ENTREVISTAS

«En la lucha por el desarrollo económico, el medio ambiente siempre ha salido perdiendo»

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30
mayo
2022

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Hace ya más de seis décadas que Jane Goodall pisó por primera vez las frondosas selvas de Gombe, en Tanzania, donde empezó su pionera investigación sobre el comportamiento de los chimpancés. Sus descubrimientos sobre estos primates, tan similares a los humanos, supusieron un hito científico que, todavía hoy, nos recuerda lo interconectados que estamos con la naturaleza y los animales. Esta veterana activista fundó su propia organización para la conservación de la vida silvestre –el Instituto Jane Goodall y auspició la creación del programa global Roots and Shoots’, que busca motivar a las generaciones más jóvenes a implicarse en proyectos que ayuden a sus comunidades y contribuyan a frenar la pérdida de biodiversidad que amenaza el planeta.


Una pandemia mundial, incendios forestales, huracanes, inundaciones… Parece que ya estamos sufriendo los efectos del cambio climático. ¿Qué le viene a la mente cuando ve que, en todo el mundo, se están viviendo estas alarmantes situaciones?

Lo realmente trágico es que esto lo hayamos provocado nosotros mismos al no haber respetado en absoluto a los animales o al planeta. Solo hace falta ver la conexión que tiene la pandemia del coronavirus con la destrucción de los hábitats naturales. Llevamos años cazando animales, los matamos, nos los comemos, traficamos con ellos, permitimos que se conviertan en medicinas o los vendemos como mascotas en los mercados de animales en Asia o en los mercados de carne en África. También encarcelamos a millones de animales para nuestro propio consumo en granjas agrícolas intensivas, mejor conocidas como campos de concentración de animales. Y en todos estos casos creamos las condiciones perfectas para que un nuevo agente patógeno salte de un animal a una persona y derive en una nueva enfermedad. Está claro que la crisis sanitaria ha traído sufrimiento, muerte, desempleo y caos económico en todo el mundo. Sin embargo, hace tiempo que existe una crisis más grave: la del cambio climático. Los científicos llevan años prediciendo el cambio del clima mundial y el cambio en los ciclos meteorológicos. En la lucha por el desarrollo económico mundial, el medio ambiente siempre ha salido perdiendo.

Sostienes que hemos abusado de los animales y hay quien incluso habla de «especismo», de que, de alguna manera, los humanos nos hemos creído superiores y más importantes que los animales.

A principios de los sesenta, cuando me enviaron a Cambridge para hacer el doctorado, yo nunca había estado en la universidad, pero había pasado dos años conviviendo con chimpancés. Me quedé realmente impactada cuando los profesores me dijeron que no debería haberles puesto nombres a los chimpancés, que los números eran más científicos. Me decían que no podía hablar de la personalidad, la mente o las emociones de los animales porque eran rasgos exclusivos de los humanos. Por suerte, de pequeña tuve un profesor magnífico: mi perro Rusty, que me enseñó que estaban equivocados. Los chimpancés –que son nuestro pariente vivo más cercano– son tan parecidos a nosotros biológicamente que con mis descripciones y la película que hizo mi marido, Hugo van Lawick, la ciencia tuvo que admitir que no somos los únicos seres del planeta con personalidad, mente y emociones. Nuestro trabajo abrió la puerta a una nueva manera de entender y considerar a los animales. Gracias a ello, cada día aprendemos más y más. No dejamos de sorprendernos. Estoy segura de que los animales pueden sentir miedo, angustia y dolor. Y eso hay que tenerlo en cuenta cuando nos referimos a todos estos animales de los que te hablaba –con los que se trafica o a los que se mata o se lleva a granjas industriales o a mercados–: son individuos con personalidades y sentimientos, no simplemente animales. Hay una creencia de que por el simple hecho de que sean alimentos son diferentes de nosotros, pero no es así: los cerdos se comen, y pueden ser más inteligentes que los perros.

«Si estamos tan desconectados de la naturaleza es porque muchísima gente vive hoy en un mundo virtual»

En más de una ocasión ha comentado que estamos tan desconectados del medio ambiente que no nos consideramos parte de él, de ese ecosistema integral y delicado que se desmorona en la medida en que no lo apreciamos. ¿Cómo hemos perdido esa relación?

