ENTREVISTAS

«Si la tensión política se trasladase a la calle, viviríamos en un país con altercados»

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Noemí del Val
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13
mayo
2019

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Noemí del Val

«Mañana me voy a Lugo porque me dan un premio. Llevo tres en las últimas semanas. ¿Tú te crees? Si me viera mi padre…», nos cuenta humildemente Lucía Méndez (Palacios de Sanabria, Zamora, 1960) antes de arrancar esta entrevista en un céntrico hotel de Madrid. Quizá, como dicen en esa España vacía que ella reivindica, es que algo tiene el agua cuando la bendicen. Méndez es actualmente redactora jefa de El Mundo, periódico en el que analiza la vida política española desde su fundación en 1989.

Formaste parte del equipo que fundó ‘El Mundo’. ¿Qué tiene que ver el periodismo de ahora con el de entonces?

La forma de ejercer la profesión ha cambiado absolutamente porque la tecnología la ha transformado por completo. Cuando llegué al Congreso en 1989, que un periodista se acercase a un presidente del Gobierno era casi como profanar el lienzo sagrado. Era imposible hacerle una pregunta. Conseguir declaraciones era algo casi inalcanzable. ¿Cómo ibas a molestar a Alfonso Guerra, a pesar de todos los escándalos? Sin embargo, ahora, en cuanto un político pone un pie en los alrededores del hemiciclo, tiene un micrófono en la boca. La política se ha vuelto más difícil para los políticos y también para nosotros. Antes tenías un intervalo de casi 24 horas para hacer la información y ahora las webs exigen actualizaciones constantes de declaraciones, de enfoques… Eso resta tiempo de reflexión y análisis, y es muy peligroso.

Las redes son el terreno donde se fraguan las ‘fake news’. ¿Qué efectos puede tener esto en España, sobre todo ahora que los partidos han sacado ya su artillería de ataques constantes?

Es un término que, como sucede con populismo, no siempre está siendo utilizado de manera precisa. Las fake news son básicamente mentiras fabricadas para afectar a la política, a la publicidad o a lo que sea. En España, en el debate político, a lo que se llama fake news es, en mi opinión, otra cosa: son afirmaciones que pueden considerarse o equivalen a falsedades, manipulaciones e imprecisiones, al menos en parte. Los políticos españoles han tomado la costumbre de falsear los datos en sus discursos de manera que, para hacer frente a todas sus incorrecciones o manipulaciones, habría que estar interrumpiendo constantemente al entrevistado. Estamos hartos de ver en televisión a políticos del PP, del PSOE, de Ciudadanos o de Podemos –y no hablo de VOX, porque se mueven más en las redes y ya veremos lo que dan de sí– diciendo falsedades, pero es que eso también sucede en el propio Parlamento. Por ejemplo, se dice que Pedro Sánchez ha aceptado las 21 peticiones de Quim Torra, y eso no es verdad. Hace unas semanas, en La Sexta Noche, Irene Montero dijo: «Lo que nos separa de Íñigo Errejón es que ha dicho que quiere un Gobierno del PSOE con Ciudadanos en la Comunidad de Madrid». Le pregunté que cuándo lo había dicho y su respuesta vino a ser que eso era lo de menos, porque era lo que «se infería» de sus declaraciones. Los líderes independentistas son los reyes de las falsedades, desde el «España nos roba» a eso de que todos los españoles somos unos franquistas. Cualquier periodista que haga política podrá decir que se ha encontrado con personas que sueltan cosas y, si no lo rebates, ahí queda.

¿Hasta qué punto las injerencias políticas obstaculizan a los medios de comunicación y a los periodistas?

Yo puedo hablar por mi periódico, y mi periódico es una empresa: tiene intereses, tiene accionistas y tiene como propósito ganar dinero, o, al menos, no perderlo. Otra cosa son los nuevos modelos de negocio basados en la aportación de los socios, que parece que salen adelante y eso algo muy bueno. En las empresas periodísticas tradicionales, todos somos conscientes de que hay un negocio y una línea editorial fijada por los empresarios y los directores. Yo no siempre he estado de acuerdo con la línea editorial de mi periódico –de hecho, no lo he estado casi nunca–, pero siempre se me ha respetado la discrepancia, sobre todo cuando lo dirigía Pedro J., que me enseñó a ser libre. Nunca me han censurado y siempre he dicho lo que he querido. Pero tampoco soy tan ingenua como para no reconocer que los negocios y las líneas editoriales afectan al trabajo de los redactores, porque el tratamiento o el espacio que se le da a las noticias es diferente. Mi experiencia es que los periodistas de a pie, en general, se sienten bastante orgullosos de su trabajo y pelean porque sus informaciones salgan lo mejor posible, hasta que se topan con el criterio de quien decide lo que va o no va. Las reglas del juego son inevitables y las descubres cuando llegas a un medio y, si no las aceptas, no puedes hacer periodismo. Eso no quiere decir que no tengas que defender tu criterio todos los días. La última palabra la tienen los jefes, sí, pero eso no significa que todos los medios estén al servicio de poderes ocultos, que no sirvan al bien público o a sus lectores. No creo en absoluto que todos los periodistas sean unos vendidos a los intereses empresariales ni nada parecido.

