Una escuela que no asume la disrupción está condenada a la irrelevancia
El libro ‘La escuela del alma’ (2024), de Jose María Esquirol aporta una mirada provocativa que nos estimula a cuestionar ciertas ideas y conceptos que asumimos como dados en educación, así como también nos abre a nuevas categorías de pensamiento.
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La pandemia planetaria de la covid-19 provocó, entre otras tantas cosas, la necesidad de repensar el alcance y las estrategias de protección social, así como la red de instituciones que la componen y sustentan. La escuela es parte ineludible de dicha reflexión, ya que su razón de ser y hacer está inequívocamente asociada a la formación de las nuevas generaciones para futuros más esperanzadores. Pensar los futuros requiere del protagonismo y del fortalecimiento de la escuela como institución.
Aun cuando las discusiones sobre el devenir de la escuela se intensificaron durante y a posteriori de la pandemia, parecería ser que su redefinición se encuentra de alguna manera trabada entre quienes, por un lado, argumentan que la misma supone presencialidad a secas, así como un asunto exclusivo de los educadores, y por otro lado, quienes creen en el poder total de las tecnologías para sustituir a los educadores amparados en una idea de educación predominantemente a distancia, con una baja carga de presencialidad.
Más allá de posicionamientos antagónicos, se requiere avanzar en un núcleo de ideas y categorías de pensamiento que recobren el sentido y el quehacer de la escuela en sociedades marcadas por intensas disrupciones en lo cultural, afiliatorio, político, social, económico y territorial, entre otros aspectos relevantes. La disrupción, en tanto implica cambios exponenciales, sistémicos, profundos e impredecibles, trastoca el ethos y el rol de la escuela. Una escuela que no asume la disrupción está condenada a la irrelevancia.
Entendemos que hay dos riesgos preocupantes que podrían coadyuvar a que la escuela como institución pierda precisamente relevancia. Por un lado, que la escuela se sienta bien en la zona de confort de la insularidad. Esto hace que adopte posturas defensivas y eximidas de responsabilidades frente a los desafíos que plantean la diversidad creciente de los entornos y las comunidades que informan su sentido y accionar. Por otro lado, el desdibujamiento o evaporación de la escuela por los usos abusivos de las tecnologías, que la despoja de la presencialidad como un elemento fundamental en la construcción de una sociedad de cercanías, y que erosiona la creación de una cultura colaborativa y solidaria.
En la búsqueda de renovados anclajes conceptuales que contribuyan a dignificar a la escuela como la vía principal para hacer realidad el derecho a la educación como un bien común a toda la sociedad, sin distinciones, el libro La escuela del alma. De la forma de educar a la manera de vivir (2024), de Jose María Esquirol, catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, aporta una mirada provocativa y punzante. Nos estimula a cuestionar ciertas ideas y conceptos que asumimos como dados en educación, así como también nos abre a nuevas categorías de pensamiento. Identificamos cinco de entre las múltiples puntas planteadas por el autor.
En primer lugar, Esquirol argumenta sobre la escuela que es, a la vez, casa y mundo, de puertas abiertas, sin paredes ni techo, y que supera las diferenciaciones y segmentaciones entre los espacios de aprendizajes tradicionalmente rotulados como formales, no formales e informales. La escuela puede adquirir diferentes formatos en un permanente ir y venir de cobijar y socializar a las nuevas generaciones, hacerlo en la intemperie y buscando aproximarse a lo aparentemente externo y «ajeno» a su ámbito de especialización y actuación.
En segundo lugar, la escuela es el lugar por excelencia para comprender lo que el autor denomina la quinta esencia de la vida humana, que es «la claridad, la calidez y la no indiferencia». La escuela lleva a que las personas progresen y maduren en lograr claridad y robustez en las ideas y los conceptos, así como estimulando la atención de las personas, su bondad, su vida espiritual y comunitaria. Se trata de preocuparse por las personas como fines en sí mismas tal cual aseveraba el filósofo Immanuel Kant. La escuela no es ante todo ni instrumental ni funcional a un modo específico de entender la sociedad, sino que está abierta a diversidad de personas para que puedan desarrollarse y disfrutar del «fruto maduro».
Esquirol argumenta sobre la escuela que es, a la vez, casa y mundo, de puertas abiertas, sin paredes ni techo
En tercer lugar, el investigador hace hincapié en que la escuela cuida y cultiva el alma reforzando su impronta intrínsecamente humana y humanista. No puede haber escuela indiferente a la consideración de los alumnos como personas. La escuela tiene que afincarse en «que el mundo sea mundo, y que la vida sea vida». Uno de sus sentidos mayores es compartir certezas, fundadas en la existencia objetivable de verdades y hechos, y abierta a diversidad de perspectivas y enfoques. Se trata de una visión de escuela en movimiento que se contrapone a establecer verdades absolutas e inmutables, o a profesar un relativismo exacerbado en que todo vale por igual independientemente de la existencia de realidades.
En cuarto lugar, el libro se explaya sobre el concepto de enseñar en el sentido de orientar y ayudar a los alumnos a responder a sus inquietudes. Esto implica educar en lo visible de las cosas, y, asimismo, atisbar en la profundidad de lo que subyace a las mismas (lo invisible). El rol de los educadores yace en reflexividad por sí mismo. Como dice el autor, «el educador no puede recorrer el camino por el alumno» sino más bien ser un referente, orientador y facilitador de procesos que los mismos recorren y que asumen su responsabilidad indelegable en concretarlos.
En quinto lugar, Esquirol nos comparte que el ser humano es obrero en cuatro aspectos interconectados que la educación puede ayudar a desarrollar: (i) obrero de crear mundo en el mundo; (ii) obrero de vida que le da intensidad a la misma; (iii) obrero de fraternidad que es capaz de empatizar con el otro y (iv) obrero de sentido que es capaz de encontrar y crear sentido.
Se trata de que la escuela ayude a que los alumnos protagonicen sus vidas desde la autonomía y solidaridad de pensamiento, así como desde la cercanía con los otros, confraternizando, buscando la buena manera de vivir y forjando un mundo mejor. En definitiva, en sintonía con este autor, abrigamos aún la esperanza de una escuela que sea capaz de llevar al mundo «una migaja de utopía».
Renato Opertti es presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).
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