Si actualmente estamos tan desconectados del mundo natural es porque muchísima gente vive en un mundo virtual. Cuando yo era pequeña, no teníamos televisión –mucho menos ordenadores o teléfonos móviles–, y me pasaba horas contemplando los pájaros, las ardillas, los insectos… No obstante, ahora los niños están todo el rato mirando las pantallas. Es algo muy negativo porque la evidencia científica nos dice que la naturaleza –los espacios verdes, el cantar de los pájaros, las hojas, las flores…– es esencial para el buen desarrollo psicológico de los más pequeños. Además, también se ha demostrado que el fomento de los espacios verdes en zonas desfavorecidas donde hay una alta tasa de delincuencia se traduce en una disminución de la incidencia delictiva. Es muy triste ver cómo nos hemos aislado en nuestra propia burbuja de hacer dinero y hemos dejado de tener en cuenta nuestra relación con el entorno natural. No podemos seguir así: somos parte de ese entorno; dependemos de él.

¿Cómo podemos recuperar esa conexión y aspirar a un mundo más positivo y armonioso? ¿Qué cambios en el pensamiento y el comportamiento de las personas son necesarios?

En primer lugar, tenemos que cambiar nuestra manera de plantear el desarrollo. A medida que destruimos el medio ambiente, la madre naturaleza nos grita pidiendo ayuda, y mientras destrozamos la naturaleza, también destruimos el futuro de nuestros hijos y, por supuesto, la salud del planeta. Antes de la pandemia estuve viajando por el mundo durante trescientos días y pude ver con mis propios ojos los efectos de la destrucción. Cuando estuve en Groenlandia, los inuits me dijeron que, antes, el hielo acostumbraba a resistir incluso en pleno verano. Sin embargo, era primavera cuando vi el agua del deshielo y los icebergs rompiéndose… También conocí a gente de la isla que tenía que abandonar sus casas cuando subía la marea. He visto las secuelas de huracanes temibles, tifones, inundaciones, espantosas sequías y devastadores incendios forestales. Y que sepamos, por primera vez en la historia ha habido incendios en el círculo ártico. Afortunadamente, creo que hay cosas que se están comenzando a comprender, como la necesidad de avanzar hacia una dieta basada en plantas.

¿Cree que se puede extraer algún aprendizaje positivo o algún mensaje de esperanza de las crisis que estamos viviendo?

El mayor signo de esperanza es que tenemos cierto margen de tiempo para poder mitigar el cambio climático. Ahora bien, mi gran esperanza reside en la juventud. Yo empecé el programa Roots and Shoots en 1991 con doce estudiantes de instituto en Tanzania a los que les daba el mensaje de que todo el mundo genera un impacto sobre el planeta, así que elige con sensatez y con ética. En el programa –hoy activo en 65 países de todo el mundo– cada grupo escoge tres proyectos: uno para ayudar a personas, uno para ayudar a animales y otro para ayudar al planeta. Estos miles de jóvenes son conscientes del problema, se sienten fortalecidos para actuar y son los que luego influyen a padres y abuelos. Mientras nosotras charlamos, ellos, sus ideas y sus voces están cambiando el mundo.

¿Qué es lo que más le llama la atención de los activistas jóvenes de hoy en día?

Durante muchos años, ha habido un desconocimiento generalizado sobre lo que le estábamos haciendo al planeta. Cuando empecé a estudiar los chimpancés en 1960, el bosque todavía se extendía a través de Gombe (Tanzania). Entonces no causábamos tanto daño como el que provocan actualmente nuestras actividades. Sin embargo, progresivamente, muchas escuelas han comenzado a hablar del cambio climático, lo que les da la oportunidad a los niños de escoger hacer algo o de exigir que otros lo hagan. Los niños están más concienciados y, en consecuencia, muchos padres piensan: «Tengo que reciclar por mis hijos» o «tengo que quitar basura del campo por mis hijos». Sus hijos son los que están a la altura del reto porque son conscientes de los problemas que los niños de antes desconocían.

«Leer o escuchar las noticias es tan desmoralizante que entiendo que la gente no tenga ganas de hacer nada»

Usted y yo hablamos hace más de diez años por el 50 aniversario de su llegada a Gombe, cuando empezó su investigación sobre los chimpancés. ¿Cómo han evolucionado su pensamiento y su trabajo en todos estos años?

