Internacional

Dos años de Donald Trump

Trump abre un abismo entre las trincheras ideológicas del país tras dos años de gobierno con la economía por bandera. Es la sal en las heridas de los Estados Unidos.

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Javier Muñoz
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26
diciembre
2018

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Javier Muñoz

Se habrá ido, pero Donald Trump seguirá ahí. Sucederá tan pronto como en 2020 o como tarde en 2024 (salvo que sea el primer presidente estadounidense en caer por un impeachment), pero la sombra de Trump promete estirarse décadas en la vida de Estados Unidos. Algunos de los efectos de su presidencia serán reversibles si se produce un cambio de orientación política en los próximos ciclos electorales, pero otros podrían cincelarse en la piedra legal sobre la que marcan jurisprudencia los jueces del Tribunal Supremo, garantes del respeto a una Constitución sagrada, pero interpretable desde la ideología.

El acceso del muy conservador Brett Kavanaugh a una de las nueve plazas de la máxima instancia judicial del país subió al máximo la intensidad de la corriente eléctrica que recorre las venas de los Estados Unidos de Trump. El escrutinio de su candidato se convirtió en una batalla televisada entre la ética en tiempos del #MeToo y el pragmatismo ciego. Ganó el segundo. Entre republicanos y demócratas se interpuso un agujero negro.

Aquel capítulo representó lo peor de Donald Trump: su burla de Christine Blasey Ford, la mujer que dio testimonio de los presuntos abusos sexuales de Kavanaugh en su juventud, su desprecio y acoso contra el débil, que alcanza cotas insoportables con su retrato criminal de los más pobres entre los pobres, los inmigrantes y refugiados que huyen hacia el sueño americano. Solo cuando se le volvía en contra ordenó detener la separación de familias en la frontera, aunque hoy hay campos de concentración de menores, como el de Tornillo, en Texas.

Los planes para deshacer las regulaciones medioambientales de la era Obama apuntan un futuro catastrófico para el mundo

Mentiroso compulsivo, comunicador hipnótico, Donald Trump fue elegido después de ocho años de higiénica corrección política de Barack Obama, el primer presidente afroamericano de la historia de los Estados Unidos. El giro reaccionario de 2016 llegó justo cuando el Partido Demócrata proponía a quien hubiera sido la primera presidenta, Hillary Clinton. La Casa Blanca se transformó en un plató de televisión desde donde Trump (apoyado en su cuenta de Twitter) ha manejado a su antojo la agenda mediática con su particular reality show.

El presidente no engaña. La economía es lo primero (con permiso del culto a su enorme vanidad) y no se supedita a otras consideraciones, ni siquiera científicas. La retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París y los planes para deshacer regulaciones medioambientales de la era Obama apuntan un futuro catastrófico para el mundo. Trump es un negacionista.

Los derechos humanos tampoco cuentan. Se reunió en Singapur con el dictador norcoreano (que le escribe «cartas de amor») soslayando el historial de Kim Jong-Un y seduciéndolo con un futuro económico espléndido para Corea del Norte con él al frente. El truculento asesinato en el consulado saudí de Estambul del periodista Jamal Khashoggi, residente en Estados Unidos, no amenazó ni un segundo la relación comercial entre ambos países. Trump lo calificó como «el peor encubrimiento de la historia», con todas las connotaciones que de ello se derivan.

Khashoggi escribía en The Washington Post, uno de los periódicos que Donald Trump ha señalado insistentemente en su campaña contra los medios de comunicación que no le son serviles. El grado de hostilidad hacia los periodistas críticos ha inflamado a sus fanáticos, devotos de una figura de culto que les ha dicho que no crean «la basura de esta gente, de las fake news». En un giro muy orwelliano, Trump llegó a asegurar: «Lo que veis y lo que leéis no es lo que está pasando». A la CNN ya han llegado paquetes con explosivos.

Trump ha manejado a su antojo la agenda mediática con su particular ‘reality show’

El Partido Republicano aprendió rápido a convivir con el presidente más atípico de la historia. Se remiten a los hechos (los logros programáticos: ruptura del acuerdo nuclear con Irán, traslado de la embajada en Israel a Jerusalén…) y marcan distancia cosmética con las palabras. La «disidencia» se ha rendido al mando único. Trump tiene la llave que abre las puertas a medidas ansiadas por un partido radicalizado desde que empezara hace unos años el asalto del Tea Party. Se relamen con los recortes de impuestos (favorables a medio plazo a las grandes fortunas) en un momento en el que la economía galopa. Un error no recaudar en tiempos de bonanza, advierten muchos economistas.

Capítulo aparte merece su relación con Rusia, enemigo histórico de los Estados Unidos con cuyo presidente, Vladimir Putin, se reunió en Helsinki en julio. En una declaración insólita, respaldó a Putin en su defensa de que Rusia no interfirió en las elecciones presidenciales de 2016, en contra de las conclusiones de sus propios servicios de inteligencia. Presionado en casa, aludió a un error lingüístico como excusa. La sombra de una conspiración con Rusia durante la campaña ha sobrevolado su presidencia y abrió una investigación liderada por el fiscal especial Robert Mueller. Para Trump, una «caza de brujas».

El sector de la sociedad que vive como una pesadilla este momento histórico tiene puesta en Mueller parte de su esperanza de que Trump se descabalgue del poder. Tarde o temprano se irá, pero quedarán agravados los síntomas que lo llevaron al poder. Su presidencia ha alejado sideralmente las trincheras ideológicas. Y lo que es peor, ha reavivado los rescoldos racistas de una parte de la población que ya no maquilla su odio. Donald Trump ha sido la sal sobre unas heridas históricas que nunca cicatrizaron.

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