Javier López y Vicent Botella
«Necesitamos darnos tiempo para pensar, acceder a la información y procesarla»
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025

Artículo
Javier López y Vicent Botella acaban de desentrañar las claves de nuestro pensamiento. Doctor en Filosofía el primero y en Física el segundo, pero experto en temas de neurocomputación, ambos han escrito ‘Por qué pensamos lo que pensamos’ (Arpa, 2025), un tratado sobre nuestros sesgos y una explicación de por qué tenemos esa propensión a creernos cosas que contradigan la realidad o incluso nuestros intereses. Escrito en un tono muy didáctico, el texto nos invita a replantearnos muchas de nuestras decisiones y sobre todo, nuestro modo de reflexionar, sabiendo que muchas veces nuestro propio estilo de vida acelerado facilita que se disparen todos nuestros sesgos y desactivemos el espíritu crítico: «si vamos acelerados y se nos exige más en menos tiempo, nuestra capacidad de pensar disminuye».
¿Cómo podemos distinguir entre un pensamiento crítico genuino y una actitud conspiranoica?
Javier López: Diría que el pensamiento crítico siempre debe implicar la crítica del propio pensamiento. Es esa capacidad de discriminar y someter a juicio lo que conocemos como capacidad crítica. Si uno ejerce esta función de crítica y discriminación, los juicios sumarios como «todo el mundo» o «todo es bueno» son muy difíciles de sostener. Requiere el análisis del caso concreto, de la cuestión específica, para darnos cuenta de que las reglas generales no se aplican con tanta facilidad. Esto nos obliga a afinar y a ver que las relaciones de causalidad no son tan lineales como nos parecerían o nos gustaría pensar.
Sobre la cuestión de los «conspiranoicos», es importante destacar que la palabra «conspiranoico» implica una patologización. Un término más preciso y menos valorativo es «conspiracionista», que sencillamente atiende al mecanismo de explicación de la realidad a partir de la prevalencia de conspiraciones. La idea de «conspiranoico» sugiere que hay algo que no funciona bien en el pensamiento de esa persona, pero el pensamiento conspiracionista es, en muchos aspectos, absolutamente normal. Se nutre de incentivos, temores y necesidades compartidas por los demás, que encuentran en las conspiraciones una vía de explicación y consuelo.
Vicent Botella: Exacto. Muchas de nuestras conversaciones con Javier partían de la sorpresa, ¿cómo puede ser que la gente haga esto o piense aquello? Hay un paralelismo entre la idea del conspiranoico que dice «yo soy el que sé y todos los demás están equivocados» y la actitud de asombrarse constantemente por cómo piensa la gente. Llegamos a la conclusión de que si uno está permanentemente sorprendido de cómo piensa la gente, es porque no ha entendido cómo piensan. Esta sorpresa está alimentada por la idea del ser humano perfectamente racional.
Sobre ese mito de la racionalidad, es innegable que nuestros valores y creencias juegan un papel fundamental en cómo conformamos nuestro pensamiento. Somos capaces de negar la evidencia si contradice nuestras convicciones. Siendo así, ¿es posible un pensamiento objetivo?
J. L.: El pensamiento objetivo es un horizonte que podemos reivindicar. Entiendo la objetividad como una intersubjetividad: aquello que puede ser compartido, percibido o comprendido por alguien más que uno mismo. Esta es una aspiración no solo legítima, sino necesaria. Sin embargo, es crucial someter a crítica los límites de la objetividad y los límites de cada persona para alcanzarla. La respuesta es ser conscientes de la importancia de la pretensión de objetividad, pero también de la imposibilidad o suma dificultad de su garantía.
V. B.: Yo añadiría que, desde el punto de vista científico, la ciencia puede entenderse como una batalla por el pensamiento objetivo. Su finalidad es la consecución de conocimientos independientes de la subjetividad de cada uno: de mi época histórica, mi biografía, mis gustos, mis sesgos, mi cultura. La idea es que, si mañana desapareciera la civilización y surgiera una nueva en 1000 años, llegarían a conclusiones similares. Esto es difícil y, de hecho, los científicos también se emocionan con sus propias hipótesis. Por eso, deben establecer mecanismos a priori para que su investigación no se vea sesgada por ese «amor» a su propia hipótesis. Es una batalla contra el error en aras de la objetividad.
«Es difícil pero no imposible que posturas antagónicas lleguen a un entendimiento»
Abordando el tema del error, sabemos lo difícil que es reconocer que nos hemos equivocado, ya sea a nivel personal o científico. Esto genera frustración y fracaso, por eso cabe preguntarse, ¿cómo es posible que dos personas con ideas antagónicas puedan llegar a un entendimiento?
