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Cercaduría

La Modernidad llegó con su afán de cercar y el campo abierto dejó paso a las alambradas y el ‘ager publicus’, al título de propiedad. Liberado de herencias y yugos, el individuo se encierra en una celda de espejos donde solo se refleja a sí mismo.

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20
junio
2025

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¿No es curioso que la palabra individuo haya recibido en castellano, hasta no ha mucho, un uso peyorativo y hasta incriminatorio?

—Ese fulano es un auténtico individuo.

Dicha palabra, «individuo», es el nombre que reciben los átomos invisibles en las sociedades contemporáneas.

Átomos invisibles, digo. Tal es la palabra griega, άτομο, que Cicerón tradujo al latín como individuum. Los individuos atómicos son como las cuentas de un ábaco: piezas intercambiables que sirven para hacer la contabilidad.

¿Alguien ha empleado la palabra persona como insulto? Resulta inconcebible. Persona es el compuesto de vida y obras. Porque la persona viene con memoria y pronóstico, lo que la lleva a retrenzar pasado, presente y porvenir en un solo hilo. Somos lo ya digerido por la burra de Ocnos, pero también lo que está rumiando y lo que aún le falta por mascar.

El individuo, en cambio, no es más que la persona reducida a una de sus facetas: su capacidad de eficiencia y consumo, medible en horas y euros. ¿Qué es el individuo sino la caricatura, el muñeco de trapo de la persona? De ahí que lo nombremos como quien arroja un escupitajo:

—¡Habrase visto semejante individuo!

Sin embargo, al individuo se le rinde culto en campañas publicitarias, se le busca en encuestas, se le corteja en los debates electorales. Como átomo social, es la bolita que nadie ha visto nunca pero en la que todo se basa, como si pudieran edificarse puentes sobre humo o catedrales sobre pompas de jabón.

¿Qué es el individuo sino la caricatura, el muñeco de trapo de la persona?

¡Craso error! La persona es un animal relacional. Su ser es red: urdimbre de tensiones ―temple y tirantez― donde enreda y se enreda, rizoma frágil pero terco que amarra al «yo» con la trastienda de sus circunstancias. La relación es primera y los sujetos, convidados tardíos. Existía cuando nosotros aún no asomábamos el colodrillo y seguirá existiendo cuando hayamos devuelto la cuchara. Porque hay red, hay personas. Nunca al revés.

La Hélade lo llamó atomocracia (ατομοκρατία) y nosotros lo llamamos individualismo, aunque tenemos más derecho a usar el término griego que los propios griegos. La monadología contemporánea postula un individualismo nihilista que, a diferencia de la propuesta de Leibniz, renuncia a cualquier armonía preestablecida, que es aquella que vincula a las mónadas en torno al bien común. Libres e iguales significa todos contra todos.

Temeroso del roce, que en ocasiones hace el cariño y en otras la fricción, el individuo-mónada erige en torno a sí una costra sebácea que lo endurece: empieza como armadura y deviene sarcófago.

Lo que Taylor denominó «yo impermeabilizado» no es otra cosa que un cuerpo social cubierto de cera cadavérica, la famosa adipocira que vitrifica el rostro del especímen del gabinete anatómico o del anaquel del museo. El individuo tiene su mirada muerta. Tieso y brillante como un muñeco de cera, no saluda ni con los ojos.

La cerrazón utilitarista se opone a la apertura. Hablamos de la apertura inaugural, primigenia en un sentido ontológico, de la que surgen dos veredas germinales: la hospitalidad y la guerra. Tal es así que todo arte marcial —entendido en un sentido heraclíteo, pues el arte de la guerra incluye tanto la dialéctica como la confrontación armada— tiene como disciplina cardinal la inteligencia militar, que no es sino el arte de conocer al enemigo. Quien lo consigue, según Sun Tzu, gana todas las batallas.

El arte de la guerra, como el de la conversación, comienza con un acto que no es simpatía ni cariño, sino mero conocimiento. Y ese trance preliminar requiere de una apertura donde el otro comparece como objeto intencional de nuestra conciencia, desnudo de atributos salvo este: no ser nosotros.

Primero irrumpe el otro, en ocasiones con estrépito de aldabón; el yo apenas es un eco tardío. Tal es nuestra condición fundante. Y la cercaduría no es sino una obturación. Qué le vamos a hacer si para la persona, como para la lente, cerrarse es quedar a oscuras.

Para algunos la apertura es indigerible y monstruosa porque monstruoso es lo que no se deja sintetizar e inteligir. La xenofobia, que no tiene tanto que ver con el extranjero como con lo fóbico, es la conversión del otro en monstruo.

¿A quién se le ocurrió ponerle verja al mundo? ¿Fue el mismo frescales que, según Rousseau, clavó cuatro estacas en el suelo, dijo «esto es mío» y encontró bobos que le creyeran? Como acaso no fue un campo lo cercado, sino algo más hondo y grave, respondamos a la gallega. ¿Y si la cercaduría consistió en vallar el alma con rejas metálicas de autonomía y venderlo como una conquista?

La ideología que hincha las velas del individuo —que celebra jubiloso su condición de náufrago y toma el estar a la deriva por el colmo de la libertad— hace de la necesidad virtud: le hurta la silla y lo persuade de que estar de pie es una magnífica terapia contra las varices. Liberado de herencias, yugos y tutelas, el individuo se encierra en una celda de espejos donde solo se refleja a sí mismo. Acérquese a un coworking y solo hallará portátiles encendidos y rostros apagados.

—Vaya manga de individuos…

A la intemperie de lo numinoso la vida rinde su mejor fruto. Si los niños pequeños son un portento de regocijo —o al menos lo eran antes de que sus papás los encadenaran al telefonino— es porque vivían en esa afirmación jubilosa que es la apertura primigenia. Tal es el estado fundador de la propia sabiduría, que, tal y como dejó dicho Aristóteles en su Metafísica, nace del tháuma, el asombro. Es el temblor fecundo que lleva a pintar bisontes en Altamira.

La apertura es el estado fundador de la propia sabiduría

También en tiempos pretéritos las tierras eran comunales y los caminos de la Albufera y los olivares de Castilla eran bienes de todas las criaturas del mundo: así lo decía no Marx ni Bakunin sino el rey Alfonso el Sabio. Quizá porque la tierra era madre, y no huerto ecológico ni pista de tenis, había una reciprocidad que nos unía en un suelo común. Pero llegó la Modernidad con su afán de cercar y el campo abierto dejó paso a las alambradas y el ager publicus, al título de propiedad. Desapareció la majada donde arrimar el hombro al del vecino y la persona dejó de pensarse como un ser relacional, tejido por la reciprocidad, y se confundió con su propio feudo, solitario, cerrado, donde no entraba más ley que su apetencia.

Donde había una dehesa abierta aparecieron zanjas de guarda, alambradas de espino y cartelones de «prohibido pasar». Así como se cercaron las sembraduras y se apearon a los villanos de sus glebas, se alzaron, a la chita callando, murallas en el trato humano. Y entonces surgió una criatura nueva y desconcertante.

—¡Menudo individuo!

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