Ucrania

‘Cool kids’ de Kyiv

A principios de 2015, en una medianoche de mucho frío, Borja Lasheras aterrizó en Kyiv. Había pasado un año de la Revolución del Maidán y quería descubrir qué estaba ocurriendo en la capital ucraniana. Ahora, sus recuerdos de ese período –capturados en una serie de crónicas sobre la vida en la Ucrania de entonces– no son solo una ventana a ese tiempo, sino también un texto diferente para comprender cómo era el país y qué esperaban sus habitantes en los años previos a la guerra. Todos se encuentran recogidos en ‘Estación Ucrania: el país que fue’ (Libros del K.O.).

Artículo

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
24
febrero
2023

Artículo

La chapa oxidada, casi escondida en un pasadizo junto a la avenida Jreshchatyk, parece una puerta de servicio o una salida de basuras. Encontramos el timbre y al cabo de unos instantes se abre desde dentro con una manivela giratoria de cámara frigorífica. La luz ilumina el vano, de algún punto más abajo llegan música, risas y conversaciones. Un hombre calvo vestido de negro, tras echarnos un vistazo, hace las preguntas de rigor y nos deja pasar. Las escaleras conducen a una cámara subterránea de paredes de ladrillo y arcos, de donde cuelgan barras fluorescentes. En el centro de la estancia, varios camareros de chaleco y pajarita atienden en una barra rectangular a los clientes que se agolpan a su alrededor.

Dos chicas, cada una con una pierna en la silla de la otra, nos dirigen una fugaz mirada entre curiosa e indiferente. Con su estilo bob cut, parecen vedettes del Berlín de los años veinte. Un hombre con una americana varias tallas más pequeña intenta llamar su atención. El precio medio de las bebidas supera las 250 hryvnias, cifras que muchos ucranianos no pueden permitirse. El Loggerhead, como se llama el bar, se inspira en el estilo de los locales semiclandestinos de Estados Unidos que emergieron durante la Ley Seca. Más tarde nos dirigimos al Club 44, donde llegamos cuando una banda de blues termina su actuación. El ambiente es más desenfadado, menos sofisticado. La barra está cubierta de hileras de velas con la cera fundida cayendo a los lados de vasos y botellas. La estantería de bebidas parece interminable. Sokol, mi amigo albano, quiere que toquemos, pero yo dudo. Sube, agarra la eléctrica e interpreta con la banda Another Brick in the Wall, de Pink Floyd, con la misma soltura que en Tirana.

Terminamos la noche en un club de la margen derecha del Dniéper, adonde nos lleva el Uber de Matthias. Nos reciben bocanadas de humo artificial y música tecno, varias plantas abarrotadas, espacios reservados con cortinas, gogós bailando en trance en un halo de luces láser. Victoria me pregunta irónica, pero sin acidez, si ya sé decir krasivaya djevushka («chica bonita» en ruso). Trabaja de profesora de niños y acaba de regresar de un año viviendo en Nueva York. Amanece fuera pero el local no da signos de vaciarse.

Aunque algo exagerado, Kyiv vive un momento de especial efervescencia que recuerda un poco al Berlín tras la caída del Muro

Kyiv vive un momento de especial efervescencia que recuerda –sí, exagerando– un poco al Berlín tras la caída del Muro. El ambiente de hedonismo que se respira tiene su reflejo en una gran explosión creativa y también en la frenética vida nocturna. La guerra y la agitada política nacional centran las conversaciones en el círculo político de la capital (donde casi todos se conocen y hay contactos constantes entre una activa sociedad civil, figuras gubernamentales y diplomáticos), y saturan la polarizada escena mediática en canales de TV, casi todos aún propiedad de oligarcas o sus empresas pantalla, o en el Facebook que los ucranianos usan masivamente. Pero fuera de estos ámbitos, a pie de calle, lejos del frente, la vida discurre con casi total normalidad.

A veces la guerra parece una realidad ajena, como si todo eso sucediera en otro país y no estuviera muriendo gente a cientos de kilómetros de aquí. Este contraste es más agudo de noche, y la de Kyiv es una dimensión paralela con sus códigos y normas no escritas. Sus locales de marcha, que ya me parecieron llamativos en mi visita tras la Revolución Naranja, viven un bum desde 2014 y, aunque la crisis pasa factura y algunos desaparecen, la escena se reinventa constantemente, como el resto del país. A veces, la noche constituye además un entorno útil para interactuar con algunos de los protagonistas de la escena política y social, o simplemente para sentarse en un rincón a tomar notas y observar.

Una particular tribu nocturna emerge en torno a raves, antros tecno o fiestas secretas. Llamémosles los «cool kids» de Kyiv, Járkiv u Odesa (Odessa, en ruso): chicos y chicas estilizados, a menudo vestidos a la última moda pop, en general urbanitas rusificados de alto nivel educativo, con recursos y cultura internacional (un globalismo de redes sociales repletas de fotos de capitales a las que tienen acceso), aunque las vibraciones nocturnas de la ciudad son lo que de verdad les entusiasma. Una tribu de hípsters, DJs, profesionales de las nuevas empresas tecnológicas locales, emprendedores y trabajadores online, estudiantes que han logrado vestirse a la última con ropa de segunda y pocas hryvnias, artistas de todo pelaje o simplemente hijos o hijas de alguien que nunca queda claro quién es. Esta tribu incluye miembros originarios de otros países de este grandísimo espacio de Europa del Este que, décadas después del final de la URSS y para frustración de muchos aquí, aún suele llamarse post-soviético: así, hay bielorrusos y georgianos ucranizados, moscovitas y petersburgueses, armenios, algún moldavo que prefiere Kyiv a Chisinau, etc. Se les unen jóvenes de capitales de la UE, conectados con la escena de música electrónica.

Estos antros y clubs de los cool kids los frecuentan también figuras de la nueva escena política ucraniana y profesionales de una emergente clase media que tiende a hablar más ucraniano que ruso, aunque, como aquellos, alternan ambos idiomas sin problema; periodistas locales y extranjeros; «internacionales», es decir, miembros de alguna de las misiones multilaterales y diplomáticas que han desembarcado en el país; cortesanos varios, y ese perfil de aventurero que te encuentras en países en guerra y que siempre tiene mucho que contar, sobre todo de noche y con copas, aunque uno no siempre tenga ganas de escuchar. También se dejan ver en los recovecos de los locales de lujo, junto a las élites más adineradas, otros políticos, oligarcas, figuras del submundo criminal, y mujeres atractivas en busca de dinero.

Los cool kids son más bien apáticos políticamente, la guerra les cae lejos. No tienen exposición personal ni suelen mostrar, por lo menos de forma abierta, interés en el conflicto. Algunos ucranianos piensan: se pueden permitir ignorar la guerra gracias al esfuerzo y vidas de otros ucranianos.


Este es un fragmento de Estación Ucrania: el país que fue’ (Libros del K.O.), por Borja Lasheras.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

Putin: el regreso del oso ruso

Ethic

Tras el primer ataque a Ucrania, la política exterior de Rusia vuelve a colocar al país en el centro geostratégico.

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME