Alonso Cueto
«Los personajes de Vargas Llosa eran quijotescos y él también»
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«Las novelas de Mario Vargas Llosa han acompañado mi vida». Con esta frase comienza su nuevo libro Alonso Cueto, un ensayo en el que explora el universo literario del Nobel peruano, con el conocimiento de quien lo ha leído desde niño y la cercanía de quien fue uno de sus grandes amigos. Cueto –peruano como Vargas Llosa, de 71 años, autor de más de quince novelas, traducido a veinte idiomas y ganador de premios como el Herralde– leía las obras del Nobel desde que estaba en el colegio y lo sigue haciendo hoy con el mismo entusiasmo. «No tengo una idea muy clara de por qué estas historias me siguen emocionando», dice Cueto al inicio del libro, que él define como «un intento por comprender la vastedad de una gran obra». En ‘Mario Vargas Llosa: palabras en el mundo’, recorre los sellos fundamentales de la literatura del Nobel, las características de sus personajes y las búsquedas esenciales de su escritura.
¿Cómo nació su conexión con la obra de Vargas Llosa?
Yo era muy joven cuando empecé a leer sus novelas. Una de las primeras experiencias que tuve fue descubrir que las grandes historias están en cualquier parte del mundo, incluyendo la ciudad en la que nací. En medio de la ingenuidad, pensaba que para que una historia fuera extraordinaria tenía que ocurrir en San Petersburgo o en París. De repente esos seres extraordinarios de sus novelas aparecían en Lima, en las calles que yo conocía. Lo que más me impresionó fue la humanidad de sus personajes. Al mismo tiempo fue un descubrimiento del Perú. Yo vivía en un barrio de clase media, en Miraflores. Pero sus novelas ofrecían un mosaico de la diversidad, de la complejidad, de las diferencias sociales, culturales y étnicas de todo el Perú. Eso era muy impresionante, desde mi perspectiva. Y claro, de esa afición de lector nació una vocación de ensayista de sus novelas. Este libro es una recopilación de mucho de lo que he escrito sobre él y un intento por señalar las grandes líneas de su obra.
Lo publicó en marzo, un mes antes de la muerte de Vargas Llosa. ¿Él lo alcanzó a leer?
Sí, él llegó a verlo. En esas últimas semanas de su vida le costaba un poco leer. Pero lo leyó, me llamó y me lo agradeció mucho.
Usted cuenta en el libro dos momentos claves que vivió a su lado. Uno de ellos, cuando era muy pequeño…
En 1957. Yo tenía 3 años. Vivíamos en París y en una ocasión a mi madre se le ocurrió invitar a varios de los estudiantes peruanos que estaban llegando a la ciudad. Vargas Llosa fue y pasó las navidades con nosotros. No tengo recuerdo de eso. Pero después Mario me comentó de esa reunión. Lo que me contaba mi madre fue que él me cargó y me puso encima de la mesa. Yo bromeo y digo que ese es el momento en que decidí ser escritor.
El otro episodio fue varios años después, cuando usted le mostró su primera novela y él le hizo fuertes críticas. ¿Cuál fue el consejo que le dio en esa ocasión?
Nosotros habíamos vuelto a vivir en Lima y Mario llegó también a pasar una larga temporada allí. Nos volvimos a ver y desde entonces –es decir, desde el año 70 hasta hace poco más de un mes– mantuvimos una relación muy cercana, muy estrecha, que es uno de los grandes privilegios que he tenido. Una de las cosas que más le agradezco es que fue despiadado con mi primera novela. Me dijo todo lo que le parecía mal, me señaló los caminos en los que me había equivocado al contar la historia. Fue muy franco y al final me aconsejó: tienes que trabajar duro y parejo. Después llegó a elogiar muchos de mis libros. Pero, claro, yo le agradecí mucho ese varapalo.
«Sus novelas no son contemplaciones estáticas, sino motores que los personajes ponen en marcha»
Resalta varios rasgos de su personalidad. Entre ellos, usted dice que Vargas Llosa ha sido el mejor contador de chistes que ha conocido…
Contaba un chiste tras otro. En cadena. Y tenía unas ocurrencias. En eso se revela que él es, esencialmente, un contador de historias. Sus novelas no son contemplaciones estáticas, sino motores que los personajes ponen en marcha para lograr sus objetivos, sus sueños. Ese avance de los episodios es lo que define sus libros. Sus personajes siempre están viajando. Como él, que no paró de moverse. Es interesante que después de tantos viajes, después de tantas aventuras, de tantas experiencias, regresara a Lima en los últimos meses. Con su última novela, Le dedico mi silencio, dejó de escribir. Dejó de viajar, pero no de soñar. Ni dejó de estar de buen humor. Los personajes de Vargas Llosa eran quijotescos, y él era quijotesco.
Incluso para esa última novela realizó un largo proceso de investigación, uno de los rasgos que usted destaca de su obra.
Siempre pienso en esa idea de Alessandro Baricco que dice que el narrador tiene que fabricar un espacio, crear un lugar. En el comienzo de Conversación en La Catedral, o en el de La casa verde, o en La ciudad y los perros, ves esa definición de los espacios. Hay tal intensidad en ellos que es algo fundamental para que todo lo demás cobre vida. Vargas Llosa siempre tuvo la idea, que viene del Romanticismo, de que antes de escribir un libro –sobre Tahití, por ejemplo, como es el caso de El paraíso en la otra esquina– hay que ir al lugar donde las cosas van a ocurrir para tratar de tener la experiencia y poder transmitirla. Él iba a cada sitio. Esa es una de las grandes magias de sus novelas, que puedes sentir que estás en ese mundo.
Hay un hecho que no solo marcó su vida, sino su obra: el encuentro con su padre. Pensaba que estaba muerto y apareció cuando él tenía 10 años. ¿Cómo lo influyó?
Él me dijo que si eso no hubiera ocurrido, no habría sido escritor. Todo lo que le habían dicho –que su padre estaba muerto, que había sido un viajero, que tenía esta gorrita de marinero en la foto que le enseñaban–, todo ese mundo lleno de mimos y armonía que había vivido con su familia, todo ese universo fue cuestionado por esa figura que apareció de una manera tan abrupta. Un día su mamá le dijo: Mario, tu papá no ha muerto, está vivo y es este hombre que está acá. Impresionante. A partir de ahí, la fisura que se crea en el paraíso perdido es tan grande que él busca otro paraíso –el de la lectura y la escritura– desde el cual va a intentar recuperarlo. ¿Cómo lo hace? Contando historias de comunidades, de grupos. Las visitadoras son una comunidad. «El Círculo» de La ciudad y los perros es una comunidad. Mario busca encontrar ese mundo perdido. Lo que hace él es lo que hacen sus personajes.
«Con la muerte de Mario desaparece un novelista que contempló la utopía como un gran tema literario»
Usted dice que a partir de ahí también nace su interés por indagar sobre el poder…
Creo que para Vargas Llosa el gran tema de los seres humanos es cómo responder ante una ley que nos oprime, nos margina, nos condiciona. Él plantea dos caminos. Uno, rebelarse. Otro, evadirse. Alguna de estas dos vías son las que van a tomar sus personajes. En ese trance de rebelarse y evadirse está un poco lo que somos, unos seres siempre en busca de dignidad, de individualidad, de reconocimiento forjado en la lucha contra el poder. Lo que él descubre a los 10 años es precisamente eso, el poder. No solo el de los dictadores o los personajes políticos. Mira Travesuras de la niña mala. La niña mala ejerce el poder absoluto sobre Somocurcio. O las rendiciones y las pleitesías de don Rigoberto hacia Lucrecia. El poder no solo está en la sociedad y la política, también está en la vida íntima, familiar. En el amor.
¿Cómo entra la utopía en el universo de su obra?