J. L.: Es difícil, pero no imposible. La dificultad aumenta cuanto mayor sea la identificación con tus propias ideas o creencias. Cuanto más te identificas con ellas, más atado estás a la posibilidad del error. Efectivamente, hay un coste emocional al cambiar de opinión, pero también un coste epistémico. Descubrir que te has equivocado implica renunciar a muchas cosas que creías asociadas a ese error, sustituirlas por la solución correcta y analizar retrospectivamente los errores adyacentes a los que te llevó esa creencia equivocada.
Si además has antagonizado por esas ideas, entran en juego cuestiones de prestigio y reconocimiento social, profesional e incluso de poder simbólico. Hay muchos incentivos para mantenerte en tu posición y muchos problemas que afrontar si no lo haces. Afortunadamente, no es imposible. La honestidad intelectual consiste precisamente en vencer esas resistencias en aras de la comprensión, la intersubjetividad, la posibilidad de un acuerdo con los demás y el respeto a su inteligencia. Tiene que ver con la veracidad, con renunciar a todas esas ventajas simbólicas y epistémicas que te proporcionaba una idea equivocada, en beneficio de la verdad y del conocimiento.
V. B.: Añadiría que dos ideas clave de nuestro libro ayudan en esto: la primera es que nuestras ideas no son del todo nuestras. Están atravesadas por un montón de cosas que, en parte, no controlamos. Esto es una cura de humildad que ayuda a reducir la identificación con tus ideas, haciendo más fácil reconocer el error. Un ejemplo de lo contrario es el de la ciencia básica y el emprendedurismo. Me preocupa cuando se montan negocios alrededor de avances científicos de última generación. De repente, tienes un interés económico en que esa idea sea como es. ¿Qué pasa si en seis meses se comprueba que la hipótesis sobre la que basaste tu negocio es falsa o tiene consecuencias negativas no consideradas? En la ciencia, tendrías que «envainártela», pero si has montado un negocio, esto se vuelve muy complicado.
«Descubrir que te has equivocado implica renunciar a muchas cosas que creías asociadas a ese error»
Habéis mencionado la presión social. Cuando uno ha defendido públicamente una idea, se juega el prestigio social. En el libro también contáis cómo esa presión social configura nuestras opiniones. Ante esto, ¿cómo creéis que funciona el efecto de la «espiral del silencio» en la actualidad, y qué implicaciones tiene para la libertad de expresión?
J. L.: No estoy seguro de que la espiral del silencio funcione a los mismos niveles individuales hoy en día. Tengo la sensación de que la cuestión no se centra tanto en la posibilidad de expresar tus opiniones individualmente, ya que hay tantos canales de expresión que prácticamente cualquier cosa encuentra su lugar. La esfera pública funciona casi como un mercado de opiniones y verdades. Esto hace que la cuestión no se decida en el nivel de la producción, sino en el de la distribución.
La forma de silenciar una opinión no es suprimiéndola, sino enterrándola bajo un montón de otras opiniones. Lo que puede ocurrir es que nadie te haga caso, nadie te escuche, o que tu contenido tenga muy pocas visitas. Así funciona hoy la circulación de opiniones. Esto muestra una contradicción o los límites de una libertad fundamentalmente formal: tienes el derecho a expresarte, pero si no hay una distribución material adecuada de las condiciones de posibilidad, no puedes competir en igualdad de condiciones para convencer a los demás. Las ideas no se imponen por su fuerza, sino por la fuerza de los medios o canales que tienen mayor capacidad de llegar a más gente.
V. B.: Sí, es verdad que también depende mucho de las dinámicas de estatus dentro de grupos determinados. Si quieres mantener un estatus en un grupo social o mediático, hay reglas tácitas a las que debes ajustarte. Si, con mi pensamiento crítico, me uno a un grupo de terraplanistas, no duraré nada ni adquiriré estatus porque les iré a la contra. En ese sentido, no creo que haya nada nuevo. No lo llamaría autocensura, sino adaptación.
«La forma de silenciar una opinión no es suprimiéndola, sino enterrándola bajo un montón de otras opiniones»
Señaláis el esfuerzo que implica pensar. En nuestro ajetreado ritmo de vida, esto se vuelve complejo. ¿Nos hace esto más propensos a creer bulos y desinformación, simplemente por fatiga o falta de tiempo?
J. L.: Sí, la fatiga no es un sesgo, pero activa la intervención de los sesgos con mucha más presencia. Por ejemplo, el sesgo de confirmación. Nuestro pensamiento automático nos ahorra energía y tiempo, y nuestro ritmo de vida nos empuja a necesitar ese ahorro, especialmente cuando estamos fatigados o sobrestimulados. Esto nos vuelve mucho más vulnerables a la desinformación.
La estrategia frente a los bulos o la posverdad no debería centrarse ingenuamente en «vamos a explicar la verdad y la gente la entenderá». No siempre se está en condiciones de acceder o procesar los datos, y hay muchas resistencias a hacer el esfuerzo que implicaría cambiar de opinión. Para luchar eficazmente contra la desinformación, es crucial una reflexión sobre la forma en que vivimos: las horas que trabajamos, el cansancio que acumulamos. Necesitamos darnos tiempo para pensar, acceder a la información y procesarla, sin que nos llegue cuando ya estamos «reventados».
