Wolfram Eilenberger
El comienzo de una nueva ilustración
En ‘Espíritus del presente’ (Taurus), Wolfram Eilenberger ofrece un relato cautivador de los albores de una nueva ilustración que conduce directamente a las fallas de nuestro tiempo.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025

Artículo
¿Qué podía esperar? El 11 de octubre de 1949, Theodor W.Adorno subió al Chief de Los Ángeles a Nueva York con la angustiosa certeza de no ser más que un «objeto de constelaciones, no realmente dueño de mí mismo». Además de su esposa («infinita compenetración con Gretel hasta la muerte»), había acudido al andén para despedirlo un pequeño grupo de integrantes de aquella colonia de artistas y escritores que durante los años de exilio había sido bautizada como la «California alemana». Y, por supuesto, el compañero intelectual preferido de Adorno, Max Horkheimer, durante casi dos décadas director del Instituto de Investigación Social, financiado con fondos de la institución.
Junto a la vía férrea, Horkheimer le pasó a su amigo un volumen de ensayos de Jean-Paul Sartre. Pero, hasta que cambió de tren en Chicago, los pensamientos de la nueva estrella del firmamento intelectual francés solo lo convencieron hasta cierto punto: «Resulta llamativa la contradicción entre las intuiciones concretas, a menudo certeras […] y las categorías patéticamente vacías, como «elegirse a sí mismo», etc., de las que aquellas supuestamente parten».
¿Cómo, después de las experiencias de la guerra, hablar siquiera de autodeterminación?
Las ambiciones de Sartre como literato y filósofo, advertía Adorno, serán también las suyas. En realidad, las de toda una generación de huidos: ¿Cómo pensar la liberación después de la liberación? ¿Cómo mostrar la salida hacia una vida de madurez responsable? ¿Cómo, después de las experiencias de esta guerra, hablar siquiera de autodeterminación? Nota de su diario: «Un punto de partida fundamental para el trabajo que viene».
Pero antes, en el viaje de regreso a Frankfurt, también hubo despedidas temporales en Nueva York. Adorno tuvo que despedirse en especial de su madre viuda, cuya mera visión lo hizo estremecer: «Como destruida por la edad; su rostro, en lugar de claro, como hecho pedazos». La veía como si «no fuera idéntica, sino más bien una anciana a la que ella misma imitaba en broma hacía veinte años». El hecho de que su cuidadora estadounidense la acariciase como a «un animal» y le dijese que era «a good girl» no lo tranquilizó en absoluto: «Tengo la sospecha de que no le da de comer lo suficiente». Experiencias elementales de privación que el hijo único Adorno nunca había tenido, ni siquiera en los años más oscuros de la guerra. Tampoco pensaba que en un futuro las dejara irrumpir en su propia vida.
Ángel
Más de un decenio separa a Adorno de su última estancia en Europa. «Sin el menor mareo», pero en un «estado nunca antes conocido» entre «palpitaciones y angustias», pasó los cinco días de travesía hasta Cherburgo en el Queen Elizabeth. Solo en París se descargó la tensión del revenant: en «la Place de la Concorde, llanto. En la estación del Riss: no está Benjamin».
¿Quién sino Walter Benjamin le había enseñado en sus primeros días en Frankfurt a descifrar su propio presente como un cuadro de esperanzas perdidas? ¿A interpretar cada novedad en apariencia insignificante de la vida urbana moderna como un índice de barbarie inminente? Adorno había apoyado a su educador intelectual desde Nueva York hasta los últimos días, instando repetidamente a Benjamin, cada vez más aislado en París y amenazado de deportación, a huir a ultramar. Pero cuando, tras muchas dilaciones, se decidió a partir de Marsella hacia los Pirineos a finales del verano de 1940 para cruzar la frontera española en Portbou, se le denegó el permiso para abandonar el país debido a una nimiedad administrativa. Agotado mental y físicamente, decidió esa misma noche poner fin a su vida con una sobredosis de morfina.
Al resto de su grupo de refugiados se le concedería el pase a la mañana siguiente. Al igual que Hannah Arendt, consiguió solo unos meses después escapar de la Francia ocupada a través de España y Lisboa hasta Estados Unidos recorriendo exactamente la misma ruta. Ella fue la última de los amigos íntimos de Benjamin que lo vio con vida.
Antes de marcharse a Marsella, Benjamin le entregó a Arendt un fajo de manuscritos que debía hacer llegar a Adorno como una especie de legado intelectual. Arendt y «Wiesengrund» (ella llamaba a Adorno por su apellido paterno) se profesaban una profunda desafección ya desde los últimos años veinte. Así lo revelaba una carta que en 1943 Arendt envió de Nueva York a Jerusalén al judaísta Gershom Scholem, amigo de juventud de Benjamin:
«Tratar con Wiesengrund es peor que inútil. No sé lo que han hecho o piensan hacer con el legado. Hablé con Horkheimer, que estuvo aquí en verano, sin ningún resultado. Afirmó que estaba en una caja fuerte (probablemente sea mentira) y que aún no se había acercado a él […] Además, el propio Instituto está al borde de la extinción. Aún tienen dinero, pero cada vez son más de la opinión de que necesitan asegurarse una jubilación tranquila con él. La revista ya no sale, su reputación aquí no es precisamente de primera categoría, si es que alguien sabe siquiera que existe. Wiesengrund y Horkheimer viven a sus anchas en California. El Instituto aquí es puramente administrativo. Nadie sabe lo que se administra, aparte de los dineros».
No era una descripción benévola, pero sí objetivamente exacta de las condiciones de la época. Con el paso de los años, la firme obstinación —otros hablaban de prepotencia— con la que el dúo Horkheimer-Adorno decidía las «investigaciones» desde la costa oeste hizo que hasta el grueso de los viejos círculos de referencia de Frankfurt y Friburgo se distanciaran cada vez más del Instituto de Investigación Social. Los primeros fueron el psicoanalista Erich Fromm y el filósofo Herbert Marcuse. Ambos seguían entretanto su propio camino en Estados Unidos.
Este texto es un fragmento de ‘Espíritus del presente’ (Taurus), de Wolfram Eilenberger.
COMENTARIOS