David Jiménez concedió a  ‘Ethic’  la primera entrevista tras su despido de ‘El Mundo’, que atribuyó a motivos políticos y en la que ya denunciaba presiones, algo que repite en su nuevo libro. Tú fuiste una de las periodistas que respondió con palabras muy duras a la demanda que presentó contra el periódico, en la que hablaba de vulneración de la cláusula de conciencia.

«Cuando te nombran director de un periódico como ‘El Mundo’, tienes que saber que las presiones van a existir»

Creo que su libro es un gran error. Ha señalado a sus compañeros cuando él, antes de ser director, era un periodista que se formó como tal en El Mundo. El respeto a tus compañeros es lo primero, mucho más que la empresa. Un periódico no son solo los directivos: como decía Pedro J., es una redacción abnegada formada por personas que han sufrido varios ERE –entre ellos, uno que firmó David Jiménez– y que ha tenido una pérdida brutal de capital profesional. Hacerla protagonista de un libro dando nombres propios o incluso apodos –dicen, yo no lo he leído ni pienso hacerlo– es una deslealtad a los compañeros. No me interesan las vicisitudes empresariales, me interesa el trabajo de las personas que siguen haciendo frente a presiones y a no presiones. Por otra parte, cuando te nombran director de un periódico como El Mundo, tienes que saber que van a existir porque son algo habitual. Tu misión es ser el muro entre la empresa y la redacción, cosa que él no siempre hizo. El fracaso de David Jiménez como director no es culpa de las presiones ni es culpa de nadie, simplemente es que no todo el mundo sirve para todo. No está escrito en ningún sitio que un corresponsal buenísimo como era él llegue a ser un buen director, y no pasa nada. Uno tiene que asumir sus fracasos, y las circunstancias en ese momento eran las que eran. David se hizo cargo del periódico en un momento muy complicado, con un ERE en marcha que supuso el despido de casi ochenta periodistas. A él le tocó ejecutarlo, y eso fue decisivo para su salida. No ha sido el único en fracasar, hemos tenido cuatro directores en cuatro años… Pero ninguno de ellos ha hecho algo así o ha intentado culpar a nadie.

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La periodista Lucía Méndez, durante la entrevista en Only You Boutique Hotel de Madrid.

Los españoles irán a votar dos veces en menos de un mes y, si hacemos caso a las encuestas, es probable que vuelvan a tener que hacerlo pronto. Este ‘estrés democrático’, síntoma del fracaso político, ¿no nos aleja de las urnas?

Aunque los ciudadanos deberían estar hasta las narices de su clase política, parece que los españoles somos unos santos. Llevamos cuatro años sin Gobierno, la nueva política nacida para representar a los que gritaban «No nos representan» en el 15M ha fracasado y las dos nuevas formaciones ahora son dos adosados más a los grandes partidos. Esto puede dañar a la democracia en términos de un desafecto con la clase política, pero lo cierto es que seguimos participando en las elecciones de forma terca. No parece importarnos que nuestros dirigentes estén en un combate electoral permanente que se aleja bastante de lo que yo creo que es el clima real. Si la tensión que hay en la vida política se trasladase a la calle, viviríamos en un país con altercados. Soy un poco ingenua y confío en que la noche del 28 de abril los líderes hagan cuentas de cuántos diputados tiene cada uno y lleguen a un acuerdo entre dos, tres o los partidos que sean hasta llegar a una mayoría absoluta de 176 escaños –cosa que parecen haber olvidado en este tiempo–. Que pacten un programa conjunto de reformas y gobiernen este país durante una legislatura completa. Los ciudadanos no podemos renunciar a tener un Gobierno estable. Hay que mirar más allá de la ideología para recuperar el orden institucional. Como dice Ana Pastor, que es una de las pocas personas que lo tiene, hemos perdido el respeto a las instituciones. Estos años, el Congreso ha sido una cámara de teatro donde los líderes se replicaban constantemente las estrategias electorales de los partidos, pensando más en la televisión y las redes que en la vida parlamentaria.

¿Crees que hay solución para la situación en Cataluña tras los referéndums ilegales?

No. Cataluña es una tragedia que se nos ha cruzado en el camino, fruto de la crisis social, económica y territorial. Las cosas han ido tan lejos que, mientras no haya sentencia y los que están en la cárcel sigan siendo los protagonistas de la vida política catalana, no puede haber una salida. Después de la previsible condena, se abrirá un nuevo escenario que no acierto a saber cuál es y que dependerá de si hay otras elecciones en Cataluña o del Gobierno que se forme en España. El 28 de abril también decidimos si queremos una política de diálogo o no. Si las encuestas aciertan y el PSOE es la primera fuerza, querrá decir que la mayoría de españoles que han votado no quiere optar por la línea dura que proponen otros partidos. Para que sea posible una pequeña distensión, los líderes independentistas deberían rectificar sus posiciones y renunciar a la vía unilateral y al referéndum. Una salida política racional podría pasar por un nuevo estatuto, pero es un asunto que va para largo.

