Opinión
La muerte de la verdad
Las oleadas de populismo y fundamentalismo que se expanden por todo el mundo están erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo el conocimiento por la sabiduría de la turba. Michiko Kakutani, ganadora de un premio Pulitzer, lo analiza en ‘La muerte de la verdad’ (Galaxia Gutenberg).
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Dos de los regímenes más monstruosos de la historia de la humanidad subieron al poder en el siglo XX. Ambos se afianzaron sobre la violación y el saqueo de la verdad y sobre la premisa de que el cinismo, el hastío y el miedo suelen volver a la gente susceptible a las mentiras y a las falsas promesas de unos líderes políticos empecinados en el poder absoluto. Como escribió Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951) «el sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) han dejado de existir».
Lo que resulta alarmante para el lector contemporáneo es que las palabras de Arendt suenan cada vez menos a mensaje de otro siglo y más a espejo que refleja, y de un modo aterrador, el paisaje político y cultural que habitamos hoy en día: un mundo en el que las noticias falsas y las mentiras se propagan gracias a las fábricas rusas de troles, que las emiten en cantidades industriales por boca del Twitter del presidente de los Estados Unidos y las envían a cualquier parte del mundo, adonde llegan a la velocidad de la luz gracias a las redes sociales. Nacionalismo, tribalismo, deslocalización, miedo al cambio social y odio al que viene de fuera son factores que van en aumento a medida que la gente, atrincherada en sus silos y en sus burbujas filtradas, va perdiendo el sentido de la realidad compartida y la capacidad de comunicarse trascendiendo las líneas sociales y sectarias.
«El desplazamiento de la razón por parte de la emoción y la corrosión del lenguaje están devaluando la verdad»
Con esto no se pretende establecer una analogía directa entre las circunstancias actuales y los espantosos horrores de la II Guerra Mundial, sino echar un vistazo a algunas de las situaciones y actitudes –lo que Margaret Atwood ha llamado «las banderas de peligro» y que aparecen en 1984 y Rebelión en la granja de Orwell– que hacen a la gente vulnerable a la demagogia y a la manipulación política y convierten a las naciones en presa fácil de los aspirantes a autócratas. Y también estudiar hasta qué punto el desprecio de los hechos, el desplazamiento de la razón por parte de la emoción y la corrosión del lenguaje están devaluando la verdad, y lo que eso representa para los Estados Unidos y para todo el mundo.
«El historiador sabe lo vulnerable que es el tejido de hechos sobre el que construimos nuestra vida diaria, que siempre corre el riesgo de quedar perforado por mentiras aisladas o reducido a jirones por mentiras organizadas y controladas por grupos o clases; o bien negado, distorsionado, perfectamente cubierto a veces por toneladas de falsedades o, simplemente, abandonado al olvido. Los hechos necesitan testimonios para permanecer en el recuerdo, y testigos fiables que los coloquen en lugares seguros dentro del ámbito de los asuntos humanos», escribió Arendt en su ensayo La mentira en política publicado en 1971.
La expresión decadencia de la verdad (empleada por la Rand Corporation para describir «el papel, cada vez menor, de los hechos y el análisis» en la vida pública estadounidense) se ha incorporado al diccionario de la posverdad que ahora también incluye otras expresiones ya conocidas como «noticias falsas» o «hechos alternativos». Y no se trata solo de noticias falsas: también hay ciencias falsas (fabricadas por los negacionistas del cambio climático o los antivacunas), una historia falsa (promovida por los supremacistas blancos), perfiles de «americanos falsos» en Facebook (creados por troles rusos) y seguidores o me gustas falsos en las redes sociales (generados por unos servicios de automatización denominados bots).
Trump, el presidente número cuarenta y cinco de los EEUU, miente de un modo tan prolífico y a tal velocidad que The Washington Post calculó que durante su primer año en el cargo podía haber emitido 2.140 declaraciones que contenían falsedades o equívocos: una media de 5,9 diarias. Sus embustes sobre absolutamente todo, desde la investigación de las injerencias rusas en la campaña electoral hasta el tiempo que él mismo pasa viendo la televisión, no son más que la luz roja que avisa de sus constantes ataques a las normas e instituciones democráticas. Ataca sin cesar a la prensa, al sistema judicial y a los funcionarios que hacen que el Gobierno marche.
«’The Washington Post’ calculó que Trump decía una media de 5,9 equívocos o falsedades diarias»
Por otra parte, estos asaltos a la verdad no se circunscriben al territorio de los Estados Unidos: en todo el mundo se han producido oleadas de populismo y fundamentalismo que están provocando reacciones de miedo y de terror, anteponiendo estos al debate razonado, erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo la experiencia y el conocimiento por la sabiduría de la turba. Las afirmaciones falsas sobre la relación financiera de Reino Unido con la Unión Europea –bien resaltadas en un autobús de la campaña «Vote Leave» (vota salir)– contribuyeron a desviar la intención de voto y orientarla hacia el brexit y Rusia se lanzó a la siembra de dezinformatsiya en las campañas electorales de Francia, Alemania, Holanda y otros países, como parte de un proyecto propagandístico organizado y encaminado a desacreditar y desestabilizar los sistemas democráticos.
Ya nos lo recordó el papa Francisco: «no existe la desinformación inocua; confiar en las falsedades puede tener consecuencias nefastas». El anterior presidente, Barack Obama, observó que «uno de los mayores retos a los que se enfrenta nuestra democracia es que no tenemos una base común de los hechos», porque hoy en día la gente «se mueve en universos de información completamente diferentes». El senador republicano Jeff Flake pronunció un discurso donde advertía de que «2017 había sido un año en el que la verdad –objetiva, empírica y basada en la evidencia– se había visto apaleada y vilipendiada en mayor medida que en ningún otro momento de la historia del país, a manos de la figura más poderosa del Gobierno».
(…) La verdad es una de las piedras angulares de nuestra democracia. Como dijo la anterior fiscal general Sally Yates, la verdad es una de las cosas que nos separan de la autocracia: «Podemos debatir políticas y asuntos, y deberíamos hacerlo. Pero esos debates han de basarse en los hechos que compartimos, y no en simples llamadas a la emoción y al miedo valiéndonos de una retórica y una serie de invenciones que solo conducen a la polarización. Existe una única verdad objetiva, desde luego, aunque no consiga poner de relieve la situación en que se encuentra la verdad. No podemos controlar si nuestros funcionarios nos mienten o son sinceros, pero podemos decidir si queremos hacerlos responsables de sus mentiras o, si llevados por el agotamiento o por un afán de proteger nuestros propios objetivos políticos, preferimos mirar hacia otro lado y convertir la indiferencia hacia la verdad en algo corriente».
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