
Un momento...
Hasta hace apenas una década, el orden mundial se basaba en una serie de normas acordadas por el bloque occidental tras la Segunda Guerra Mundial. En ese orden, un país hegemónico —Estados Unidos— garantizaba su seguridad y equilibrio, entre otras cosas, porque le interesaba el mundo ordenado a su imagen y semejanza.
Con el estallido de la crisis financiera de 2008, las reglas del juego empiezan a cambiar y nuevos actores comienzan a alzar la voz para reclamar más protagonismo en el tablero internacional. No solo eso, sino que las organizaciones que establecían los reglamentos bajo los que se disponían las relaciones internacionales dejan de imponer autoridad y el mundo, tal y como lo habíamos concebido durante más de 80 años, empieza a tambalearse.
Estados Unidos y China compiten ahora por ganar la carrera tecnológica y hacerse con el liderazgo mundial, mientras Rusia sigue peleando para ganar posiciones y el sur global va cogiendo carrerilla. Y en medio de todo, Europa. El Viejo Continente está a prueba en un mundo que ya no se basa en las reglas, sino en la fuerza; algo que le cuesta encajar a un proyecto que nació con la defensa y el mantenimiento de la paz como objetivos principales y que tiene en la solidaridad uno de sus principios fundamentales. Además, la complejidad política de la Unión Europea hace que le cueste consolidar su liderazgo. Y son los liderazgos, y no las teorías de relaciones internacionales, las que determinan las guerras.
En el marco del curso de verano de Geopolítica de la UNED, Ana Palacio, abogada especializada en derecho internacional y de la Unión Europea y exministra de Asuntos Exteriores, y Arancha González Laya, decana de la Escuela de Asuntos Internacionales de París, Sciences-Po, y exministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, dialogan sobre Europa, su situación en el mundo y qué puede hacer para navegar este momento decisivo de transformación al que asistimos.
El inequívoco cambio de poder que está teniendo lugar en el tablero internacional se puede apreciar desde tres ángulos distintos, apunta Arancha González Laya. Primero, económico: «En el año 2000, China representaba el 4% de la riqueza mundial, hoy, el 19%; y Estados Unidos, el 32%, frente al 15% actual. Además, la economía de los países del sudeste asiático (ASEAN) valía 4.000 millones de dólares y hoy vale 1,3 trillones de dólares». Segundo, militar: «Estados Unidos invierte el 37% del gasto militar en el mundo, pero China el 12%». Tercero, geopolítico: el poder hoy no lo ostentan «los Estados, sino las empresas tecnológicas».
El dominio de Estados Unidos en temas de tecnología es un hecho, como también lo es que China va ganando terreno con presteza. Tanto, que sus avances tecnológicos y sólidas exportaciones han hecho que se posicione como la segunda economía del mundo. Y ese poder económico se nota ya en los ámbitos político y militar, como muestra la modernización de sus fuerzas armadas. Con todo, China está dejando de ser una potencia emergente para convertirse en un actor internacional de primer orden capaz de desafiar a Estados Unidos y poner en jaque su hegemonía. Es la trampa de Tucídides que esboza el politólogo Graham Allison.
Una de las principales consecuencias de este cambio de fuerzas es un debilitamiento del marco institucional internacional, «que hoy tiene un epicentro muy grande en Estados Unidos», señala González Laya. Porque, bajo el mando de Donald Trump, los estadounidenses se han salido del orden multilateral, dejando claro que prefieren la fuerza a la norma y dando lugar a uno de los principales quiebros con la Unión Europea, que sigue basando su funcionamiento en reglamentos. La preocupación europea es notable, pues «sabemos cómo enfrentarnos a quien no respeta las normas si se llama Rusia o China, pero no si se llama Estados Unidos». Y es que estos han sido siempre nuestros socios en materia de comercio y defensa, además de compartir con ellos valores y principios democráticos.