V. B.: Por una parte, esto se conjuga con la complejidad de la realidad. Muchas veces, aunque tuviéramos tiempo, nos falta conocimiento e interés para formarnos una opinión sobre una nueva propuesta de ley económica, por ejemplo. Sin embargo, se nos exige una opinión y una decisión (como votar), y los sesgos se activan porque forzosamente hemos de simplificar, tomar un atajo. El atajo puede ser tan sencillo como ver qué candidato nos cae mejor o cuál ha dicho algo que nos gusta. Ahí es cuando los sesgos están en pleno apogeo.
Por otra parte, está la ingenuidad que hemos tenido los científicos con la divulgación. No basta con dar conocimiento o cultura a la gente, creyendo que así todo irá mejor. La fatiga, el tiempo y, sobre todo, la rapidez que se nos exige, son esenciales. Si obligamos a un deportista de élite a jugar al doble de velocidad, su efectividad disminuye, aunque sea muy bueno. Es lo que nos pasa a nosotros: si vamos acelerados y se nos exige más en menos tiempo, nuestra capacidad de pensar disminuye.
«Para luchar eficazmente contra la desinformación, es crucial una reflexión sobre la forma en que vivimos: las horas que trabajamos, el cansancio que acumulamos»
Dada la limitación y manipulabilidad de nuestra atención, y la necesidad de preguntarnos por qué se nos dice lo que se nos dice, ¿dónde identificáis las mayores amenazas o elementos de distracción que nos impiden tomar decisiones informadas y reflexionar adecuadamente?
J. L.: La respuesta inmediata suele ser las pantallas, los teléfonos móviles y las redes sociales, lo que se conoce como la economía de la atención. Su diseño está al servicio de captar el mayor tiempo posible de nuestra atención para capitalizarlo mediante ingresos publicitarios.
Sin embargo, tengo la impresión de que esto se vuelve particularmente distorsionante porque se combina con algo quizás más grave: la incertidumbre con la que vivimos. La ansiedad y la angustia derivadas de la incertidumbre vital funcionan como catalizadores de esa dispersión de la atención. A mayor vulnerabilidad y precariedad, mayor dificultad para concentrarse. Esto lo sabe cualquiera que haya pasado por la precariedad en profesiones intelectuales. Te vuelve mucho más propenso a la dispersión desesperada y a la búsqueda de consuelos simbólicos, emocionales o epistémicos, como que te den la razón, ya que sirve para canalizar la frustración, el resentimiento y esa angustia.
V. B.: Cuando uno está en esa incertidumbre, fatiga y exigencia de rapidez, el cerebro tiende a buscar atajos y simplificaciones. El peligro añadido es que, ante la complejidad de la realidad, lo que nos están vendiendo muchas veces son simplificaciones ya elaboradas por otros. Esto siempre ha ocurrido con los medios tradicionales, pero con la entrada de los algoritmos, que aprovechan el sesgo de confirmación para mostrarte solo aquello que ya «te cuadra», se agrava. Ya no es que te enseñen una simplificación; es que la realidad, la ordenación de las noticias, la están haciendo otros, pero además específicamente para ti, para que te resulte aún más fácil «comprar» esa simplificación. Para que encuentres menos fricciones, menos tensión, menos cosas que no entiendas. El atractivo de estos medios es que te lo han puesto muy fácil, y la tecnología da la falsa impresión de que es muy fácil acceder a la realidad y entenderla, cuando no lo es.
Finalmente, cuando explicáis la labor de enmarcado por parte del periodismo a la hora de abordar las noticias, ¿creéis que la población necesita tener una mayor alfabetización mediática para conocer la labor periodística?
J. L.: En el libro hablamos de alfabetización cognitiva, que es muy importante. Tengo la impresión de que la opinión común es que «nos venden la moto», pero eso no significa que se sepa cómo nos la venden. Esto es lo peor, porque se produce un estado afín al nihilismo, un escepticismo muy poco matizado y la conclusión de que «nada merece la pena, todo es un asco y una mentira».
Está bien ser capaces de identificar y cuestionar, pero no si se llega a la simplificación universal de «todos los medios mienten» o «todos los políticos mienten». Hay que matizar: no mienten de la misma manera. Una cosa es que la mentira forme parte de la condición humana, y otra muy distinta es hacer de la mentira tu modelo de negocio o tu principal argumento político. En ese sentido, creo que queda mucho por hacer en esa función de alfabetización mediática.
V. B.: Una versión más suave del ejemplo de Javier es que, sin caer en el cinismo absoluto de que «todo es mentira», estoy de acuerdo en que la gente sí sabe que le «venden la moto». La clave es que si la «moto» me gusta, no me importa que me la vendan.
COMENTARIOS