Con la muerte de Mario desaparece un novelista que contempló la utopía como un gran tema literario. En su última novela, el personaje, Azpilcueta, cree que la música popular puede ser un espacio de redención, de reconciliación de las diferencias sociales. Ahí está presente un movimiento hacia la utopía. En cada novela, sus personajes fracasan en esa búsqueda. Pero en la siguiente obra aparece otro que lo vuelve a intentar. Junto a esto hay un asunto más que también desaparece con él, y es la convicción que tuvieron los del boom –Fuentes, Cortázar, García Márquez– respecto a que la novela cumple una función social. Que estos libros pueden sensibilizar, concientizar a los lectores y producir en ellos algún tipo de efecto. La literatura no tenía una tarea puramente decorativa. Por eso el ejemplo de Sartre fue muy importante para ellos. Porque él siempre pensó en la idea de una función social, y en que no basta con las palabras: hay que ir a los actos. Algo que tiene presente, por ejemplo, Santiago Zabala en Conversación en La Catedral. Vargas Llosa fue un escritor influyente. Siempre dijo lo que pensaba.
¿Y cómo afectó su decisión de entrar a la política y lanzarse a la presidencia de su país?
Creo que eso fue una consecuencia de este deseo. Además, hay que tener en cuenta que cuando lo hizo la situación era muy peligrosa, las visitas a muchas ciudades del interior eran unas grandes aventuras. Se ponía la vida en riesgo. Ahí hubo un acto de valentía, de integridad, pero fue una experiencia que hizo una vez y no intentó repetirla. A la larga, mejor para él y mejor para nosotros, sus lectores.
Porque después de esa derrota electoral vinieron varias de sus grandes obras…
Me pregunto cuántos escritores del siglo XX tienen cinco obras maestras. Vargas Llosa tiene, en mi opinión, La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La casa verde, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo. Si a eso le añades dos grandes ensayos literarios, que son Historia de un deicidio, sobre García Márquez, y La orgía perpetua, sobre Flaubert, extraordinarios en su género, más las memorias de El pez en el agua… Con estas ocho obras podrías leer hasta el infinito.
«Eso nos dejan sus libros: que no hay que aceptar, que hay que rebelarse»
Vargas Llosa recibió el Nobel en 2010 y usted cuenta que, años antes, un chamán le había anunciado que lo ganaría…
Lauro Hinostroza, así se llama el chamán. Se lo dijo en un viaje a Ayacucho. A Mario le interesaba ganar el Nobel, como es normal, pero poco después de recibirlo dijo que no por eso dejaría de escribir. Al contrario, que lo haría como si fuera el primer día. Los premios establecen un diálogo más amplio con los lectores, pero al mismo tiempo son extraños a la obra. Los únicos tesoros de un escritor son el silencio, el aislamiento y la obsesión. Un escritor tiene que integrarse al mundo, conocerlo, pero una vez que tiene esa experiencia, es fundamental verla a la distancia, en el aislamiento y la soledad. Eso él lo tenía claro. Nunca aceptaba una reunión en las mañanas, en las horas de trabajo. El Premio Nobel fue un maravilloso paréntesis en esa maravillosa soledad.
¿Cuál es, según su opinión, la principal herencia que Vargas Llosa deja para la literatura?
Primero, la creación de un lenguaje, en el que hay una historia que avanza en un sentido aristotélico, con una serie de episodios que se van sucediendo, mezclados con unos buceos en la intimidad de los personajes. Los saltos en el tiempo y en el espacio, la riqueza, la multiplicidad de recursos. Segundo, la creación de un universo con una diversidad extraordinaria, enmarcada por la dominación de unos sobre otros. En ese mundo aparece un concepto que la literatura europea ya había enterrado y que aparece en la latinoamericana: el concepto del héroe. Eso nos dejan sus libros: que no hay que aceptar, que hay que rebelarse. Que hay que buscar ser héroes, por lo menos en la dimensión privada y modesta que nos puede tocar.
Esta entrevista hace parte del acuerdo de colaboración entre el periódico ‘El Tiempo’ y la revista Ethic.
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