Aunque Estados Unidos difiera de China y de Rusia, la decana de Sciences-Po matiza que tampoco debemos poner a estas dos potencias en el mismo saco. «Rusia tiene una economía —de guerra y en declive— del tamaño de Italia, pero con armas nucleares, y China es el 19% del PIB mundial. Además, a China le favorece un entorno internacional benigno y estable y a Rusia le encanta la inestabilidad, porque vive en la confrontación constante». Algo que respalda Ana Palacio, haciendo una observación que considera no podemos obviar: «Para esta reconstrucción del sistema multilateral, China tiene unos planteamientos distintos, pues, donde el sistema actual se centra en el individuo, para ellos prima el grupo; donde nosotros priorizamos la libertad, ellos la seguridad; y donde Occidente antepone la racionalidad crítica, ellos la obediencia».
Una China comunista —con una economía capitalista— y una Rusia con pretensiones zaristas (a las que, ahora, hay que sumar unos Estados Unidos populistas) han sido dos socios comerciales determinantes de la Unión Europea en sus planes estratégicos de crecimiento.
Una de las estrategias europeas más relevantes en los últimos años ha sido el Pacto Verde Europeo, esa política de transición energética que prometía una Europa más limpia y climáticamente neutra. Pero esta «se hace en 2019 y en 2022 nos despertamos con la invasión de Ucrania por Rusia. El mundo cambió y ya no se aguanta, como hace el Green Deal, dar por supuesto la seguridad energética; esto es, la fluidez del suministro», recuerda Palacio. Y es que la guerra de Ucrania puso de manifiesto que la interdependencia brindada por la globalización iba a desembocar en una vulnerabilidad no contemplada. La energía que importábamos de Rusia y la tecnología china de la que tanto dependemos han resultado dos puntos de flaqueza que Europa tiene que remediar y a los que ahora, desde que Trump volvió a la Casa Blanca, hay que sumar la seguridad y defensa. «El mundo ha cambiado y no es el que preveía la Unión Europea. Es un mundo de poder, de fuerza, donde no se puede contar solo con el soft power», afirma Palacio; aunque apunta que «China se ha hecho dueña del relato del soft power entre las grandes potencias; relato que Estados Unidos ha abandonado».
Y de fondo, una escisión que no se puede pasar por alto. «La gran división está en la política: la que busca el interés económico y el buen gobierno frente a la que juega con la empatía y la irracionalidad geopolítica en las economías», opina la que fuera ministra con Aznar. Esto ha dado lugar a «la doctrina de la emotividad y del agravio, que es la política de Trump» y que estamos viendo ahora en Europa y Estados Unidos. Valga como ejemplo el Brexit, señala, que surgió movido no por un interés económico, sino por una búsqueda de identidad.
Ante una situación de este calibre, las dos exministras coinciden en señalar sin titubeos que Europa tiene que adaptarse a la nueva realidad y ganar peso en el tablero internacional, algo que pasa por una mayor integración europea.
«Europa cuenta con bazas suficientes para pesar» en el nuevo orden mundial; «el comercio es uno de nuestros puntos fuertes», reconoce Palacio, pero nos falta liderazgo y capacidad de sacrificio. ¿Por qué funcionaron la Carta del Atlántico de 1941, firmada entre Churchill y Roosevelt, o la Declaración Schuman de 1950?, rememora. Porque «hubo un liderazgo americano», en el primer caso, y porque «las sociedades francesa y alemana estuvieron dispuestas a hacer sacrificios», en el segundo.
Hoy, en cambio, esos dos motores que impulsaron con fuerza el proyecto europeo están gripados y esto obliga no tanto a sustituirlos como a buscar otros nuevos. «Tienen que ser España, Italia y Polonia», opina González Laya. «Políticamente somos distintos, pero la suma de los cinco [funciona]: cuando falla uno, el otro lo puede compensar», porque compartimos objetivos. «Se trata de hacer política europea con geometrías variables y liderazgos corales», añade.
De momento, la Unión Europea ha conseguido fijar su dirección: tiene claro que debe invertir más en seguridad y defensa, profundizar en el mercado único y reforzar su autonomía estratégica si quiere alcanzar ese liderazgo que le permita ser un actor con poder de decisión en el nuevo marco internacional. Ahora, tal vez, lo que falte sea insuflar más velocidad para llegar a tiempo.
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