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Las leyes de la termodinámica para ‘dummies’

Las leyes de la termodinámica explican cómo se transforma la energía en el universo. Desde un café que se enfría hasta una central eléctrica, todo obedece a estos principios básicos de la física.

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03
diciembre
2025

Las leyes de la termodinámica no pertenecen solo al mundo de los laboratorios o los manuales de física. En realidad, explican muchos de los fenómenos que vivimos a diario: por qué se enfría el café, cómo funciona una nevera o por qué una máquina nunca es completamente eficiente. Son principios universales que gobiernan la forma en que la energía se transforma y se mueve por el mundo, y entenderlos ayuda a comprender desde los procesos más cotidianos hasta los grandes desafíos energéticos y climáticos del presente.

Siendo lo más claros posible, la termodinámica se ocupa de estudiar cómo se comportan el calor, la energía y el trabajo dentro de un sistema. Es decir, analiza qué ocurre cuando aplicamos energía a un cuerpo o cuando dos objetos con distinta temperatura entran en contacto. De esas observaciones surgieron cuatro leyes —aunque a menudo se resumen en tres principales— que describen las reglas básicas que sigue la naturaleza. Conocerlas no requiere formación científica: basta con tener algo de curiosidad y un poco de atención para descubrir que están en todo lo que nos rodea.

La primera ley de la termodinámica, conocida como la ley de la conservación de la energía, establece que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma. Esto significa que toda la energía que entra en un sistema, se convierte en otra cosa, pero nunca desaparece. Si calentamos agua en una olla, por ejemplo, parte de la energía del fuego se convierte en calor dentro del agua, otra parte se pierde en el aire y una pequeña fracción calienta la propia olla. Nada se pierde del todo, simplemente cambia de forma. Este principio es el que rige el funcionamiento de los motores, las centrales eléctricas o incluso los procesos biológicos, como la digestión o la fotosíntesis.

Sin embargo, que la energía no se pierda no significa que siempre sea útil. Ahí entra en juego la segunda ley de la termodinámica, una de las más fascinantes y, a la vez, más implacables de la física. Esta ley introduce el concepto de entropía, que puede entenderse de manera sencilla como una medida del desorden o de la tendencia natural de las cosas a degradarse. En otras palabras, los procesos en la naturaleza tienden a ir en una sola dirección, es decir, del orden al desorden, de lo concentrado a lo disperso. Un ejemplo cotidiano es un cubo de hielo derritiéndose en un vaso de agua. El calor fluye del entorno cálido hacia el hielo frío, que se derrite hasta alcanzar la misma temperatura que el ambiente. El proceso inverso, que el agua del vaso se congele espontáneamente, nunca ocurre sin intervención externa.

Los procesos en la naturaleza tienden a ir en una sola dirección: del orden al desorden, de lo concentrado a lo disperso

La segunda ley también explica por qué ninguna máquina puede ser 100 % eficiente. Siempre hay una parte de la energía que se transforma en calor y se disipa, como ocurre en el motor de un coche o en un ordenador que se calienta mientras trabaja. Esta limitación no es una cuestión de diseño, sino una propiedad fundamental del universo que puede resumirse en que la entropía siempre aumenta. Incluso en los organismos vivos, que mantienen su orden interno consumiendo energía del exterior, el equilibrio global sigue inclinándose hacia el desorden. En ese sentido, la segunda ley funciona como una especie de recordatorio sobre los límites que impone la naturaleza a cualquier intento de control absoluto sobre la energía.

La consecuencia práctica de estas dos leyes es enorme. Si la energía se conserva, pero se degrada en cada transformación, eso significa que cada vez que la usamos —al cocinar, al conducir o al encender una bombilla— perdemos parte de su capacidad para realizar trabajo útil. Por eso la eficiencia energética no consiste en crear más energía, sino en aprovechar mejor la que ya tenemos.

Antes de la primera, existe otra que los físicos llamaron ley cero de la termodinámica. Dicha ley establece que si dos sistemas están en equilibrio térmico con un tercero, entonces también lo están entre sí. Dicho de otro modo, si tu termómetro marca la misma temperatura al tocar una taza de agua y el aire de la habitación, significa que ambos están en equilibrio térmico. Puede parecer una obviedad, pero es lo que permite que el concepto de temperatura tenga sentido y pueda medirse de forma coherente.

El siguiente paso lo marca la tercera ley, que describe el comportamiento de los sistemas cuando se aproximan al cero absoluto, la temperatura más baja posible, equivalente a -273,15 °C. Según esta ley, al enfriar una sustancia, su entropía —el desorden interno— se reduce, pero nunca llega a desaparecer del todo. Al acercarse al cero absoluto, la cantidad de energía disponible para cambiar el estado del sistema tiende a ser mínima, y por tanto resulta imposible alcanzarlo en la práctica.

Esa imposibilidad es, en cierto modo, una metáfora del universo, pues todo tiende al equilibrio, pero nunca lo alcanza del todo. El calor fluye de lo caliente a lo frío, los gases se expanden hasta ocupar el espacio disponible y los sistemas tienden a igualarse con su entorno, pero siempre queda una diferencia, una energía remanente que mantiene en marcha el proceso. Si no fuera así, nada se movería, ni habría ciclos, ni cambio.

Comprender estas leyes tiene aplicaciones muy concretas. Son la base de la ingeniería térmica, de la meteorología, de la química industrial o de la eficiencia energética de los edificios. También ayudan a entender por qué las fuentes renovables no pueden producir energía ilimitada sin pérdidas o por qué los ecosistemas necesitan un flujo constante de energía solar para mantenerse vivos.

En definitiva, entender la termodinámica no requiere fórmulas ni ecuaciones, solo aceptar que el universo tiene sus propias reglas y que todo lo que hacemos ocurre dentro de ellas. La energía no se crea, pero se transforma; el calor siempre busca equilibrio; y cada proceso deja una huella de desorden inevitable. Estas leyes siguen siendo la base sobre la que se construye la ciencia moderna y también nuestra vida cotidiana. Saber cómo funcionan no nos convierte en físicos, pero sí en observadores un poco más conscientes de la realidad: del café que se enfría, del sol que calienta el planeta y del hecho de que, en última instancia, nada es eterno, salvo el intercambio continuo de energía que mantiene el mundo en movimiento.

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