha teñido de un amarillo intenso. Las noticias actuales sobre violación siguen en la estela de la información espectáculo. Se retransmiten los capítulos como si fuera una telenovela, se crea una estética de la que también forma parte la protesta social, el posado, la foto, esa convicción de estar haciendo historia en cada nanosegundo. Huelga decir que la omnipresencia que se transmite con la cobertura de estos temas no necesariamente redunda en una mayor, y mejor, comprensión de asunto tan complejo.

«Las noticias actuales sobre violación siguen en la estela de la información espectáculo: se retransmiten como si fuera una telenovela»

Extinguidas ya, por su formato caduco, las noticias de sucesos y tribunales, son los espacios televisivos de gran audiencia los que dan espacio y voz a los implicados en un caso de violación. Como últimamente hemos visto algunas historias de violación grupal, ahora lo que se lleva en los informativos son los hechos relacionados con ese tipo de agresión. El micrófono del periodista ávido no escatima esfuerzos en entrevistar a culpables, víctimas, abogados, fiscales, policías, amigos, jueces. Y no solo los entrevista: hurga en hemerotecas, en documentos privados… Todo vale para radiografiar a protagonistas y personajes secundarios o incluso intrascendentes. Toda figura, convertida en pública, ofrece un lado que satisface la voracidad comercial de la cadena televisiva en cuestión y sirve platos de hiperinformación saturante a los comensales de las historias truculentas –que, en el marco de los grandes espacios televisivos de gran audiencia, no deja de ser una forma, y no precisamente la más sofisticada, de lo que los anglosajones llaman el «gossip»–. Todos somos voyeuristas y exhibicionistas. Las redes sociales han obrado ese cambio sin el cual no sería posible haber dado ese salto en temas espinosos: todo se muestra, todo se consume, a todo se reacciona, aunque sea a golpe de like. Se ha desacralizado al monstruo violador que ha sido la base de cierta complacencia mitológica que ha permitido inmortalizar a casos como el de Jack the Ripper. En su lugar aparece algo peor, por lo anodino, por su propuesta normativizada: el hombre común, banalizado. A su vez, también se ha banalizado la violencia: si antes se la podía analizar con algunas pautas causales, ahora, la pujanza de la violencia gratuita, dificulta notablemente ese ejercicio.

Con la violación ha habido fluctuaciones extrañas. El violador puede, por sus propias «hazañas», generar algún tipo de admiración social. La cantidad de víctimas, y la mayor o menor brutalidad de sus agresiones, pueden conformar un humus mediático, pero también una cierta fascinación social, solapada, por supuesto, que solo se deja entrever con la atención mediática reiterativa y de amplia cobertura. Digamos que existe un prototipo de «agresor mítico», que a veces construyen los propios medios de comunicación, dándole munición, al mismo tiempo, a los debates y a las percepciones sociales.

Los autores Walby, Soothill y Hay, en 1983, propusieron una tabla de tipologías para la clasificación del agresor. Es verdad que estamos hablando de hace casi 40 años, y sin embargo pienso que bien vale la pena rememorarlas porque, en lo que al tema principal respecta, han cambiado muy pocas cosas. Su propuesta se basa en los elementos propiciadores de la violencia sexual:

1) Enfermedad o condición patológica permanente o transitoria (psicosis, bipolaridad, estrés…).

2) Demonización (el arquetipo del «monstruo»).

3) Instinto incontrolado (deseo sexual irreprimible, primitivismo)

4) Perversión sexual (se podría incluir en las enfermedades, pero es que la condición sádica no tiene por qué ser patológica).

Los cuatro factores presentan un cierto grado de racionalización que consiente a la sociedad encontrar explicaciones para algunos comportamientos. Así, el instinto incontrolado responde holgadamente a la extendida creencia de que está en la base de la propia sexualidad masculina. Las teorías más recientes que apuntan a la violencia como algo aprendido también han contribuido, no solo a racionalizar, sino incluso, en ocasiones, a facilitar actitudes de empatía hacia los agresores (y por otro lado han contribuido a «despatrimonializar» la violencia como propia de «civilizaciones salvajes»).

En medio de las fluctuaciones que estas categorías generan lo cierto es que ha habido reivindicaciones de todo tipo: desde aquellos que abogan por «normalizar» al agresor (aunque, al hacerlo, si el agresor resulta tan «normal» puede verse cuestionada la credibilidad de la víctima) hasta quienes, en la misma línea de la normalidad, sostienen que las razones de la violencia (sexual) no hay que buscarlas en el terreno de las diferencias o las perversiones, sino en la esencia misma de la masculinidad.


Este texto es un extracto del libro Perséfone se encuentra a la manada (Akal Pensamiento Crítico) de Natalia Fernández Díaz-Cabal. Puedes comprar un ejemplar y seguir leyendo en este enlace.

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