
Un momento...
Tiene su belleza que la aparición del término Antropoceno se produjera justamente en el año 2000, cuando el químico holandés Paul Crutzen lo sugirió de manera espontánea —sin paper de por medio— en el curso de un congreso académico celebrado en México. Es una belleza retorcida: quien se sienta inclinado a afirmar que el concepto nace con el siglo XXI habrá de recordar que en puridad este último comienza en el año 2001… pese a que solamos creer lo contrario. Pero la imprecisión viene al caso, ya que nadie sabe cuándo empezó el Antropoceno e incluso hay quien niega que jamás haya llegado a existir. Sin embargo, existe. O mejor: los fenómenos sobre los que se asienta esta hipótesis han sido empíricamente observados; asunto distinto es que discutamos sobre su importancia e implicaciones. Y tanto: los últimos años no solo han conocido una intensificación de la agenda verde, sino también su creciente cuestionamiento político en el marco de unas sociedades polarizadas donde el estilo político populista se ha hecho dominante.
Pero vayamos por partes. Decir que vivimos en el Antropoceno es decir que el impacto agregado de los seres humanos sobre su medio ambiente ha terminado por desestabilizar el sistema terrestre, conduciéndolo hacia un nuevo equilibrio cuyos rasgos todavía desconocemos. Su manifestación más conocida es el cambio climático, pero también nos constan la acidificación de los océanos, la pérdida de biodiversidad, la aparición de especies invasoras, la concentración de las poblaciones humanas en las ciudades, el uso masivo de plásticos o el incremento de los residuos. Todos estos fenómenos pueden explicarse por efecto de la acción humana, si bien casi todos ellos son un efecto colateral y a menudo imprevisto de esta: el Antropoceno ha llegado sin querer.
O casi: si el ser humano se caracteriza por adaptarse agresivamente al mundo natural, pues lo transforma en beneficio propio, la modernidad trae consigo un incremento de nuestros poderes de intervención. Baste señalar que el considerable aumento del CO2 emitido a la atmósfera en los últimos dos siglos trae causa del uso de combustibles fósiles: la misma fuente de energía que ha hecho posible el crecimiento económico en el curso de la industrialización es la que pone ahora en peligro las benignas condiciones planetarias reinantes en el curso del Holoceno. De ahí que hayamos alcanzado un precario acuerdo sobre la necesidad de descarbonizar nuestras sociedades; el Antropoceno será sostenible o no será.
Ocurre que el Antropoceno no es una realidad natural, sino un concepto que trata de dar sentido al estado de las relaciones socionaturales. Se anuncia así que vivimos en una «época humana»: nuestra especie se ha convertido en un agente de cambio medioambiental global. Para algunos geólogos, este cambio es visible en el registro fósil del planeta; habríamos de anunciar el fin del Holoceno y el comienzo del Antropoceno. De momento, los organismos encargados de decidir sobre la cronografía oficial de la Tierra han rechazado esta posibilidad; los criterios estratigráficos no acaban de cumplirse y por eso proponen hablar de un «acontecimiento» (event) geológico. Mientras los científicos naturales se ponen o no de acuerdo, en todo caso, los demás podemos convenir que el Antropoceno es un nuevo periodo histórico; los fenómenos socionaturales sobre los que se basa esta idea —cambios en el mundo natural ocasionados por el impacto de la actividad social— van a seguir donde están y de ahí que hayamos de convertirnos en «administradores planetarios» que ponen su casa en orden.
Que 8.000 millones de personas se pongan de acuerdo sobre lo que haya de hacerse al respecto, sin embargo, resulta todavía más complicado. Vaya por delante que el desacuerdo es inevitable: se trata nada menos que de abandonar las fuentes de energía que han hecho posible la modernización de las sociedades y el aumento del confort material del que disfrutan buena parte de los seres humanos… sin comprometer de paso la aspiración del resto a igualarse con ellos. Hay de todo: quienes creen que el capitalismo pone en peligro nuestra supervivencia sugieren dejar de crecer y vivir de otra manera; sus antagonistas replican que los modelos climáticos exageran y hay problemas más serios que reclaman nuestra atención. En la práctica, ambos bandos apuestan por la inacción: unos cultivan la fantasía del decrecimiento y otros abrazan el inmovilismo.
Más equilibrados se muestran los partidarios de hacer sostenibles las sociedades modernas por medio de la innovación tecnológica, la regulación pública y el cambio cultural. Pero también aquí se produce un cisma: unos tienen prisa y otros creen que las prisas son malas consejeras. Si los primeros confían en el Estado como agente capaz de dar la vuelta a la sociedad a golpe de legislación, los segundos advierten de los peligros que acarrea pasar por alto la complejidad que caracteriza a esa misma sociedad. Y no solo porque las buenas intenciones pueden traer consigo pésimos resultados, como atestiguan las crecientes dificultades que sufre la industria automovilística europea para cuadrar sus números; también porque quienes sienten que sus intereses son dañados de manera injusta no se quedan de brazos cruzados. Ahí tenemos las protestas de los agricultores europeos y de los ciudadanos de renta media y baja del mundo entero: ni unos ni otros aceptan que las élites políticas pisen el acelerador de la transición energética sin asegurarse de garantizar su legitimidad política y equidad social.
Todo indica que esta táctica ha arrojado resultados contraproducentes: el regreso al poder de Donald Trump confirma un giro global hacia la derecha que amenaza con frenar en seco la agenda verde. Incluso la Comisión Europea liderada por Ursula von der Leyen, quien llegó a asistir en la primavera de 2023 a un congreso sobre decrecimiento organizado por el Parlamento Europeo, ha dicho que la Unión Europea debe centrarse en crecer de nuevo. ¿Y dónde está Greta Thunberg? Quizá vayamos a un mundo donde la adaptación climática pese más que las políticas de mitigación; uno donde la mayor conciencia ambiental no se traduzca necesariamente en una agenda verde ambiciosa. Pero hay margen para el optimismo: que se politizase la transición energética era inevitable una vez que esta ganó en visibilidad pública; la aparición de voces pragmáticas es, de hecho, más que saludable. Y es mucho lo que se ha avanzado: la innovación energética, que puede ser motor de crecimiento y pingüe negocio, no se detendrá fácilmente. ¡Pregunten en China! Así que ni tanto ni tan poco: las cosas se ponen cada vez más interesantes y aún tenemos todo el Antropoceno por delante.
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