Pensamiento

La escuela del alma

En ‘La escuela del alma’ (Acantilado, 2024), Josep Maria Esquirol traza una propuesta luminosa para la búsqueda de la esencia de las cosas en tiempos donde predomina la desorientación.

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20
mayo
2024
Paul Cézanne (1892-1894)

Cada lugar tiene su luz. Pero la luz no solo se percibe por los ojos. Se nota en el aire que se respira y en la tierra que se pisa. En los olores y en el silencio. Lo homogéneo carece de luz. El espacio abstracto carece de luz. Los grandes pasillos de trasiego masificado tampoco la tienen. ¿Por qué cada lugar tiene su luz? Pues porque además de la que viene de arriba, hay otra que fulgura en la cosa misma. La luz de las cosas.

La vida humana es afín a los lugares. Y esto por la sencilla razón de que el ser humano es un ser situado. No es una esencia a partir de la cual se establecen una serie de relaciones (no es alguien aterrizado aquí, viniendo de no se sabe dónde), sino alguien esencialmente vinculado con las cosas, con los lugares y, sobre todo, con los demás. Alguien, inimaginable sin esos vínculos.

Sí, cada lugar tiene su luz.

El lugar y el umbral

Así como la casa es el lugar al que se vuelve, la escuela es uno de los primeros lugares a los que se va.

Por suerte, hay lugares diferentes, lugares que lo son de verdad. Los visitamos, los conocemos: el teatro (lugar donde se presenta o representa la vida), el Parlamento (lugar donde se hablan las cosas—o deberían hablarse—), el cementerio (lugar donde los muertos descansan), el hospital (lugar donde los enfermos son atendidos), la casa (lugar de la calidez y del recogimiento)… Y la escuela es también un lugar: aquel donde se cultiva el alma mediante la atención a las cosas del mundo.

Un lugar es un enclave, un sitio donde ocurre algo que se diferencia del entorno, y que tiene sentido. Todos los que acabamos de citar son enclaves con sentido.

Ir es ir a algún lugar. Una obviedad que, sin embargo, conviene destacar: no se podría ir a ningún lugar si no hubiera ningún lugar al que ir, lo que sería asfixiante, insoportable. Afortunadamente, el mundo humano no es un espacio idéntico, sino una articulación de lugares. Pero la mayoría no son el resultado de una generación espontánea. Son obras—instituciones—humanas, obras cuya intención requiere ser alimentada reiteradamente, para evitar su decadencia y retorno a lo indiferenciado.

Renovar el sentido institucional es cultivar el umbral. Y esto, hoy, es más acuciante que nunca. El umbral es el límite que marca la diferencia. Sin umbral, todo sería igual, todo sería indistinto, todo sería lo mismo. Y mientras que la diferencia nos orienta, la homogeneidad nos deprime. Cuando la niebla cae, los caminos se borran y todo parece igual. En cambio, cuando despeja, de nuevo se vislumbra el horizonte—que es diferencia y juntura—y se recupera el sentido, la orientación. Una parte importante del malestar de la sociedad actual tiene que ver con la homogeneidad y el ahogo que subrepticiamente provoca. Todo igualmente blanco, o todo igualmente negro, no importa. Lo que nos deprime es el adverbio, el «igualmente».

La filosofía busca la diferencia, para entender, y la vida busca los umbrales, para orientarse

De ahí que, en la era de la confusión, lo primero que debe cultivarse para que haya escuela es el umbral. Sin umbral, el enclave deviene confuso y va desapareciendo. El umbral ofrece discretamente la bienvenida y, después, el adiós. Hay lugares en los que no se debería poder entrar como si nada. Habría que hacerlo cuidadosamente, en concordancia con su sentido subyacente. Al cruzar el umbral de una iglesia o de un templo, cambia la mirada y la actitud, por lo menos, en consideración de los miles de personas que allí han desnudado su alma y han elevado sus plegarias al cielo. Tampoco al cruzar el umbral de un jardín se levanta la voz: se ralentiza el paso, mientras el espíritu se baña en el color de las flores o en el oleaje del verde cultivado.

La filosofía busca la diferencia, para entender, y la vida busca los umbrales, para orientarse. Ahora bien, la filosofía del umbral pone tanto énfasis en la diferencia como en la juntura. Porque el umbral es, a la vez, separación y juntura. Juntura sin confusión. El niño va de casa a la escuela, y de la escuela a casa, gracias al umbral. ¡Qué suerte poder ir a la escuela y poder volver a casa! Significa que hay escuela y casa. En algunas distopías literarias y cinematográficas, el ambiente es inhóspito y hostil porque no existe ni el umbral de la casa, ni el de la escuela, ni ningún otro. Felices, pues, los que van a la escuela y vuelven a casa.

El cultivo del umbral no es trabajo ni automático ni esporádico. Y, por supuesto, no se reduce a colocar un simple adorno. Solo una manera de vivir—diferente—permitirá la emergencia del umbral. Sí, suele haber puerta y algo que indica la bienvenida, pero estos elementos materiales son solo una señal. Detrás de la puerta, tiene que haber una vibración vital distinta, y una luz también distinta.


Este texto es un fragmento de ‘La escuela del alma’ (Acantilado, 2024), de Josep Maria Esquirol. 

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