Opinión

Religión, ciencia y la cúpula celeste

La visión de ciencia y religión en conflicto es propia de las élites. Las encuestas a ciudadanos revelan que la mayoría tiende a ver ciencia y religión como esferas complementarias o independientes: a Dios lo que es de Dios y a Stephen Hawking lo que es de Stephen Hawking.

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04
noviembre
2021

Siempre he sospechado que, en su fuero interno, los supuestamente devotos Papas de Roma no creen en Dios mientras los supuestamente ateos premios Nobel de Física sí. Se me hace difícil pensar que los líderes religiosos no duden de su fe, dado su exhaustivo conocimiento de las fantasías de los textos sagrados, y que los líderes científicos no duden de su ateísmo, dado su exhaustivo conocimiento de los misterios del cosmos: el big bang, la materia oscura, la curvatura del espacio-tiempo, las enanas blancas, los agujeros negros; el propio origen de la vida, como una rocambolesca combinación de moléculas inorgánicas. El universo es demasiado maravilloso como para que no haya fuerza maravillosa detrás (o al lado).

Ciencia y religión siempre me han parecido hermanas, no enemigas. Nunca me convencieron mucho los argumentos, hijos de la Ilustración (francesa), de que la ciencia estaba en guerra con la religión; de que, tras siglos de dominio de la Iglesia sobre las mentes de Occidente, un buen día unos valientes se levantaron dispuestos a derrotar el oscurantismo con la luz de la ciencia. Sonaba demasiado a racionalización ex post, a reescritura de la historia por parte de los vencedores, a la vanidad de quien considera que, antes de él, sólo había oscuridad. 

De forma parecida, el Renacimiento no podía lógicamente ser una completa ruptura con la (también oscura) Edad Media, pues todos los cimientos sobre los que los renacentistas edificaron sus construcciones artísticas y científicas, desde las aulas universitarias y catedrales a las plazas de los mercados urbanos pasando por las entidades bancarias y filantrópicas, era productos del medievo. Y no es que solo quienes han vivido a oscuras conocen la luz. Es que todo apunta a que la supuestamente Edad Oscura (la Edad Media sigue siendo catalogada en gran parte del mundo como Dark Ages) era bastante luminosa.

«La ciencia le debe mucho a Dios; para ser más precisos, a la creencia en un dios por parte de quienes acabaron siendo los primeros científicos»

La visión de ciencia y religión en conflicto –popularizada internacionalmente hace unos años por las publicaciones de los ‘nuevos ateístas’ (Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Sam Harris y Daniel Dennett) y extendida nacionalmente entre nuestros (afrancesados y laicos) intelectuales de toda la vida– es propia de las élites. Las encuestas a ciudadanos (al menos en Estados Unidos) revelan que la mayoría tiende a ver ciencia y religión como esferas complementarias o independientes, en línea con lo sugerido por Kierkegaard, entre otros filósofos. A Dios lo que es de Dios y a Stephen Hawking lo que es de Stephen Hawking.

Pero ciencia y religión comparten una relación más íntima. Ambas son formas de conocimiento del mundo y del ser humano, de qué somos y para qué estamos aquí. La fe religiosa ha sido una de las mayores inspiradoras para el avance de la ciencia a lo largo de la historia; y, a su vez, el espíritu científico ha sido uno de los principales inspiradores para el perfeccionamiento de la religión, desde las severas condenas del Antiguo Testamento o las fatwas islamistas hasta las versiones liberales de las religiones modernas.

La ciencia le debe mucho a Dios. O, para ser más precisos, a la creencia en un dios por parte de quienes acabaron siendo los primeros científicos. Estamos tan imbuidos de la mentalidad científico-técnica de nuestra época que hemos olvidado las primigenias cuestiones que atribulaban a nuestros ancestros. Una fundamental debía ser esta: ¿Por qué el mundo no es caótico? ¿Por qué el Sol no aparece por poniente, o la luna va dando saltos por la cúpula celestial? ¿Por qué hay un orden? De hecho, la mayoría de civilizaciones desde los albores de la humanidad no partían de la existencia de ese Orden, sino de todo lo contrario: el mundo es un caótico terreno de juego donde se enfrentan fuerzas incomprensibles –que acabaron convirtiéndose en los primeros dioses–.

«Nunca me convencieron mucho los argumentos, hijos de la Ilustración (francesa), de que la ciencia estaba en guerra con la religión»

Sin embargo, esta cosmovisión del mundo –que sí se puede calificar de supersticiosa– se altera con el monoteísmo judeo-cristiano (aunque hay ecos similares en el confucionismo y el budismo). La idea de que el universo ha sido inteligentemente diseñado por un único dios lanza a miles y miles de personas a lo largo de cientos y cientos de años a una carrera por tratar de descifrar las leyes naturales que conectan las cosas de este mundo. Las mentes proto-científicas indagan en la lógica que hay detrás del movimiento de los planetas o de la fotosíntesis.

La creencia en dios no sólo inspira las explicaciones científicas, sino, en particular, las más elegantes. El fraile franciscano Guillermo de Ockham dedujo su famoso principio metodológico de la ‘navaja de Ockham’ –según la cual, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla de un fenómeno es la más probable– de su creencia de que Dios habría usado leyes sencillas. De forma parecida, la creencia de Einstein en un dios (en concreto, el dios panteísta de Spinoza) que se revela en la armonía ordenada del mundo fue fundamental para su desarrollo de la teoría de la relatividad. La complejidad del universo contenida en la sencilla ecuación E=MC².

Pero, Víctor, todo esto ya lo empezaron a hacer los ateos, o politeístas, filósofos griegos. Es Atenas, no Jerusalén, la cuna de la ciencia. Sí y no. Hablemos de eso el mes que viene.

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