Nunca hemos dejado de aprender sobre los chimpancés. Sobre todo gracias a tecnología puntera como, por ejemplo, los estudios de ADN. Estamos en el comienzo de la cuarta generación de chimpancés, lo que nos permite ver el efecto de los diferentes tipos de comportamiento materno, saber quién es el padre –ya que podemos analizar el ADN de las muestras fecales– y, por lo tanto, examinar la personalidad de los progenitores. De lo que no tenemos ni idea es de cómo los más jóvenes saben quién es su padre, porque existen pruebas de que se sienten más atraídos por los machos de la familia. Ahora bien, a grandes rasgos, creo que el cambio más grande que ha sufrido mi trabajo –además de ser la razón por la que me fui de Gombe en el 86– se remonta a cuando me di cuenta de que los chimpancés y los bosques de África estaban desapareciendo. Eso me llevó a visitar seis sitios diferentes para comprender lo que estaba pasando. El punto de inflexión fue en 1990, cuando estaba sobrevolando el diminuto Parque Nacional de Gombe, de 35 kilómetros cuadrados, y que había formado parte de un gran bosque. Miré hacia abajo y vi una pequeña isla de bosque rodeada de montes completamente vacíos donde vivían muchas más personas de las que la tierra podía soportar. Ahí me di cuenta de que, si no ayudamos a que estas personas encuentren maneras de ganarse la vida sin necesidad de destruir el medio ambiente que les rodea, tampoco podremos salvar a los chimpancés.

¿Qué hizo entonces?

El Instituto Jane Goodall comenzó un método de conservación holístico basado en las comunidades locales al que llamamos Take Care o TACARE (Tanganyika Catchment Reforestation and Education). Básicamente, lo que empezamos en 12 pueblos cercanos a Gombe está ahora implantado en 104 lugares a lo largo de las áreas de chimpancés en Tanzania y en otros siete países africanos. Esto ha otorgado fuerza e instrumentos a la población local, como, por ejemplo, teléfonos inteligentes para que puedan monitorizar el estado de las reservas forestales de sus pueblos. Se han convertido en nuestros compañeros para la conservación y la gente está encontrando la manera de vivir en armonía con la naturaleza.

Como pionera, ¿qué opina del progreso que la mujer ha realizado, o le falta aún por alcanzar, en el camino hacia la igualdad de género?

Depende mucho del país en el que te encuentres; algunos han avanzado más que otros. Cuando tenía diez años y soñaba con ir a África, vivir con animales y escribir libros sobre ellos, todo el mundo se reía de mí. «¿Cómo vas a hacer eso? No tienes dinero, África está muy lejos y tú eres solo una niña», me decían. Por suerte, tengo una madre increíble que me alentó: «Si realmente quieres eso, tendrás que trabajar mucho, aprovechar cada oportunidad que venga y, si no te rindes, puede que encuentres la manera de lograrlo». Este es el mensaje que trato de trasladar a los jóvenes y, en especial, a las chicas de las áreas más desfavorecidas del planeta. En general, he visto un gran cambio en los países más desarrollados, pero en Tanzania, por ejemplo, nosotros y otras organizaciones otorgamos muchas becas para que las chicas jóvenes sigan en los colegios, continúen sus estudios hasta la enseñanza secundaria y algunas puedan ir a la universidad. Poco a poco las cosas van cambiando. Siempre recuerdo –porque me encantó– lo que me dijo el jefe de una tribu indígena de América Latina sobre que su tribu era como un águila: «Una de las alas es masculina y la otra femenina, y solamente cuando estas sean iguales la tribu volará alto», explicó. Creo que eso es justo lo que deberíamos tener como objetivo: la igualdad.

¿Cree que la humanidad está cada vez más concienciada sobre la necesidad de proteger a los animales?

En todo el mundo ha habido grandes avances legislativos en relación con el bienestar de los animales. Es algo que hace diez años no se podía ni imaginar. Por ejemplo, hace no mucho, en China se juzgó por primera vez a un dueño que abandonó a su perro. En Corea del Sur existe hoy una legislación para alimentar a perros. También en Estados Unidos se han propuesto muchas leyes para endurecer las sentencias por crueldad animal, aunque todavía no han sido aprobadas. En general, la gente es más consciente de que los animales no están en este planeta para que nosotros los usemos y abusemos de ellos, sino que necesitamos poder vivir en armonía con ellos. Pero todavía queda mucho por hacer. Mahatma Gandhi dijo que «una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales». Y si aplicásemos este criterio, muchos países no saldrían bien parados.

