Opinión

Los bandos

«Esa fatal predisposición a al atrincheramiento primario, a los buenos y a los malos, al y-tú-más y al porque-yo-lo-valgo, se cobra siempre una víctima: el ciudadano», escribe Pablo Blázquez, editor de Ethic.

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17
diciembre
2015

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¿Y si un día amaneciéramos en un país donde nuestros políticos fuesen capaces de impulsar un gran pacto de Estado por la educación? ¿O un ambicioso plan nacional contra el cambio climático? ¿O una política firme para atajar la desigualdad? No hay margen para la respuesta naíf: en un mundo extremadamente complejo y apasionante como el que nos ha tocado vivir, aunque aprendamos a remar juntos, los problemas y desafíos no van a desaparecer de la noche a la mañana. Pero como país tendremos, no cabe duda, mucha más resistencia y vigor para poder medir la dimensión de esos problemas. Para amortiguarlos y plantarles cara.

Son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan. Pero la política de bandos, esa maldición sisifiana que desde hace tantísimo tiempo pesa sobre nuestros hombros, supone un gran negocio para muchos. Y no solo para los partidos políticos que la abanderan: de ese hueso están viviendo también, en las dos orillas, medios de comunicación e influyentes periodistas, patronales y sindicatos, activistas de postín, sesudos académicos… Esa fatal predisposición a la polarización sectaria, al atrincheramiento primario, a los buenos y a los malos, al y-tú-más y al porque-yo-lo-valgo se cobra siempre una víctima, que no es otra que el ciudadano. Él es quien carga con la pesada piedra hasta la cima de la montaña para que otros, los que pacen ahí arriba, la hagan rodar de nuevo ladera abajo. Y mientras, nos perdemos en debates estériles, en bajas pasiones y en laberintos ideológicos que paradójicamente solo conducen a un lugar fangoso, una suerte de nowhere land donde todo el paisaje se traza con la brocha gorda del blanco y negro.

Que nadie se engañe: querer una España sin bandos no es, en absoluto, negar la existencia de graves conflictos sociales, políticos y económicos. Todo lo contrario: es ante todo reivindicarlos, llevarlos al corazón de esas instituciones que debemos reformar, conseguir que el establishment se ponga de verdad las pilas y trabaje sin tregua hasta resolverlos. La tercera España, tantas veces aplacada y silenciada por la ferocidad de los dos bandos, lo tiene claro: si ponemos por delante todo lo que nos une sacaremos, siempre, lo mejor de nosotros mismos.

Esa España que no mira a sus conciudadanos como enemigos, que no hace de la inquina y de la superioridad moral su razón de ser, es hoy una España mayoritaria. Es una España que apuesta por regenerar nuestras instituciones, que vive en el siglo XXI y tiene claro, muy claro, que levantar muros supone un delirio que nos perjudica a todos. Una España que sabe que solo unidos seremos capaces de construir el mejor futuro posible para nuestros hijos.

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