Cultura
Mapa de soledades
En el ensayo ‘Mapa de soledades’ (Seix Barral, 2024), el escritor Juan Gómez Bárcena busca comprender el fenómeno de la soledad en diferentes tiempos y lugares.
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Escribe Horacio Quiroga que los cuentos deben empezar a contarse por el final. El final es este: Buenos Aires, 1988. Un hotel de la avenida Maipú. Frente al mostrador de recepción aguarda una mujer algo entrada en años. Lleva un equipaje mínimo y viste enteramente de blanco. Solicita una habitación en un piso elevado. Por las vistas, añade. He podido saber —me estremece haber llegado a saber tanto— que le corresponde el noveno piso, habitación 903. Paga por adelantado. Pide que le suban a la habitación un vaso de cerveza, bien fría. No he podido averiguar si llegó a beberse esa cerveza. Quiero creer que sí: que la disfrutó hasta el último sorbo y que estaba tan fría como deseaba.
Nueve plantas más abajo, el recepcionista acaba de cerrar los ojos. Es ya medianoche y hace tiempo que ningún cliente solicita la llave de su habitación o un plano de la ciudad. De modo que se ha quedado dormido, la mejilla sobre el libro de registros abierto, soñando tal vez con clientes que exigen llaves y planos.
De pronto, se escucha un estruendo que viene de la calle. Un estruendo y ningún grito. El recepcionista da un respingo, como sorprendido en falta. Todavía medio dormido corre hasta la puerta principal, pero no puede abrirla, porque está bloqueada por un bulto blanco. Para entonces, al otro lado del cristal, la avenida se ha llenado de curiosos que rodean el cadáver o que señalan la ventana abierta del noveno piso, todavía con las cortinas penduleando y la luz prendida. Dos policías somnolientos toman declaración a los testigos y anotan muchos datos inútiles: el vestido blanco, la habitación 903, la cerveza bien fría. Solo al consultar el libro de inscripciones del hotel descubren que se trata de María Elena Quiroga, la última hija viva del gran escritor Horacio Quiroga. Llevaba viviendo más de cincuenta años en Buenos Aires, pero por alguna razón escogió registrarse como residente en San Ignacio, provincia de Misiones.
Una voluntad que dura toda una vida y se forja en un solo viaje, un único día, quién sabe si un único instante
Casi ochenta y cinco años atrás, Horacio Quiroga llega por primera vez a San Ignacio, provincia de Misiones. No viaja solo. Forma parte de una expedición que recorre la selva buscando ruinas de las antiguas misiones jesuíticas. Horacio es el fotógrafo del grupo: hay que imaginarlo un poco rezagado, con la cámara de fuelle, las placas y el trípode echados al hombro. Lleva también consigo un cuadernito en el que garabatea los pormenores del viaje. Nadie presta demasiada atención a ese cuaderno ni al propio Horacio, porque por aquel entonces Horacio no es todavía Quiroga. No es el escritor que conocemos, sino un muchachito algo petulante de veinticinco años, que apenas ha publicado algunos versos y que nunca ha visto la selva. Es asombroso imaginar eso: Quiroga sin la selva, Melville sin el mar, Lawrence de Arabia sin el desierto. Y sin embargo, es así: hubo un tiempo en que Quiroga no sabía lo que era la selva. Se presenta en el vapor que le llevará hasta Misiones con una indumentaria ridícula, de dandy que juega a la aventura y no llega más lejos del jardín de su casa. Sus compañeros de expedición ríen más o menos disimuladamente al verlo aparecer con su camiseta de franjas rosas y doradas, sus botas de fieltro que le llegan hasta la ingle, su sombrerito de brin.
Así comienza su viaje al corazón de la selva: como quien acude a un pícnic o a un balneario.
En uno de sus cuentos, Quiroga se refiere a cierto tipo de hombres que, como bolas de billar, van golpeando las bandas de la vida hasta tomar los rumbos más inesperados. Quiroga es uno de esos hombres. El azar lo ha conducido golpe a golpe desde Buenos Aires hasta ese inmenso tapete verde que es la selva de Misiones, y desde entonces ya no pensará en otra cosa más que en la selva. Desde que se enfrenta a machetazos a sus serpientes y sus lianas; desde que prueba por primera vez un guiso de loro y escucha el rugido de un yaguareté, ya nada volverá a ser lo mismo. Es imposible saber qué es lo que ve allí. Qué es eso que ciertos personajes de Quiroga encuentran una y otra vez en San Ignacio de Misiones que no pueden encontrar en otro lado. «Así Juan Brown, que habiendo ido por solo unas horas a mirar las ruinas, se quedó veinticinco años allá.» Así, también, el propio Quiroga: quince años en total viviendo en Misiones; diecinueve años más soñando con regresar a Misiones.
Una voluntad que dura toda una vida y se forja en un solo viaje, un único día, quién sabe si un único instante, mientras contempla absorto las ruinas de San Ignacio devoradas por la maleza. Lo imagino así: Quiroga sentado frente a las paredes estragadas de la antigua iglesia, demasiado concentrado incluso para hacer una fotografía. Ve palmeras creciendo entre las nervaduras de los arcos y pájaros cantando en los bosques de columnas que ya no soportan nada y raíces de árboles monstruosos estrangulando lentamente los lienzos de piedra. Ve la profundidad de la selva, que en menos de un siglo ha vuelto a colonizarlo todo, que no perdona ni siquiera ese frágil rectángulo de piedad y recogimiento, y comprende que la vida humana es eso, combatir contra la selva y perder, combatir contra el tiempo y perder también. Quiroga echa la última bocanada de humo de su cigarrillo y decide sordamente que él también aceptará ese destino. Regresará a Misiones y edificará con sus manos una casa en la que librar su propio duelo contra la selva. Se enfrentará al calor y a las alimañas y a los árboles impenetrables y a la misma muerte, en fin; se enfrentará a la muerte y fracasará y hará de ese fracaso el resto de su vida. Eso decide, cierto día de julio de 1903, con un cigarrillo en la mano y la cámara fotográfica todavía sin desembalar.
Este texto es un fragmento de ‘Mapa de soledades’ (Seix Barral, 2024), de Juan Gómez Bárcena.
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