«Necesitamos dejar de usar y abusar de los animales y aprender a vivir en armonía con ellos»

Nos enfrentamos a grandes y numerosos retos que pueden llevar a la gente a pensar que no hay nada que uno pueda hacer para marcar la diferencia. ¿Cuál sería su consejo o motivación?

No paramos de oír eso de: «Piensa globalmente, actúa localmente», pero, honestamente, leer o escuchar las noticias es tan deprimente y desmoralizante que entiendo que la gente no tenga ganas de hacer nada. Y sé que están sucediendo cosas horribles en la política, la sociedad o la naturaleza, pero en vez de perder la esperanza debemos reivindicarnos y decir: «Estoy aquí y ahora en este sitio. Hay un riachuelo que está sucio. Puedo unirme con mis amigos. Podemos limpiarlo». Así, el agua que vaya a parar al río estará limpia y, si luego hay otros grupos que se encargan de limpiar otros riachuelos, el río cada vez estará más limpio. Mi consejo es: haz los proyectos que puedas localmente. Y se pueden hacer muchísimas cosas que, además, te harán sentir mejor, como ser voluntario en un refugio o en comedores sociales, o recaudar dinero para ayudar a los niños. Por ejemplo, solo en Puerto Rico, hay 200.000 niños desnutridos como resultado del huracán María de hace unos años y a los que el expresidente Donald Trump solo visitó para dejarles papel higiénico. Cuando aportas localmente, además, te das cuenta de que hay otra mucha gente haciendo lo mismo que tú, y que lo que estás intentando se multiplica una y otra vez, y está cambiando el mundo. Ahí es cuando la esperanza aparece.

¿Cuál le gustaría que fuese su legado? ¿Qué le gustaría que recordasen las generaciones futuras?

Me gusta pensar que dejo en herencia dos cosas. Una es Roots and Shoots, que espero que continúe porque está cambiando vidas y la otra es que estoy ayudando a las personas –científicos incluidos– a admitir que somos parte del reino animal y que, por lo tanto, tenemos que tratar a los animales de manera más humana, más compasiva. Pero el mensaje más importante que quiero dejar es: recuerda que, todos los días, todos y cada uno de nosotros tenemos un impacto sobre el medio ambiente. Tenemos el poder de elegir lo que compramos, lo que llevamos puesto y lo que comemos…, a menos que seamos realmente pobres. Y por eso tenemos que reducir la pobreza, porque si no tienes recursos vas a talar hasta el último árbol del bosque para plantar comida y alimentar a tu familia. Por la misma razón vas a pescar todo lo que puedas o, si estás en una zona urbana, vas a comprar la comida basura que sea más barata. Y como tienes que sobrevivir, no podrás permitirte preguntarte si su producción perjudica al medio ambiente, si es cruel con los animales o si cuesta tan poco porque los trabajadores reciben unos salarios injustos. Ahora mismo, una población mundial de 7,2 mil millones de personas está agotando los recursos naturales más rápido de lo que la naturaleza puede reponerlos. Para 2050, dicen, el número se acercará a los 10 mil millones de personas. Y, cuidado, porque a veces esto se entiende como una condena a aquellos que viven en la pobreza, cuando en realidad, no son los responsables del cambio climático que nosotros, los ricos, estamos provocando. Es todo un reto, porque si sacamos a la gente de la pobreza y todos ellos anhelan nuestro estilo de vida poco sostenible, ¿qué va a pasar?

¿Qué le pediría a la sociedad?

Que pensemos en lo que hacemos cada día y tomemos decisiones éticas y compasivas sobre lo que comemos, compramos o vestimos. Y que debemos darnos cuenta de que como marcamos realmente la diferencia no es de manera individual, sino todos juntos, de manera colectiva. Aún nos queda algo de tiempo, pero tenemos que unirnos y actuar ahora.


Marianne Schnall es periodista, escritora y fundadora de ‘Feminist.com’ y ‘What Will It Take Movements’. Esta entrevista fue publicada originalmente en la revista ‘Forbes‘ de Estados Unidos. | Traducción: Ana María Fajardo.

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