La fractura social que ha generado es evidente.

«Es un error decir que los votantes de partidos xenófobos son tontos o no saben lo que hacen»

Y nacional. Ha hecho nacer un sentimiento de mucho enfado en el resto de España. Los ciudadanos no han hecho nada para merecer esto. No son los responsables de que haya un grupo de dirigentes que haya decidido tirar por la calle de en medio y no tienen por qué sufrir las consecuencias. Entiendo que hay muchos españoles alarmados ante la posibilidad de que el país en el que nacieron pueda disgregarse. Es un sentimiento de pertenencia a una tierra que va más allá de la política o de las circunstancias. Tampoco es justo que más de la mitad de los catalanes que no quieren la independencia tengan que asumir manu militari lo que decida menos de la otra mitad. Es una situación que ha hecho surgir un nacionalismo tan radical como el de VOX, con unas esencias muy antiguas. Ahora comprobaremos qué tamaño tiene.

Los discursos de odio ganan terreno.

La sociedad está variando su propio mapa de civilización. La Ilustración, la democracia representativa o los periódicos de lo que podríamos llamar socialdemocracias están en cuestión, porque los cambios no son epidérmicos, sino profundos. Los ciudadanos han decidido ejercer su poder de otra manera, disgregarse en otras formaciones políticas, votar nacionalismos identitarios y particularismos. La crisis ha destruido la vida de muchas personas y es una mala idea decir que los ciudadanos que votan a estos partidos son tontos, brutos o no saben lo que hacen. Debemos analizar las causas que los han llevado a hacerlo. Entiendo que los líderes xenófobos manipulan utilizando el miedo al cambio en el sistema económico y la forma de vida nacida tras la II Guerra Mundial. También entiendo que hay un fracaso de las fuerzas políticas que no han sabido gestionarlo. Es normal que haya ciudadanos enfadados con un sistema que no les ha garantizado el bienestar cuando se supone que debía hacerlo.

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Ahora que hablas de malestar: miles de personas salieron a las calles para denunciar el abandono del mundo rural. ¿Crees que desde los medios se ha abordado correctamente, y lo suficiente, el problema de la despoblación?

«Hay algo de esa España vacía que llama como un aldabón a la puerta de nosotros mismos»

Todo lo contrario. El asunto de la España vacía ha protagonizado un hecho casi sin precedentes: un libro ha logrado despertar las conciencias en un país donde no se lee mucho. Es un milagro que hay que reconocerle a Sergio del Molino, capaz de acuñar un concepto que tantos miles de personas sentían sin saber verbalizar. Ha puesto nombre a una realidad que no conseguía traspasar el muro de los medios y, a raíz de ello, hemos comenzado a interesarnos por el tema, a mi juicio, tarde. Soy de un pueblo de esa España y me siento interpelada y, en cierto modo, también culpable porque no pienso volver. Si hemos conseguido esta repercusión es porque somos muchos los que procedemos de ese mundo y tenemos un cordón umbilical que nos vincula a él. Hay algo de esa España vacía que llama como un aldabón a la puerta de nosotros mismos. No soy muy optimista sobre que se consiga frenar la despoblación, porque no se trata de llevar medios, sino de hacer que la gente no se vaya, y la planificación y la política territorial de los últimos años se ha basado en lo contrario. La gente se va de los pueblos no porque no quiera vivir ahí, sino porque no tiene más remedio si quiere oportunidades para ellos y sus hijos.

Esa planificación territorial –o la falta de ella– está muy relacionada con el cambio climático. Se habla mucho de la contaminación en las grandes ciudades, pero el abandono de los campos es uno de los factores por los que se producen muchos incendios, por ejemplo. ¿Hay un compromiso suficiente?

Se habla más de lo que se hace realmente para frenarlo. La concienciación que están mostrando los jóvenes será crucial cuando lleguen a los puestos de mando. Hay tantas cosas dentro del cambio climático que es complicado abordarlas todas a la vez: el diésel, los plásticos, la fauna… Este verano, en mi pueblo, los jabalíes estaban a la puerta de casa porque el monte está engullendo los pueblos y las carreteras. Eso no había pasado nunca, porque había una conciencia hacia el paisaje que, por cierto, nada tenía que ver con el bucolismo. Vivíamos ahí porque era lo que había, no porque nos gustase comer lo que sembrábamos, pero como nuestra vida estaba apegada a la tierra, la cuidábamos. Ahora, los prados donde pastaban las vacas de mis padres están enterrados bajo la maleza. Eso también es cambio climático y las señales son evidentes. Eso sí, decimos que nos aterra ver unas temperaturas tan altas… Pero seguimos utilizando toallitas húmedas.

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