Solos y borrachos
La soledad –más aún, la incomunicabilidad e incomprensión con el otro, los vínculos lábiles y esporádicos– es un problema social que atañe a ambos sexos y que no es posible parchear con ideas de expansión comunitarias y redes de afecto financiadas por el Estado.
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En el fondo nos interesan dos o tres cosas y esas, la mayoría, relacionadas con nosotros mismos. Quizá porque soy población de riesgo, me llamó la atención un estudio que ha pasado muy de puntillas por la conversación pública. Ya se sabe que la conversación pública tiene una manera peculiar de discriminar los asuntos en función de ciertos intereses y todo lo que atañe directamente a la machosfera –sus problemas, no ellos como agentes de todos los problemas– tiene hoy escasas posibilidades de prosperar. Cry macho.
Según un estudio publicado en Nature Human Behavior –entre más de 100.000 personas de EE.UU., Reino Unido, México, Irlanda, Corea, China e Indonesia y un seguimiento de entre 4 y 18 años–, la soltería aumenta hasta un 80% la probabilidad de padecer depresión, más incluso la separación o el divorcio. Este riesgo es sensiblemente mayor en hombres que en mujeres, más prevalente en personas con mayor nivel educativo y en países occidentales más que orientales. Ya podéis imaginar los efectos en los tradicionalmente más sociables países mediterráneos, aunque no estén incluidos.
Ahora crucemos estos datos con otros también recientes. Según las proyecciones del INE, para 2039 cerca de 8 millones de españoles vivirán solos, un 41% más que en la actualidad. La soltería, según estos modelos, va a más y el problema no es ya que no se generen matrimonios, sino que tampoco se constituyen parejas estables. Así pues, viviremos solos y deprimidos, incapaces de entendernos en el otro, en un estado que no se diferenciará mucho al de nuestros 20 o 30 años, pero cada año que pase menos divertido. Algunos vivirán solos y borrachos, porque también –según los datos de Nature Human Behavior– la soledad y la depresión agravan la incidencia del alcoholismo. Ya sabemos, al fin, que la tasa de suicidios no ha hecho sino aumentar en estos años y dos tercios lo cometen hombres. Pero esto no es alarmante porque total…
No parece muy entretenido el panorama, es decir, no es la burra que nos vienen vendiendo. Pero era seguramente lo esperable y los que tenemos una edad no nos podemos hacer los sorprendidos: somos víctimas propiciatorias de una cultura solipsista que no nos beneficia a la larga y nos arroja a la impotencia. Tenemos que pagar los platos rotos de esta larga juerga de frivolidad y lo pagaremos en concepto de horas muertas en hogares unipersonales y nostalgia de lo que hubiera sido si no hubiéramos querido ser –o no nos hubieran incitado a ser– siempre adolescentes.
Creo haber entendido, por experiencia propia y por observación del entorno, que la ruptura del mandato intergeneracional, que implica constituir una familia propia proyectada hacia el futuro, ha dejado un socavón en la generación presente, cuyo estatus ha quedado definitivamente anquilosado y agravado con los problemas de acceso a la vivienda y de empleo. Incluso despejando de la ecuación el principio de procreación –es decir, tener hijos–, muchos hombres (y mujeres, claro) sienten una gran frustración ante la idea de no poder constituir un hogar, no poder ser una unidad familiar con otra persona, con un destino más o menos estable. Lo que siempre se ha llamado proyecto. Sin evolución no hay historia ni relato, solo un sucederse en formas concéntricas hasta la náusea.
Nada puede suplir no ya el calor humano sino la confianza de contar con la complicidad y el compromiso de otra persona
Este socavón, por múltiples razones, ha dado la cara antes y con mayor virulencia en el hombre. Es normal, el patriarcado, ya saben. Pero, puesto que son lágrimas de macho, podemos permitirnos soslayarlas e incluso hacer esa clase de bromas que, al revés, acabarían en cancelación: «Dejad de cuidarles, se mueren solos», clamó desde la barra de Twitter/X Irantzu Varela. Lo cierto es que las mujeres también están expuestas a esta sensación de vacío, y los estudios reflejan que de manera creciente. También es verdad que han logrado cierta cohesión en torno a la idea de autonomía y autosuficiencia. En eso el feminismo, el más militante, las ha surtido de herramientas a corto plazo, una épica muy apropiada que sirve por el momento de parapeto. Durante un tiempo muchas vivirán en la cresta de la ola, señoras de su destino, creyendo servir a una causa que no va a bajar de los hashtags para arroparlas cuando haga frío.
La soledad –más aún, la incomunicabilidad e incomprensión con el otro, los vínculos lábiles y esporádicos– es un problema social que atañe a ambos sexos y que no es posible parchear con ideas de expansión comunitarias y redes de afecto financiadas por el Estado. Tampoco llenando de planes nuestras horas, de consumo y turismo espídico. Nada puede suplir no ya el calor humano sino la confianza de contar con la complicidad y el compromiso de otra persona para la que tú eres un individuo y no una idea. Es decir, que hay poco que hacer que no pase por un cambio de mentalidad.
Por suerte, no confío en exceso en el panorama desolador que yo mismo he dibujado más arriba. Viviremos solos y borrachos, sí, pero no tantos como dicen. Hay ya indicios en la calle de que detrás viene una generación más consciente –los llamarán reaccionarios, voten lo que voten– que, ante tiempos todavía más volátiles, entenderán la necesidad de los vínculos fuertes y de acordarse con los otros. La familia –y la pareja es familia– es fuente de todo mal, sí, pero único sostén para realizarnos, y el cinismo hacia los vínculos personales en favor de otras estructuras solo alimenta dinámicas que no revierten en nosotros. Ellos, los que vienen detrás, lo entenderán de manera orgánica, porque vendrán escarmentados de nosotros.
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